¿A DÓNDE VAN LOS ENFERMOS MENTALES QUE COMETEN UN CRÍMEN?
Semanario estuvo tras las rejas de una parte de la cárcel que da escalofríos: el área donde cumplen su condena aquellos que al perder la cordura se volvieron un peligro para ellos mismos y los demás. Éstas son sus historias…
¿Y cada cuándo se te aparece la mujer? No pos… todos los días.
¿Dónde?
Se para atrás de la barda, por fuera, allá, de aquel lado de la torre, mire, y se suelta ¿Cómo es?
Una borrada.
¿Y qué te dice?
Que me quiere dar piso.
¿Qué más?
Me dice, ‘¿tú eres El Indio?’, le digo, ‘sí’, ‘no pos te voy a dar piso, porque no quiero que vayas pa Monterrey’, le digo ‘no pos ta bien, al cabo tú dices que controlas aquí… Yo lo que ustedes digan. Si me van a acá, pos...´. Platica El Indio.
Es una mañana cáustica de lunes, como a las 10:00.
Estoy encerrado con cinco enfermos mentales, varios custodios, una enfermera y dos funcionarios, en el Módulo de Inimputables del Centro Penitenciario Varonil de Saltillo, o sea el área que en 2014, y por recomendación de la CNDH, mandó construir el gobierno para las personas con discapacidad psicosocial o mental, que tuvieron el infortunio, la mala suerte, la desgracia, qué sé, yo, de cometer un delito.
Hace rato que estoy con El Indio a la sombra de un árbol que da mucha sombra, en un rincón de este módulo que es un rectángulo con patio cacarizo de cemento, jardín, arbustos, truenos, más árboles, cuatro o cinco celdas, no recuerdo bien, bardeado con bardas de concreto y malla ciclónica.
“¿Él Indio?”, está por homicidio, me dice la enfermera y dice que El Indio tiene esquizofrenia paranoide, una alteración que tiene que ver con el contenido del pensamiento, con ideas delirantes o fuera de la realidad. ¿A quién mataste Indio?, le pregunto. A un bato allá donde vivo y… otros lesionados…
¿Cómo estuvo la bronca?
Es que… a ese era al que iba a matar, a ese y a otro…
- ¿Por qué?
Pos… es que así estaba escrito en la ley. Cómo fue?
Le di tres tiros con una 22…
Por ese delito al El Indio le echaron 28 años.
Lleva 14 encerrado.
“Lo que quiero es irme. A ver si me facilitan un beneficio (legal). Ahorita ando con jurídico, defensoría, a ver si me regalan un beneficio porque ya llevo la mitá y pos a ver qué se puede hacer”, dice.
En eso se pone a recordar de cuando vivía en Concordia, municipio de San Pedro, Coahuila que trabajaba allá en el rancho.
“Vendía rebanadas de sandía, melón y elotes. Iba y me robaba las uvas y vendía las uvas y la nuez y es que pa allá pos es lo que hay… Yo cuando era niño me traiban vendiendo de todo, dulces y de todo, andaba ahí y pos era lo que hacía. La gente me compraba y se reía de mí”.
¿Estás con medicamento?
Estaba tomando, pero ya ahorita me siento controlado. Ya no tomo medicamentos porque ya se me bajó lo que traiba en la mente… Antes tomaba porque decía’ iiiih, todo lo que me falta…’.
Evoco la charla que tuve con el psiquiatra Mario Alberto José de los Santos cierto atardecer en su consultorio particular.
“Seguimos pensando que nuestros sistemas de rehabilitación o de reinserción social no funcionan, y menos con quien tiene un problema o un enfermedad mental, puesto que las carencias y la escasez de especialistas, como de personal para poderles brindar la atención adecuada, digamos que es escasa. El problema es que no tienen acceso a los tratamientos, a los estudios para poder integrar un diagnóstico; y la otra es que esto no lo agregan a un proceso o no lo consideran dentro de un proceso legal. Por eso yo creo que muchos enfermos mentales están injustamente dentro del CERESO porque los jueces, y todo el sistema legal, a parte de la impunidad que hay en el país, son vulnerables a no ver, a ser ciegos a la enfermedad”. ¿Qué se debería hacer?
