Vanguardia

El tío Vocho

- ‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD

No diré el nombre de este hombre. No lo diré por varias y muy diversas causas. La primera, porque no lo sé. Salen sobrando las demás, entonces, y eso me permite seguir con mi relato.

Este señor era un ejidatario de la comarca lagunera. Hombre de estatura procerosa, y gordo en demasía, semejaba una mole en movimiento. Las veces que iba a Torreón y caminaba por la acera la gente se veía obligada a bajarse al arroyo de la calle, pues nada más él cabía en la banqueta. Una tarde pesada, de sol canicular, iban tras él cinco o seis muchachill­os.

-¿Por qué me van siguiendo? -les preguntó el hombrón, atufado.

Respondió uno de los chamacos:

-Pa’ aprovechar la sombra.

Enorme era el señor, lo dije ya, robusto, y alto y gordo. Me recuerda a aquel sujeto, también de colosales dimensione­s, que en la bañera le pidió a su esposa:

-Lávame la espalda, por favor. Respondió la señora con enojo: -¡Desgraciad­o! ¡Mejor te lavo la Suburban! El ejidatario de mi historia era muy dado a emborracha­rse. Por dos razones se embriagaba: porque sí y porque no. En la cantina bebía océanos de cerveza. Sin él la producción del ambarino líquido habría sufrido un colapso en el norte del país. A veces, si el sentimient­o le ganaba, añadía al helor de la cerveza la ardiente agua del aguardient­e, o la bravura del tequila o el mezcal. Entonces sus borrachera­s eran de órdago. En tales ocasiones el cantinero lo hacía salir de la cantina antes de que lo tumbara la embriaguez, pues en ese caso se habría requerido el auxilio de una grúa o un potente tractor para sacarlo del establecim­iento.

Sucedió una vez que este señor que digo agarró una pítima fenomenal. El cantinero, con la sabiduría que la experienci­a otorga, supo que no tardaría el parroquian­o en dar con su humanidad en el suelo, y usando términos muy comedidos lo invitó a que se fuera ya a su casa. El campesino era borracho educado, de buen natural, y respetuoso. No se resistió a la exhortació­n del tabernero; la encontró puesta en los términos de la razón. Salió de la cantina haciendo más eses que las que en su nombre tiene el ISSSTE, y cae que no cae encaminó los pasos a su casa.

Logró llegar a ella después de dificultad­es indecibles que aprovechó para medir con ambas manos las paredes en el trayecto de la cantina a su morada. Caía ya la noche cuando llegó a su domicilio. Y con la noche cayó él. No alcanzó a entrar en su casa. Se desplomó frente a la puerta de su casa; rodó al arroyo de la calle, y ahí quedó tirado, sin sentido.

Su esposa, que salió al oír el estrépito de aquel derrumbe, supo que le sería imposible mover a su marido. Lo que hizo entonces fue traer una sábana, y con ella cubrió la formidable humanidad de su consorte, a fin de protegerlo del sereno de la noche. Ahí lo dejó, roncando con el estruendo de diez ballenas amormadas.

Alboreó el día, y con los primeros rayos del sol salieron las vecinas a barrer y regar el frente de sus casas. Vieron el promontori­o aquel, cubierto con la sábana. Y cuando salió la esposa del ejidatario le dijeron con admiración quizá no exenta de envidia:

-¡Felicidade­s, vecinita! ¿Cuándo se compró el vocho?

Y es que creyeron que el borracho era un Volkswagen sedán, y que la señora lo había cubierto para que no le diera el sol al coche, ni lo ensuciara el polvo.

Desde entonces se le quedó al ejidatario el nombre con que hoy todos lo conocen: tío Vocho. La gente de fuera piensa que se llama Ambrosio. Pero no. Los nombres y los apodos tienen orígenes extraños.

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ARMANDO FUENTES AGUIRRE

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