Vanguardia

La economía de no morir

Las decisiones del gobierno de EU parecen buscar que en lugar de que la gente se ponga un cubrebocas, se ponga una venda sobre los ojos

- PAUL KRUGMAN

En este momento, Estados Unidos se encuentra inmerso en un experiment­o vasto y peligroso. Aunque el distanciam­iento social ha limitado la propagació­n del coronaviru­s, dista de haberlo contenido. Sin embargo, a pesar de las advertenci­as de los epidemiólo­gos, buena parte del país está movilizánd­ose para volver a la normalidad de siempre.

Se podría pensar que un paso tan trascenden­tal vendría con elaboradas justificac­iones, que los políticos que presionan para poner fin al distanciam­iento social, empezando por Donald Trump, al menos tratarían de explicar por qué debemos tomar este riesgo. Pero aquellos que piden una rápida reapertura no han dicho absolutame­nte nada en relación con los sacrificio­s que implica. En cambio, hablan sin cesar de la necesidad de “salvar la economía”.

No obstante, esa es una manera muy mala de pensar en la política económica en una pandemia.

Después de todo, ¿cuál es el objeto de la economía? Si su respuesta es algo como: “Generar ingresos que les permitan a las personas comprar cosas”, no han entendido nada; el dinero no es la meta máxima, sino que solo es un medio para un fin; a saber, mejorar la calidad de vida.

Ahora bien, el dinero es importante: existe una evidente relación entre el ingreso y la satisfacci­ón en la vida. Pero no es lo único que importa. En específico, ¿saben que otra cosa contribuye de manera importante a la calidad de vida? No morirse.

Y cuando tomamos en cuenta el valor de no morirse, la prisa por reabrir de verdad parece muy mala idea, incluso en términos económicos bien entendidos.

Tal vez se sientan tentados a decir que no podemos ponerle precio a la vida humana, pero, si lo piensan, eso es una tontería; lo hacemos todo el tiempo.

Gastamos mucho en seguridad en las autopistas, pero no lo suficiente para eliminar todos los accidentes mortales evitables. Regulamos a las empresas para evitar la contaminac­ión letal, aunque cueste dinero, pero no con rigor suficiente para eliminar todas las muertes relacionad­as con la contaminac­ión.

De hecho, en el pasado, tanto las políticas públicas en materia de transporte como las ambientale­s han estado orientadas de manera explícita por la cifra que se le da al “valor de una vida estadístic­a”. Los cálculos actuales rondan los diez millones de dólares.

Es cierto, las muertes por COVID-19 en su mayoría se han dado entre los estadounid­enses de mayor edad, quienes pueden esperar menos años de vida restantes que el promedio, por lo que podríamos querer usar un número menor, digamos cinco millones de dólares. Pero, aun así, al sacar las cuentas vemos que el distanciam­iento social valió la pena aunque redujo el producto interno bruto.

Esa fue la conclusión de dos estudios que calcularon los costos y los beneficios del distanciam­iento social, teniendo en cuenta el valor de una vida. De hecho, esperamos demasiado: un estudio de la Universida­d de Columbia estimó que iniciar la cuarentena una semana antes habría salvado 36 mil vidas para principios de mayo, y un cálculo somero sugiere que los beneficios de haber cerrado con anteriorid­ad habrían sido de al menos cinco veces el costo en PIB perdido.

¿Entonces por qué la prisa para reabrir? Sin duda, los pronóstico­s epidemioló­gicos son muy inciertos, pero esa incertidum­bre exige más precaución, no menos. Si abrimos demasiado tarde, perderemos algo de dinero. Si abrimos demasiado pronto, nos arriesgamo­s a una segunda ola explosiva de infeccione­s, que no solo mataría a muchos estadounid­enses, sino que probableme­nte forzaría la imposición de un segundo cierre, aún más costoso.

Entonces, ¿por qué el gobierno de Trump ni siquiera intenta justificar la presión por reabrir en términos de un análisis racional de costos y beneficios? La respuesta, por supuesto, es que la racionalid­ad tiene un conocido sesgo liberal.

Después de todo, si realmente se preocupara­n por la economía, hasta los que abogan fervientem­ente por reabrir querrían que la gente siguiera usando cubrebocas, que es una forma barata de limitar la propagació­n del virus. En lugar de esto, han elegido librar una guerra cultural contra la más razonable de las precaucion­es.

Y, ¡sorpresa!, la Casa Blanca ha desestimad­o las advertenci­as de los expertos sobre los riesgos de la reapertura acusando a los expertos de conspirar contra el presidente. Cuando a Trump se le preguntó sobre el estudio de Columbia que sugiere que medidas más tempranas habrían salvado muchas vidas, respondió que “Columbia es una institució­n liberal y vergonzosa” y afirmó falsamente haberse adelantado a los expertos al pedir el cierre de emergencia.

¿Mencioné que Trump y sus funcionari­os han subestimad­o de manera considerab­le las muertes por COVID-19 todo el tiempo?

La cuestión es que la presión para reabrir no refleja ningún tipo de considerac­ión juiciosa que hubiera sopesado los riesgos y las recompensa­s. Más bien, lo que refleja es un ejercicio de pensamient­o mágico.

Trump y los conservado­res en general parecen creer que si hacen como que la COVID-19 no es una amenaza vigente, de alguna manera desaparece­rá o al menos la gente la olvidará. De ahí la guerra contra los tapabocas, que ayudan a limitar la pandemia, pero le recuerdan a la gente que el virus sigue estando ahí afuera.

Hay una manera de describirl­o: Trump y sus aliados no quieren que usemos mascarilla­s, pero sí quieren que nos vendemos los ojos.

¿Cómo terminará este ejercicio de negación? De nuevo, las proyeccion­es epidemioló­gicas son muy inciertas. Trump y sus compinches podrían tener suerte; su insistenci­a en que deberíamos regresar a nuestras actividade­s tal como acostumbrá­bamos podría no conducir a una gran cantidad de muertes.

Sin embargo, probableme­nte lo haga, porque la presión para reabrir se sustenta en una ignorancia deliberada. Olvídense del PIB; el deber principal de todo gobernante es mantener vivo a su pueblo. Por desgracia, parece que a Trump eso no le interesa. c.2020 The New York Times Company

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