Lo primero es tener un buen servicio médico, un servicio médico completo: medicina interna y yo creo que también psiquiatría, acceso primero a diagnósticos y tratamientos oportunos, para que en un futuro que los internos puedan ser egresados estén en condiciones mentales más óptimas…”.
El Indio me cuenta que antes venía a verlo a la cárcel un carnal suyo, pero que ya no.
“Es que pa´ de aquel lado, donde vive, casi no hay centavos, ta un poco caciquiadón…”. Tendrás esposa, hijos…
Pos sí tengo, pero ya me abandonaron por lo mismo, porque como no les dejé nada... Y
mi esposa pos… afuera se fue con otro. ¿Te arrepientes de algo Indio?
Pos sí, pos toy arrepentido, pero pos qué gano. Sí estoy arrepentido, ya me hinqué muchas veces en la iglesia aí con los hermanos, ya lloré, ya me reí y pos… ya si se conduelen de mí los altos mandos de aquí de Saltillo… Oiga, ¿eso es pa salir en la tele? En internet, pero no va a salir tu cara… No y qué tiene que salga, es que la gente de Saltillo me conocen todos. Yo amo a Saltillo, quiero mucho a Saltillo… Todos voten por El Indio.
Dice El Indio.
De vez en vez los altavoces de la prisión, que escupen claves y nombres, rasgan la tensa calma que reina en el módulo.
La tensa calma.
Hay un hombre delgado, morocho, pelo al rape, ni alto ni chaparro, que lleva “tumbado”, (holgado), el uniforme caqui de la peni, y va de aquí para allá y de allá para acá por el módulo, en busca de un cigarro para calmar los nervios.
Dice la enfermera que es tranquilo, pero que de repente se pone ansioso cuando quiere un cigarro, “y te empieza contar otras coas…”. ¿Qué cosas?
Que los demonios le hablan en la cabeza. Que si los pacientes de este módulo tienen atención médica, pregunto a la enfermera, y responde que el psiquiatra viene a verlos dos veces por mes...
“¿Me da un cigarro?, un cigarro…”, dice el hombre apenas me acerco para saludarlo y le contesto que no, que no traigo cigarros, que lo siento, que no fumo, que no fumo.
El hombre pega la vuelta y se va hablando solo sin rumbo fijo por el patio del módulo.
“Fíjate: los señores son mis compas, son amigos míos. Ahorita no sé si quieras responderles unas preguntas…”, interviene el director el reclusorio…
Pero el hombre es escurridizo y se va, se aleja.
Se llama no sé, no puedo decir su sombre, sólo que es esquizofrénico, que tiene 44 años y que cayó al penal hace como 16, acusado de asesinar a una señora,
Pos nomás. De puros puntos… desembucha el hombre sólo hasta que alguien le extiende un cigarro y él consigue apaciguarse. Cuéntame de tu niñez...
Tenía 10 años. Andaba robando en la escuela. Andaba asaltando a los que estaban conmigo en la escuela.
¿Les robabas?
Y para qué?
Pa comprarme una gordita. Pregunto a la enfermera si las personas que viven en esta área realizan las mismas actividades que el resto de los presos del centro, dice que a diario los ponen a barrer, limpiar su cuarto, lavar su ropa, bañarse, “a quien sabe leer lo ponemos a leer, pero… es que no ponen mucha atención… Imagínese al señor”, dice y señala al hombre de los cigarros que ahora deambula con la mirada baja, como ensimismado, por el módulo, “llega un momento en que ya no le presta mucha atención y se va a dar vueltas y vueltas. Es normal, bueno… no es normal…”.
El director me cuenta que ya se han acostumbrado a ver a este interno saltar la malla ciclónica del módulo para ir a comprar cigarros a la tienda de la cárcel, y regresar.
Este preso es el único de todo el Módulo de Inimputables que tiene visita frecuente de sus familiares.
