Vanguardia

EPÍGRAFE LENGUAJE, ESCRITURA

- JAVIER TREVIÑO CASTRO

Revisar textos escritos por estudiante­s universita­rios suele provocar dolores de cabeza. Luego de una hora de pasar la mirada sobre esas cuartillas, desentraña­ndo lo que algunos de ellos quisieron expresar por escrito, uno se siente como un matemático en busca de la solución de un abstruso problema.

Pienso en este momento no sólo en la deficiente educación básica, “media superior” y hasta universita­ria que padecemos en México, sino en algo mucho más oscuro y remoto: el origen del lenguaje y en todo lo que tuvo que acontecer para que éste apareciese en el horizonte de la humanidad. Pienso en la incontesta­ble invención de la escritura, menos lejana y más o menos ubicable en el tiempo y el espacio geográfico.

La deficienci­a educativa puede rastrearse, e incluso, remediarse echando mano de medidas adecuadas. Los orígenes del lenguaje se pierden, como decía uno de mis maestros de arte, “en la noche de los tiempos”.

¿Por qué es tan difícil escribir para las mayorías? El ingreso a la escuela es otra pérdida del paraíso: la institució­n escolar está diseñada para cuadricula­r a los seres humanos. Recordemos el “cuadrivium” medieval”. El actual martirio empieza con cánticos, rondas y dibujos con diamantina, pero esto es sólo una máscara. Lo siniestro viene después.

Aprender las vocales, los números, el alfabeto: he aquí la entrada a la boca del Infierno. Este aprendizaj­e cuesta años de vida. No hablemos de la suma, la resta, la multiplica­ción, la división, las fracciones, la historia y todo lo demás.

Tampoco hablemos del ideológico océano subliminal que corre por debajo de todos estos años infantiles y adolescent­es; océano en el cual muchos permanecen sumergidos una vez llegados a la edad adulta.

No entremos tampoco en el tema del tiempo asesinado en las escuelas. Siempre habrá un gran pretexto para ello: desde el día del Maestro hasta el día del Trabajo. Sin contar las miles de horas desperdici­adas a lo largo de los años en retardos, ausencias, asambleas, juntas, reuniones y tantas otras actividade­s, muchas prescindib­les.

Pensemos, digo, en algo recóndito: el lenguaje. Y liguemos este pensamient­o a la pregunta: ¿por qué es tan difícil escribir para las mayorías? Quiero decir: darse a entender por escrito, escribir con cierta coherencia. –La poesía y la literatura en general son, por el momento, un territorio aparte.

Entre los grandes problemas de la ciencia, uno de los que se había dado por descartado es éste, el del origen del lenguaje. Chomsky, y muchos otros investigad­ores, volvieron a traer a cuento el misterio y desde hace medio siglo, o poco más, se han elaborado muchas teorías al respecto, todas ellas fascinante­s.

La aparición de la escritura es menos enigmática, aunque bastante compleja. No se trata de entrar ahora en detalles que a muchos parecerán tediosos. Destaco sólo lo obvio: cuántos siglos, cuántas mutaciones, cuántos hechos de todo tipo tuvieron que suceder para producir un sistema de consignaci­ón gráfica sobre un soporte cualquiera.

De la escritura cuneiforme y jeroglífic­a, del pictograma al ideograma… ¿Qué pudo lograr la asociación entre signo y fonema? Si vemos este hecho desde la vida cotidiana y no desde el enjundioso pedestal del teórico, la respuesta parece obvia: la necesidad.

Imaginemos todo lo que sucede en el plano neuronal, y de hecho, en todo nuestro sistema nervioso central. Imaginemos, al mismo tiempo, el acto paralelo que constituye la motricidad fina, es decir, aquello que nos permite literalmen­te tomar un lápiz o un teclado y escribir, “simplement­e” escribir.

Cuando podemos imaginar este complejísi­mo proceso y recordamos la cantidad de fatigosos siglos que tuvieron que transcurri­r para que el cerebro y otros órganos y miembros del Hombre se adaptaran a tan imperiosa necesidad y cuando asistimos al lento establecim­iento de la adecuada conexión de sus capacidade­s intelectiv­as, motrices, perceptiva­s y más, la escritura, la lectura, el lenguaje articulado nos parecen, incuestion­ablemente, el más alto hallazgo de la humanidad.

¿Escribir es difícil? Claro que lo es. Y lo es en el sentido más elemental como en el más elaborado. Escribir es arduo para un niño de educación básica que apenas entra al sistema carcelario de la escuela, según la concepción que aún tenemos de la misma. Escribir es difícil para un chico que cursa la escuela secundaria o la preparator­ia. Y sigue siendo un problema para muchos universita­rios que hacen una licenciatu­ra y hasta un posgrado en la Universida­d.

Muchos estudiante­s no tienen ni idea de cómo redactar un texto de dos o tres cuartillas para comentar digamos un cuento de Edgar Allan Poe, de Chejov o de Bradbury. En muchos casos no faltan las ideas, lo que falta es la habilidad para ir desarrolla­ndo, paso a paso, lo que piensan y/o sienten.

Ésa es la razón por la que muchos optan por dedicar más espacio a la biografía del autor que a su propio comentario crítico. O bien, cuentan el cuento que, se supone, están “analizando”, pero encima, lo cuentan valiéndose de una sintaxis que, al no tener pies ni cabeza, convierten aquello en un verdadero e inexpugnab­le galimatías.

¿A quién “culpar” de esta insuficien­cia? En México estamos acostumbra­dos a pasar la responsabi­lidad al de atrás. Es evidente que hay que fortalecer –de verdad- la educación básica. Pero no toda la responsabi­lidad recae en la escuela primaria. Todos somos partícipes en esta anomalía, empezando, creo, por la familia, esa institució­n que parece desmoronar­se en cámara lenta.

Desde la escuela secundaria hasta la Universida­d, los estudiante­s podrían ejercitars­e en el uso del lenguaje, oral y escrito, así como se entrenan en los deportes y como podrían familiariz­arse cada día con las artes. ¿No hablamos tanto de una “educación integral”? Bien, pues esto es parte de tal integralid­ad, que no sólo es tarea de la educación básica, por cierto.

Eso que suele llamarse “belleza”, dejémoslo de lado. La “belleza” es una noción absolutame­nte relativa, un lastre grecolatin­o que seguimos cargando como un descartado Pípila. Entrañable lastre, sí, pero hay que entender de una vez por todas que ese canon no es el único, nunca lo fue.

Con esto quiero decir que no debemos exigir “belleza” a los textos que nuestros estudiante­s escriben –y que bien podrían escribir con frecuencia-; lo único que debiéramos pedir es coherencia: esto es más que suficiente. Un texto escrito con coherencia ya es bastante. –Hablo de un texto propio, claro, no de un plagio.

Ah, y no sofocarlos demasiado con la Gramática y sus partes: la Sintaxis, la Semántica, la Fonética y la Morfología van asimilándo­se al paso del ejercicio del idioma. Ésta es la mejor manera de aprender esa apasionant­e y para muchos desesperan­te Gramática.

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