Vanguardia

Hablemos de Dios 165

- JESÚS R. CEDILLO

Nombrar a Dios. Con este texto, ya tenemos cinco o seis columnas tratando, intentando nombrar a Dios, encontrar su nombre de pila y entonces y sólo entonces, dirigirnos a él. Lamentable­mente, Dios no es Dios, no tiene nombre. Al menos, no tiene nombre terreno. ¿Existe entonces? ¿Es creación humana no divina? Lo anterior le he platicado con el hidalgo saltillens­e, don Javier Salinas no pocas ocasiones.

Derecho humano: tener nombre. ¿Apellido? Mmh, tal vez sea intrascend­ente. Pero no el nombre, sí, nombre de batalla en el campo minado y feroz que es la tierra. Tener nombre. Lo dijo el divino ciego Jorge Luis Borges: para ser escritor primero hay que tener nombre de escritor. El viejo mula y socarrón de Borges, se burló de la escritura de Gabriel García Márquez. Su nombre tampoco le “rimó”, por así decirlo.

¿Qué es estar muerto? Eso: sin nombre, sin vida, sin voz, sin palabra. El silencio es eterno. Lo contrario es eso: la vida vocinglera. Ser o no ser lo dijo el poeta William Shakespear­e para la eternidad. Avanzamos: somos dueños de nuestro ser –no siempre– ¿y nuestro nombre? Pues tótem, es básico. El nombre es o debería de ser piedra angular: Jesús, Alejandro, Pablo. Y así los recordamos: Jesús, el Cristo nacido en Belén. Alejandro, el más grande, el magno, el de Macedonia; Alejandro de Macedonia. Pablo, el nativo de Tarso, Pablo de Tarso…

En fin son cosas que usted ya sabe. Por eso, cuando los hermanos judíos eran perseguido­s en la historia de la humanidad y los mataban como moscas, para medio esconder su linaje y no ser masacrados, adoptaban un apellido toponímico. Es decir, ante el temor de que fuesen pasados a cuchillo en esta América siempre bárbara y al preguntarl­es de su nombre y apellido, se asumían de la siguiente manera: soy Manuel, el del monte más inmediato, el del monte alto, el del monte mayor: Manuel Montemayor. Soy Manuel… de las flores. Manuel Flores. Soy Manuel, el que vive junto al río con garzas. Manuel Garza. En fin.

Insisto: tener nombre es pertenecer­se a sí mismo. Ser uno mismo. Ser es tener sustancia, consistenc­ia; sí, ser sal: el sabor de la sustancia de la vida. Y como siempre, es un poeta, el más alto de México (injustamen­te olvidado por todos. Máxime cuando el villano de Macuspana, Andrés Manuel López Obrador, desde su poder brutal, tal vez da esa orden: no nombrarlo, no reeditarlo, olvidarlo), el Nobel de las Letras, Octavio Paz, quien tiene un poema, un fabuloso díptico, “La caída”, dos sonetos encabalgad­os. Y lea usted, dedicados a ese poeta de bronce y linfa enferma, Jorge Cuesta. Quien usted lo sabe, se suicidó a temprana edad. Portentoso es su poemario “Canto a un Dios mineral”.

El díptico del poeta Octavio Paz escrito en versos endecasíla­bos, abre puertas secretas y nos acerca el mismo universo. Somos esencia, sustancia, vida, alimento. Sí, somos la sal de la tierra. Lea usted…

Pierde el alma su sal, su levadura, En concéntric­os ecos sumergida, En sus cenizas anegada, obscura.

ESQUINA-BAJAN

¿Nos podemos perder, perdemos diario un poco nuestra alma? Caray, sin duda. Diario tal vez nos perdemos. En el tráfago de la ciudad, en la selva y bosque de cemento y hormigón, en los palomares de viviendas que habitamos –colonias, colmenas para obreros–, nos perdemos a nosotros mismos y diario en el caótico transporte urbano. En fin, nada nuevo. Lea usted al poeta…

Prófugo de mí ser que me despuebla La antigua certidumbr­e de mí mismo, Busco mi sal, mi nombre, mi bautismo, Las aguas que lavaron mi tiniebla.

Relea por favor el tercer endecasíla­bo: “Busco mi sal, mi nombre, mi bautismo”. Por cierto, el pajarillo aquel de la vieja tonada de Napoleón, la señorita la cual vendía su amor al mejor postor bajo de un farol noche tras noche, era “No Name”, no tenía nombre. Nunca supimos su nombre. Somos sustancia, la sal de la tierra, su olor y sabor. Pro eso el poeta nos advierte de eso, buscar y encontrar nuestro rumbo, nuestro nombre, nuestro bautismo y renovar nuestros votos de sabor a sal, a sustancia: ser humanos plenos con nombre.

¿Y entonces por qué Dios se nos esconde en sus letras? ¿Quién inventó el nombre de Dios, tan pleno, rotundo y secreto, el cual no podemos nombrar? No, nadie conoce el nombre de Dios. Necesitarí­amos una buena máquina computador­a y hacer como los monjes tibetanos del texto de Arthur C. Clark, hacer todas las combinacio­nes posibles y encontrar los “Los nueve mil millones de nombres de Dios”, estos monjes del texto de Clark tenían 300 años haciendo listas de los nombres de Dios, al encontrar el nombre cierto y correcto, se puede cerrar para siempre el universo y ver apagarse las estrellas una a una en el firmamento y habitar la eternidad…

LETRAS MINÚSCULAS

Uno de los mejores y más grandes poemas jamás escritor por humano alguno, es “Piedra de sol” de Octavio paz. Lea usted uno de sus versos poderosos y eternos: “lo que llamamos Dios, el ser sin nombre”. Le creo.

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