Cada semana sus hermanos vienen a traerle medicamento y algo de dinero.
¿Qué más te traen tus hermanos?, interrogo al hombre.
Me traen de comer, me traen coca, me traen dinero pa gastar aquí…
A los demás que permanecen en esta área, dice el director, los vienen a ver retirado o de plano no vienen a verlos.
Recuerdo la tarde que estuve a ver en su casa a Robert Coogan, el capellán de la Pastoral Penitenciaria de la Diócesis de Saltillo, y me contó que siempre que tiene estudio bíblico o catecismo con los demás internos en la capilla del penal, que por cierto está junto al área de Inimputables, comparte con los enfermos del módulo café y galletas, por un hoyo que hay en la malla ciclónica.
“Si las familias hubieran tenido la capacidad de atenderlos, estarían en otra situación. Entiendo la frustración de las familias cuando no tienen cómo cuidarlos, entiendo que a veces no hay espacio para ellos, no hay quién los atienda cuando toda la familia tiene que trabajar o cuando la casa está chiquita, cuando hay personas que estarían potencialmente en peligro con ellos alrededor… No hay un lugar para ellos y no deben de estar en el penal, pero no hay otro lugar…”, me dijo Coogan.
¿QUIÉNES SON ELLOS PARA DIOS?
Ah, están entre los más queridos de Dios, Dios lo ama mucho...
El psiquiatra Mario Alberto José de los Santos dice que ha conocido casos en los que un inimputable termina su sentencia y nadie va por él al CERESO para recogerlo.
“El Estado no tiene a dónde enviarlos, puesto que no hay un familiar, no hay nadie, porque se desligaron de ellos después de muchos años de sentencia y esto llega a ser un problema social. Entonces estamos más lejos de la reinserción”.
A veces se escucha en el módulo el canto de algún pájaro que ha venido a posarse, acaso por equivocación, en un árbol de esta gran jaula que es la penitenciaría, y que al verse preso, por un momento, escapa despavorido y se pierde en la inmensidad del cielo.
Así, por un momento, quiero escapar yo de aquí, pienso.
¿Él? Por filicidio…
¿Mató al hijo?
Al hijo.
Me dice un custodio y señala al hombre alto, corpulento, africana tez, con la cabeza rasurada, que está recargado sobre una pared que dice con letras azules “Módulo de Inimputables”, y donde el sol ácido del mediodía todavía no alcanza a pegar.
Que mató al hijo, dice el custodio y nada más, es todo lo que sabe, no sabe más nada, dice que desconoce los detalles del caso, la historia...
El hombre, que está vestido con el pantalón y la playera caqui de la cárcel, impone, me impone.
Y después de pensarlo unos minutos me acerco a él con recelo.
No somos nada, dice el hombre. ¿Cómo?, ¿por qué?, le pregunto. Tenemos la vida prestada, ¿me entiende? “Platícame de tu hijo”, le pido.
Y el hombre, que parece como en otro mundo, su mundo, responde en voz baja con un lenguaje ininteligible.
La enfermera me cuenta que con los días al hombre se le ha apagado poco a poco la voz, como si alguien, con un control remoto, desde otro mundo, su mundo, le hubiera bajado el volumen.
Tiene esquizofrenia.
No se le conoce familia,
Vino a esta prisión, trasladado de Piedras Negras, hace unos cuatro o cinco años.
Intento otra vez sacarle platica y el hombre ríe por lo bajo con una risa campechana, mansa, inocente, cándida…
Y yo me río con él.
¿De qué te ríes?, le pregunto.
Así soy.
Entre la retahíla de frases indescifrables que dice, logro pescar al vuelo que tiene 54 años, esposa, cinco o seis hijos, sobrinos… ¿En qué trabajabas?
En el campo, en la labor, sembraba, cosechaba.
¿Dónde?
Allá, en Presa de Chaires, municipio de Castaños.
Y eso es todo.
Pero algo es algo, pienso.
