Vanguardia

Saber lo que se debe saber

- ARMANDO FUENTES AGUIRRE ‘CATÓN’, CRONISTA DE LA CIUDAD

El párroco de aquel lindo lugar iba a salir del pueblo. A petición de los vecinos se vio en la precisión de dejar su sitio a un nuevo cura.

Llegó éste, y le preguntó al cesante cuál era la razón de que los comarcanos no dejaban que ningún cura durara en la parroquia. Mientras hacía su equipaje el saliente le explicó:

-Mira: aquí todos los vecinos son buenos católicos, gente de mucho bien y poco mal. Son de natural pacífico, amables, bondadosos. Y son humildes, poco ilustrados, pues no necesitan más ciencia que la de cultivar la tierra y esperar la lluvia que nos envía Dios. Pero hay entre ellos un hombre revolvedor e inquieto. Tampoco él es de mala fe, pero se cree más sabio que los otros, y todos lo tienen en ese concepto. No sabe nada ese buen hombre, pero piensa que todo lo sabe, y no admite que pueda haber alguien que sepa más que él. A mí me dijo que en mis sermones nunca paso de cuatro evangelist­as: Mateo, Marcos, Lucas y Juan, y que aun de esos cuatro libros sólo alcanzo a decir: “Capítulo 2, versículos del 6 al 15”, y así. No sé qué espera ese criticón, el caso es que nomás empezaba yo a hablar él comenzaba a mover la cabeza con desaprobac­ión; se levantaba de su sitio y se salía del templo, y todos atrás de él. Y ahí va la carta a Su Excelencia con las firmas pidiendo mi renuncia y el envío de otro cura.

Se quedó el recién llegado meditando aquello para dar con el intrínguli­s de la cuestión. Al día siguiente se presentó a decir su primer sermón. Subió al púlpito y pronto descubrió, sentado en la primera fila y mirándolo con expectante­s ojos críticos, al sabidor del pueblo, según se lo había descrito su colega. Sin verlo se dirigió a toda la congregaci­ón:

-Lectura del Santo Evangelio según San Melquiades; capítulo 50 mil 800, versículos del 781 al 922.

Una expresión atónita se dibujó en el rostro del sapiente. Jamás había oído hablar del Evangelio de San Melquiades, ni sabía que tuviera más de 50 mil capítulos, y tal abundancia de versículos. Todo el pueblo fijaba la mirada en él, esperando su señal acerca de la calidad del nuevo cura. La expresión de asombro se convirtió en otra de admiración. Volvió la vista el sabio a la asamblea e hizo movimiento­s afirmativo­s de cabeza, como hacían en las películas mexicanas los señores de edad madura cuando empezaba a cantar Pedrito Infante, para significar que lo hacía muy bien. En ese momento supo el nuevo cura que había triunfado del enemigo malo y que después de tres o cuatro demostraci­ones más como ésa podría volver a la ortodoxia, pues con la impresión inicial que causó tenía asegurada su permanenci­a en aquella pingüe parroquia que tan buenos estipendio­s rendía a quien la servía bien.

De este cuentecill­o pertenecie­nte a la vieja tradición derivó una enseñanza. Hay quienes creen que la sabiduría consiste en saber muchas cosas. Se equivocan. La verdadera sabiduría consiste en saber lo que necesitas, y en aplicar ese conocimien­to en el momento justo. Lo demás es oropel; vana sabiduría de las que condena el sabio que escribió el Eclesiasté­s.

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