Magia y leyenda
‘CATÓN’ CRONISTA DE LA CIUDAD
El salón de actos de San Juan Nepomuceno –ya no existe- se hallaba anexo al viejo templo de la Compañía. Después de un breve recibidor había un jardinillo que daba paso a las habitaciones de los severos padres ignacianos. A mano izquierda estaba aquel pequeño teatro.
Era humilde el salón, con humildad nada jesuita. Carecía de butacas: la gente se sentaba en largas bancas cuya dureza ponía a prueba las posaderas más heroicas. Tenía un reducido foro y un telón de manta cuyas carruchas hacían más ruido que la artillería de Hitler. No es casual esta asociación de ideas: la primera vez en mi vida que subí al palco escénico fue en el salón de actos de San Juan, el año de 1944, para representar un diálogo antibélico escrito por uno de los padres de la Compañía. Según el argumento, varias estrellas miraban desde lo alto los episodios de la Segunda Guerra, y hacían sesudas -y prolon-gadasconsideraciones filosóficas acerca de la maldad de los hombres y la segura extinción del género humano como castigo de Dios por aquella crudelísima efusión de sangre. Yo hacía el papel de Sirio; llevaba en el pecho una enorme estrella de cartón forrada con papel aluminio rojo. Me tocaba lamentar “el sino de Checoeslovaquia”. No tenía problema para decir la palabra “sino”, pero con Checoeslovaquia batallaba mucho.
Las paredes del salón estaban decoradas con grandes cuadros en tela, a modo de murales, pintados por un cierto Hermano Frías cuyo talento de pintor era muy encomiado. Me pregunto dónde estarán ahora esas pinturas. Alguien me dijo que fueron a dar a Monterrey. Representaban escenas de la vida de Colón. Creo recordar que en una de ellas el genovés les explicaba a los monjes de la Rábida el tour que se proponía realizar. En la otra aparecía el Almirante, triunfal, a su regreso a España, con los Reyes Católicos presentes. Alguna vez oí en mi casa esta leyenda: uno de los niños que estaban en el muelle admirando las naves de Colón era mi papá, escogido por el pintor como modelo entre los alumnos del Colegio de San Juan.
Los Padres de la Compañía eran muy cultos. Estimulaban todas las manifestaciones del arte, sobre todo el teatro. A invitación de ellos un grupo de buenos aficionados representó “El condenado por desconfiado”, de Tirso de Molina, complicadísimo drama en el cual se exponen intrincadas tesis teológicas sobre la predestinación y el libre arbitrio, tesis que no desentrañaría ni el mismísimo Aquinatense así resucitara sólo para ello.
Una dama cuyo nombre no ha recogido ninguno de los historiadores del teatro saltillense, doña Emma Fernández de Rodríguez, fundó ese grupo teatral con jóvenes de la Guardia de Honor del Santísimo Sacramento. La primera obra que el grupo llevó a escena se llamaba “El juramento del caudillo huronés”. Yo participé en ella.trata de la tarea evangelizadora de los jesuitas en los bosques del Canadá, entre los indios pieles rojas. Inútilmente busqué esa obra por doquier -así se dice cuando uno busca en todas partes-, y no la hallé. Hablé en un artículo de aquella búsqueda infructuosa. Cierto día recibí un paquete postal. En él venía “El juramento del caudillo huronés”. Lo había buscado y encontrado para mí un admirado y generoso amigo, Sergio Avilés, que me hizo de eso modo un espléndido regalo. (Nota: Tampoco he podido encontrar “El condenado por desconfiado”).