¿Qué piensa de los módulos de inimputables?, le pregunté a Mario Alberto José, aquel acaso que nos vimos en su consultorio.
Es una violación a los derechos humanos. Dentro de la reclusión debes de tener derecho a espacios libres, a espacios al sol, comunicación con otros reos y, sobre todo, un tratamiento que los haga tener más control sobre sus padecimientos, porque imagínate, aislados en un espacio pequeño, dentro de un mundo psicótico, pobres. Creo que eso es totalmente condenable.
¿Qué es lo ideal?
Si el paciente que por alguna idea delirante llega a cometer un homicidio no se vale por sí mismo tendrá que asignársele un tutor que sea responsable del control del padecimiento. En el último de los casos podría ser la reclusión, en el último de los casos…
Rumbo al mediodía le digo al director que quiero conocer las celdas del módulo y dice que sí, con la condición de que guarde mi cámara fotográfica y apague el grabador.
Estoy en el área de dormitorios que es una hilera de cuartos con puerta de metal, un camastro de cemento con colchoneta y el baño, divido por una pared, al fondo de la pieza.
En las celdas alcanzo a ver las ropas desarregladas de los internos, algunos tratos sin lavar, basura y los excusados sucios.
De pronto me vienen a la mente las palabras que me dijo Gerardo Antonio Pérez Pérez, experto en derecho peal, la noche que lo visite en su despacho.
“Las personas a las que se les conoce como inimputables son por desgracia el sector más olvidado del derecho penal, tanto en términos legislativos, como prácticos. En términos legislativos por que los procedimientos son regularmente inquisitivos, son procedimientos muy pobres y cuya violación, en muchos casos, excede el máximo que un procedimiento ordinario. Por la propia condición del inimputable lo que el Estado mexicano en general, no el Estado de Coahuila, sino el estado en general hace es darles un tratamiento de discriminación o de exclusión”.
¿Por qué?
Se les mantiene separados, segregados de la población penitenciaria en general y no se les da ningún tratamiento, ningún auxilio.
Han atendido este problema creando pabellones especiales en circunstancias que no son las más adecuadas, a pesar de todo es mejor eso que nada, pero la vedad es que el Estado mexicano tiene un gran pendiente en el tratamiento de los inimputables. Por principio de cuentas no deberían estar en un CERESO”.
De vuelta al módulo, El Pípi, 33 años, llenito, aperlado, me platica que a veces sueña ranflas que los matan a todos y nomás él queda vivo.
“Ranflas” dice y yo, por pena, no me atrevo a preguntarle, qué demonios es una ranfla.
Después de consultar en internet me entero de que en México ranfla se usa para designar un carro o vehículo.
Ranfla.
A veces sueño cosas malas, me dice El Pipi, ¿Cómo qué?
La otra vez soñé un pinche pozo. Que estaba en el CERESO de Torreón y que me iba a un pinche pozo. Soñé, o sea que me iba al pinche pozo, que me sepultaban a mil metros oiga… No me asusto yo porque traigo el rosario, porque siempre he sabido de… siempre he ido a la iglesia oiga, pa que mejor me entienda.
¿Le tienes miedo a la muerte Pípi? Es respeto oiga. Es un respeto que le tenemos que tener todos. Dice Dios que él no va a dejar su alma en el hades. Qué quiere decir, que no la va a dejar en el pozo. Él lo va a sacar. Esté donde esté, lo va a sacar….
Dice el Pípi y me enseña las cuentas de dos rosarios que cuelgan de su pescuezo.
¿Y esos rosarios Pípi?
Aquí las hacen los compañeros, son de buena suerte, pa que lo bendiga Cristo oiga, pa que lo proteja de los malos espíritus ¿Sí me entiende?, porque hay malos espíritus en el mundo.
¿Tú lo has visto?
No pos póngale que nos los he visto, pero la cruz de Cristo es pa eso, pa espantar los malos espíritus, espíritus engañadores. Dijo Cristo: ‘ustedes no os dejéis engañar por nadie’, le dijeron ‘señor, ¿y cuándo va a ser el final de los tiempos?’, y él ‘no, ustedes no os dejéis engañar por nadie’.
