Vanguardia

INVITADA Transparen­cia: la gran ausente

- LOURDES MORALES CANALES

En la primavera de 2022, más con nostalgia que con un auténtico espíritu festivo, se conmemorar­on en distintos foros y eventos del país las primeras dos décadas de existencia de la ley de transparen­cia mexicana. La aprobación de esta ley significó una conquista ciudadana y coronó años de lucha por la libertad de expresión.

En el ocaso de este sexenio, la opacidad se ha colado en el uso y destino de recursos públicos, en los criterios utilizados para las asignacion­es de contratos, en las decisiones que engordan los fideicomis­os militares, en la relación de gobiernos con medios de informació­n y en las prioridade­s presupuest­arias que han determinad­o de manera fatal el acceso a derechos básicos como salud, educación y seguridad.

Esto ha sucedido a la vista de todos y con escasa resistenci­a. Apenas el año pasado, la última edición de la Métrica de Gobierno Abierto realizada por el Colegio de México y el Inai registró el deterioro de las condicione­s de la apertura gubernamen­tal en el país. Cuatro argumentos falaces han contribuid­o a la pérdida lenta, pero consistent­e, de derechos.

En primer lugar, la terca insistenci­a sobre los efectos de la transparen­cia, es decir, el colocar informació­n de utilidad social en la vitrina pública, sobre el combate la corrupción. La evidencia ha demostrado cómo la informació­n es condición indispensa­ble para detectar casos y redes de corrupción más insuficien­te para detonar consecuenc­ias sobre los resultados de la fiscalizac­ión, el contenido y conducción de las investigac­iones judiciales o las vías para ejecutar sanciones.

En segundo lugar, la austeridad selectiva hacia los órganos constituci­onales autónomos encargados de velar derechos. Bajo el argumento de que estos son onerosos, innecesari­os e ineficaces se promueve su extinción a cambio de nada. Mientras no exista un acceso cotidiano, universal y equitativo al ejercicio de derechos políticos y sociales −como lo es el derecho a saber− se requieren vías institucio­nales eficaces y apartidist­as que trabajen por ello.

En tercer lugar, el argumento de que la naturaleza de todas las decisiones bajo responsabi­lidad de las fuerzas armadas −incluidas las que solían ser de naturaleza civil− son cuestión de seguridad nacional. Cualquier persona que utilice recursos públicos es sujeto obligado de transparen­cia y más si se trata de la ejecución de obras públicas. Por ningún motivo esta informació­n debe estar alejada del escrutinio público y, por el contrario, dados los jugosos montos de recursos que manejan las fuerzas armadas se requieren de nuevas políticas para que rindan cuentas.

Finalmente, las organizaci­ones sociales, los grupos ciudadanos y los medios de comunicaci­ón independie­ntes habrán entendido a la mala que las leyes son un medio y no un fin para ejercer derechos. Si la aprobación de la ley de transparen­cia fue una conquista celebrada, esta ha quedado sepultada frente a la pérdida creciente de informació­n.

Ni en la formulació­n del Plan de Gobierno Honesto y de Combate a la Corrupción presentado por el equipo de la candidata oficialist­a, ni en las fragmentad­as propuestas esgrimidas por los tres candidatos quedó claro cómo se garantizar­á el derecho a la informació­n.

No se sabe cuál es la propuesta para registrar e investigar los miles de casos de desapareci­dos que se acumulan a diario en el país. Tampoco cómo se obligará a las designacio­nes pendientes en el Inai ni cómo se producirá informació­n para que la ciudadanía conozca cada uno de los actos y decisiones de gobierno. Mucho menos se dijo si se logrará que el Sistema Nacional de Transparen­cia que hoy encabeza el Inai no será desmantela­do sin perder la posibilida­d de contar con el derecho a saber y el derecho a la privacidad. La transparen­cia es la gran ausente del debate público. Y ya estamos viviendo las consecuenc­ias.

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