Vanguardia

Gente brava de la de Bravo

- ‘CATÓN’, CRONISTA DE LA CIUDAD

Vivió en los principios de los años veinte del pasado siglo. Su casa estaba por la calle de Bravo, entre Pérez Treviño −que entonces se llamaba Iturbide− y Múzquiz.

Se llamaba doña Matilde. Su apellido no lo he podido averiguar. Era una recia señora a quien las tormentas de la vida habían hecho fuerte. Viuda, no tenía más compañía que la de dos hijos ya grandes y solteros; uno un poco tonto, rematadame­nte loco el otro, gigante inofensivo que a pesar de su adulta edad seguía siendo niño.

Vestía doña Matilde conforme a la usanza de las mujeres del pueblo en aquel tiempo: una saya larga fajada a la cintura y una blusa suelta que le cubría hasta un poco más abajo de la cintura. Doña Matilde era habladora, amiga de chismes y cotilleos. Se metía en enredos de comadres, siempre andaba en dimes y diretes con el vecindario. Eran famosos sus pleitos con otras mujeres de su mismo talante y natural. Cierto día una le gritó al discutir con ella de acera a acera:

-¡Lo que pasa es que es usted una vieja mula!

-¿Mula yo? −replicó engallada doña Matilde−. ¡Sépase usted, cabrona, que he parido 18 veces!

Barrio muy popular y populoso era ése de la calle de Bravo. Procuraré decir de sus vecinos, según la traza que he sacado de diversas fuentes. En la misma cuadra de doña Matilde vivía una buena señora, doña Romulita Tejada. Era madre de un personaje famoso y conocido, el licenciado Manuel Rodríguez Tejada, llamado por todos “Manolín”. Este señor tenía aficiones poéticas −profesaba la cátedra de Literatura en el Ateneo Fuente−, y tenía también etílica afición. No sé cuál de los dos, Baco, dios del vino, o Erato, musa de la poesía lírica, fue causa de que con los años a Manolín se le anublara la razón. Dio entonces en peregrinas ocurrencia­s que asombraban a todos, y a todos les suspendían el ánimo. Decía, por ejemplo, que estaba entregado a una audaz empresa del pensamient­o que nadie en la historia de la Humanidad había intentado: iba a demostrar matemática­mente, por medio de ecuaciones algebraica­s, la virginidad de María.

Tres hijas tenía doña Romulita, y por lo tanto tres hermanas tenía Manolín. Las tres eran solteras. Llamábase la primera Luz. Era, a más de soltera, solitaria. Metida en sí misma, no gustaba de conversaci­ones. Rehuía el trato aun de los suyos. Tenía en su cuarto una balumba de libros que trataban de hierbas curativas; los leía una y otra vez, y de ellos sacaba recetas para hacer tisanas, pócimas, elíxires, julepes y otros variados remedios que vendía a los vecinos. Con el dinero compraba más libros.

Pepa, la segunda, había sido maestra normalista. Al decir de la gente una pasión contrariad­a la privó de la razón. Vivía como en otro mundo, sin darse cuenta de los afanes y mezquindad­es de éste. Muchos loquitos había entonces en Saltillo. En la cifra de ellos cuenta esta pobrecita Pepa, que para nada más contaba.

La tercera hermana de Manolín, la más joven, era Chita. Vivaz, gustaba de fiestas y saraos. Usaba corsé, y en virtud de que su hermano, el licenciado Rodríguez, no se abajaba a la tarea de apretársel­o, debía llamar en su ayuda a algún mozalbete de las casas vecinas para que cumpliera la tarea de atarle con fuerza las cintas del corsé. No se afrentaba Chita de que la vieran en ropas muy menores aquellos excitables jovenzuelo­s. Ella lo que quería era lucir en el baile su cintura de odalisca o hurí.

¿Quiénes más vivían en aquel barrio tan bonito de la calle de Bravo, hace un siglo más o menos? Vivía el prestigios­o licenciado don Marín Treviño. Vivía el padre Robles, cura de la Parroquia del Sagrario, de la Catedral. Vivía don Marcos Recio. Vivía un señor al que llamaban “Mano Queño”, fabricante de velas de estearina. Vivían los padres del coronel Jesús Guajardo, aquel que en Chinameca le quitó la vida a Emiliano Zapata. Se fueron todos ya. Luego los alcanzarem­os.

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