Que de dónde es, le pregunto al Pípi, dice que de El Fénix, municipio de Matamoros, Coahuila
Que por qué está aquí; que por dos homicidios en riña, responde.
Y me echa un cuento que, vaya a entender, es una maraña, un laberinto, una hilaza enredada.
Parece que al Pípi, le tocó estar en el lugar y en el momento equivocados,
“No pos yo, yo, yo este…. Es que llegaron ellos oiga y salieron de bronca ellos, se la hicieron de bronca a uno que estaba conmigo, ¿sí me entiende? Y haga de cuenta que llegó este bato y… el bato ese lo agarró y le quería quitar la pistola, no se la pudo quitar oiga. Se dieron un tiro, ¿verdad? Los batos al último la agarraron contra mí oiga. Yo no tenía nada que ver. Se andaban dando un tiro, pero yo no tenía nada que ver. Yo traía la pinche pistola oiga, pos por eso los balacié. Al último yo les puse unos balazos, pero porque se me fueron encima a mí oiga. Y me tiraron un pedradón aquí, me dieron aquí”, dice el Pípi y se toca la cabeza.
De eso hace ya 10 años.
Entonces el Pípi era un albañil, “oiga”, un obrero, un ayudante de obrero sin infancia tremebunda.
Desde crío le gusto la escuela.
“Me dieron de comer mis padres, nunca me hicieron mal, nunca me trataron mal, nunca tuve problemas con mis hermanos, nunca me hicieron nada mis hermanos, nadie me ha hecho nada oiga y siempre he sido feliz”, dice El Pípí.
Y dice que cada seis o siete meses viene la mamá de Matamoros, le trae ropa, jabón, champú, pasta de dientes, dinero, comen juntos, él compra comida en el restorán del penal…
¿Cuánto te falta pa salir?
Yo traigo en mi mente que me faltan dos meses…
¿Y qué vas hacer afuera?
Pos… quiero trabajar oiga. A ver pa dónde me voy oiga.
Me cuenta El Pippi.
El ruido de los matras y los altavoces vuelve a herir el silencio de la prisión.
El señor, 68 años, bajito, moreno, desdentado, que está conmigo de píe en el centro del módulo, dice que ya tiene un cuarto de siglo de escuchar estos mismos ruidos.
Como si no fuera suficiente, pienso, con oír las voces que le hablan, le gritan, en su mente.
¿Tomas medicamento?
Pos son calmantes nada más…
¿Y cómo te sientes?
Sí, pos… me tienen tranquilo.
Antes de estar aquí él era un feliz vendedor de pomadas, de bálsamo negro, ese ungüento que sirve para curar el reuma y los dolores de cabeza, espalda, cintura, las várices…
Hasta el día que cayó al penal por ejecutar a machetazos a una madre y su hijo, en un ejido de Saltillo llamado El Refugio, el lugar de su nacimiento.
Tuvimos broncas, líos.
¿Por qué?
No pos me querían secuestrar y torturar y matar a mi papá y a mi mamá y a mi abuelita y a mi hermano de 14 años y de pilón a mí… ¿Y qué pasó?
Nos dimos un tiro a machetazos… ¿Hasta cuándo vas a estar acá?
Pos ya mero salgo… No sé exactamente. ¿Y luego?
Pos aquí me tiene el gobierno, qué más puede hacer uno….
En 25 años ha conocido varios penales del país: el CEFERESO de Cuautla, Morelos, el reclusorio de Piedras Negras, Monclova, y aquí. ¿Tienes familia?
Ocho hermanos.
¿Te visitan?
Tan en Guadalajara…
Dice.
Y dice que apenas atraviese las rejas que lo separan de la calle se va a ir a trabajar a una granja de pollos y gallinas que tiene un hermano suyo en Guadalajara.
¿Y vas a pedir perdón?, ¿no?
No pos… ¿ya qué les digo?, pos… ¿Con qué los consuelo? Ya no los consuelo con nada…