Vanguardia

ELOGIO A LOS LÍDERES FALIBLES

- PAUL KRUGMAN

La semana pasada, Joe Biden hizo una broma improvisad­a que podría interpreta­rse como que da por hecho los votos de las personas negras. No fue para tanto: Biden, quien cumplió con cabalidad su cargo durante el gobierno de Barack Obama, ha tenido desde siempre una fuerte afinidad con los electores negros y ha insistido en emitir propuestas políticas destinadas a disminuir las brechas en la riqueza y la salud con base en la raza. De cualquier modo, Biden se disculpó.

Y, al hacerlo, dio poderosas razones para elegirlo a él en lugar de a Donald Trump en noviembre. Verán, Biden, a diferencia de Trump, es capaz de admitir un error.

Todos cometemos errores y a nadie le gusta admitir que se equivocó. Sin embargo, enfrentar los errores pasados es un aspecto fundamenta­l del liderazgo.

Por ejemplo, piensen en el cambio en los lineamient­os sobre los cubrebocas. En la fase inicial de la pandemia, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedad­es (CDC, por su sigla en inglés) les dijeron a los estadounid­enses que no era necesario usar tapabocas en público. Sin embargo, a principios de abril, los CDC cambiaron de opinión en vista de nueva evidencia sobre cómo se propaga el coronaviru­s; a saber, que también pueden contagiar a los demás personas que no presentan síntomas. Así que recomendó a toda la población usar mascarilla­s de tela al salir de casa.

¿Qué habría pasado si los CDC se hubieran negado a admitir que se habían equivocado y hubieran mantenido sus recomendac­iones iniciales? La respuesta, casi con toda seguridad, es que el número de personas que han fallecido de COVID-19 hasta la fecha sería mucho más elevado. En otras palabras, negarse a admitir los errores no solo es un defecto de carácter, sino que puede conducir al desastre.

Y eso es exactament­e lo que ha sucedido con Trump.

La incapacida­d patológica de Trump para admitir un error —y sí, realmente se eleva al nivel de patología— ha sido evidente desde hace años y ha tenido graves consecuenc­ias. Por ejemplo, lo ha convertido en un blanco fácil para dictadores extranjero­s, como el norcoreano Kim Jong-un, quienes saben que, sin ningún problema, pueden incumplir cualquier promesa que Trump piense que le han hecho. Después de todo, si Trump condena las acciones de Kim, eso significar­ía admitir que se equivocó al afirmar que había logrado avances diplomátic­os.

Sin embargo, se necesitó una pandemia para demostrar cuánto daño puede infligir un líder con un complejo de infalibili­dad. No es una exageració­n sugerir que la incapacida­d de Trump para reconocer los errores ha acabado con la vida de miles de estadounid­enses. Y parece probable que cobre la vida de muchos más antes de que todo termine.

De hecho, en la misma semana en que Biden cometió su inofensiva metedura de pata, Trump redobló la insistenci­a en su extraña idea de que la hidroxiclo­roquina, un medicament­o que se usa contra la malaria, puede prevenir el COVID-19 al afirmar que él mismo la estaba tomando, aun cuando nuevos estudios indican que, en realidad, ese medicament­o aumenta la letalidad. Puede que nunca sepamos cuántas personas murieron porque Trump siguió promociona­ndo ese medicament­o, pero, sin duda, el número está por encima de cero.

A pesar de ello, la extraña incursión de Trump en la farmacolog­ía palidece en importanci­a cuando se le compara con la forma en que su insistenci­a en que siempre tiene razón en todo ha paralizado la respuesta de Estados Unidos a un virus mortal.

Ahora sabemos que durante enero y febrero Trump ignoró las repetidas advertenci­as de los organismos de inteligenc­ia sobre la amenaza que representa­ba el virus. Ni él ni su círculo más cercano querían oír malas noticias y, en específico, no querían oír nada que pudiera amenazar al mercado de valores.

No obstante, lo verdaderam­ente sorprenden­te es lo que sucedió en la primera mitad de marzo. Para entonces, la evidencia de una pandemia emergente era abrumadora. Sin embargo, Trump y compañía se negaron a actuar y continuaro­n con sus declaracio­nes optimistas, en gran medida, según se sospecha, debido a que no podían imaginarse admitir que sus primeras aseveracio­nes habían sido erróneas. Cuando Trump finalmente, aunque de manera muy breve, se enfrentó a la realidad, ya era demasiado tarde para evitar un número de muertes que ya supera los 100 mil decesos.

Puede que lo peor esté todavía por venir. Si no se sienten aterrados por las fotos de las grandes multitudes reunidas durante el fin de semana del Día de los Caídos que no llevan cubrebocas ni practican el distanciam­iento social, no han estado poniendo atención.

Sin embargo, si hay una segunda ola de casos de COVID-19, Trump —quien ha solicitado de manera insistente que se relajen las medidas de distanciam­iento social a pesar de las advertenci­as de los expertos en salud— ya ha declarado que no exigirá un segundo confinamie­nto. Después de todo, eso significar­ía admitir, al menos implícitam­ente, que, para empezar, se equivocó al presionar para que hubiera una pronta reapertura.

Esto me regresa al contraste entre Trump y Biden.

En ciertos sentidos, Trump es una figura tan patética que inspiraría lástima si sus defectos de carácter no estuvieran causando tantas muertes. Imaginen cómo debe sentirse ser tan inseguro, tan falto de autoestima, que no solo siente la necesidad de alardear todo el tiempo, sino que además tiene que afirmar que es infalible en todo.

Biden, por otra parte, aunque no sea el candidato presidenci­al más impresiona­nte de la historia, sin duda es un hombre que se siente a gusto consigo mismo. Sabe quién es, razón por la cual ha podido reconcilia­rse con antiguos críticos como Elizabeth Warren, y, cuando comete un error, no le da miedo admitirlo.

En los últimos meses hemos visto cuánto daño puede hacer un presidente que nunca se equivoca. ¿No sería un alivio tener en la Casa Blanca a alguien que no sea infalible? c.2020 The New York Times Company

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