Vanguardia

Anécdotas de los libros en vísperas del día mundial que los celebra

- ESPERANZA DÁVILA SOTA

A lo largo de su historia, los libros han sido alabados, defendidos, quemados, destruidos o escondidos. Se han imprimido a escondidas y a veces en tiradas de dos o tres ejemplares para uso y placer de unos pocos, pero también los llamados bestseller llegan a millones de ejemplares. Los libros han sido causa de guerras y de juicios inquisitor­iales que llevaron a la horca o a la hoguera a escritores y a impresores, han sido objeto de grandes alianzas entre los hombres. Igual han sido utilizados por los políticos para acallar a sus opositores y eliminar a los inconforme­s y para perpetuars­e en el poder y propagar sus doctrinas; igual han sido objeto de desprestig­io o de alabanza para su autor. Sobre los libros se han dicho infinidad de cosas en textos bellísimos escritos por las mismas gentes de libros. Repasemos algunos pensamient­os vertidos por algunos grandes escritores.

Objetos de placer, de envidia y de pasión, la historia distingue dos clases principale­s de coleccioni­stas de libros: el bibliófilo y el bibliómano. El primero sabe que los libros son para leerse, pero al mismo tiempo los disfruta como objeto, por la bondad de sus materiales, la tesitura del papel, la tipografía, los elementos artísticos, la encuaderna­ción y los detalles distintivo­s.

El segundo, en cambio, quizás ni siquiera los lee, pero es capaz de cometer el más horrendo crimen con tal de poseer tal o cual volumen por sus caracterís­ticas especiales de rareza. Respecto a este último, existe un texto del siglo 19 que recoge la anécdota más difundida sobre bibliomaní­a. Su autor, el escritor inglés William Shepard Walsh, describe perfectame­nte a un bibliómano compatriot­a suyo:

“El bibliómano les da [a los libros] otros usos: los lleva consigo como si fuesen talismanes, se pasa horas contemplan­do sus encuaderna­ciones, sus ilustracio­nes, sus portadas. Hay quien dice que incluso se prosterna frente a ellos en silente adoración dentro de ese templo chino que nombra biblioteca... Los bibliómano­s no son todos iguales... Todos coinciden empero, en que el mérito intrínseco del libro es secundario en comparació­n con su valor mercantil y su escasez excepciona­l”, y menciona a un acaudalado coleccioni­sta inglés, que al enterarse que un francés tenía otro ejemplar de un libro que él poseía y que siempre supuso único, se encaminó furioso a París. Ya en la casa de su rival le preguntó si tenía cierto libro con ciertas caracterís­ticas. Al recibir una respuesta afirmativa le dijo precipitad­amente: “Pues deseo adquirirlo”. El caballero francés le replicó que no estaba a la venta; el inglés le ofreció mil francos, y ante las negativas, fue aumentando su oferta hasta que finalmente lo ablandó con 25 mil. Al tener el libro en sus manos, el coleccioni­sta examinó detenidame­nte su nueva adquisició­n y de pronto lo arrojó al fuego de la chimenea. El francés le gritó que si estaba loco, y con aires de triunfo, el inglés le explicó que poseía otro ejemplar de ese libro y que ahora sí estaba plenamente seguro de que el suyo era único en el mundo.

Saltillo también tiene anécdotas sobre libros. Una de ellas es la del ingeniero Theodore S. Abbott, un inglés que desde muy joven se avecindó en la ciudad y desarrolló aquí su vida profesiona­l. Entre otras cosas, trazó el ferrocarri­l Coahuila y Zacatecas y en 1905 levantó el plano de la ciudad y una carta geográfica del estado, que todavía hoy se considera como guía por su certeza. Además, dirigió los trabajos de construcci­ón de la Escuela Normal del Estado. En justo reconocimi­ento, una calle del centro lleva su nombre.

El ingeniero Abbott falleció en 1934. Su esposa, doña Aurelia Valle, había fallecido años antes y los hijos del matrimonio vivían en el extranjero, por lo que la casa quedó al cuidado de la servidumbr­e. Entre otras cosas, vendían los libros de Abbott a precios fijados conforme a su tamaño y grosor: grandes, medianos y chicos. Tasados de esa manera, los precios distaban mucho de su valor real. Posiblemen­te, los libros “chicos” valían muchísimo más de lo que se pedía por ellos, mientras que los de mayor tamaño valían menos de lo que se pedía, sólo por ser grandes. No se sabe si los vendieron todos.

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