Vanguardia

EL PRIVILEGIO DE SER ALUMNO DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

- JAVIER FUENTES DE LA PEÑA

El viernes 18 de septiembre de 1998 parecía ser un día común y corriente, pero todo cambió cuando recibí una llamada telefónica. “Buenos días Javier. Hablo de Monterrey para informarte que has sido selecciona­do para participar en el seminario de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoameri­cano que impartirá el colombiano Gabriel García Márquez. Te esperamos el próximo lunes, a las nueve de la mañana en el Museo de Arte Contemporá­neo”. Al principio la emoción me arrebató el habla, pero después de unos instantes la recobré para agradecer incansable­mente la oportunida­d que me habían brindado.

El día del ansiado curso llegó. Temeroso de que alguien más ocupara mi lugar, llegué a la cita una hora antes. Después de pasar por un efectivo grupo de guardias que se extrañaron por mi extrema puntualida­d, entré a la sala en la que se celebraría el seminario. Todavía no podía creer que fuera a convertirm­e en alumno de un ganador del Premio Nobel de Literatura, y como no había nadie en ese lugar, comencé a dudar sobre la verdadera realizació­n del seminario. En ese instante llegó una de las periodista­s invitadas y me preguntó : “¿Aquí va a ser el taller con García Márquez ?”. Mis dudas se disiparon, pero aumentó mi ansiedad por conocer a mi escritor predilecto.

Uno a uno fueron llegando los demás periodista­s invitados, hasta que al fin, un señor canoso, de bigote profuso y de cabellos alborotado­s entró a la sala. Era García Márquez. Mi corazón comenzó a acelerarse y no pude evitar que los nervios se apoderaran de mí. Después de haber saludado a cada uno de nosotros, tomó su lugar y comenzó a mencionar nuestros nombres para conocer nuestra experienci­a en el periodismo. En la sala reinaba un ambiente de tensión. Todos esperábamo­s en silencio a ser nombrados. “Javier Fuentes, de Saltío, Cahuila”. El hielo se rompió y todos nos sentimos más tranquilos, pues nos dimos cuenta que ante nosotros teníamos a un hombre, que a pesar de ser genio literario, no dejaba de ser alguien común y corriente que gustaba de hacer bromas y de disfrutar la vida.

Antes de empezar el curso yo imaginaba que Gabo, al ser uno de los novelistas más grandes de habla hispana, tenía que ser una persona muy especial. Sin embargo, bastaron unos cuantos minutos para darme cuenta que es un ser humano sencillo, que le tiene pánico a los aviones y a la anestesia y que lejos de vanagloria­rse por sus logros, se siente incómodo con la fama que le han dado sus historias.

El curso fue algo informal y consistió más bien en una charla entre amigos alrededor de experienci­as dentro del periodismo. A pesar de que no existía un programa determinad­o, durante los tres días que duró el seminario aprendí más de lo que pudo haberme enseñado cualquier maestro en la universida­d.

La principal enseñanza de García Márquez fue la de amar al oficio más bello del mundo. El siempre vivió tomando en cuenta este mandamient­o y a pesar de que su padre le decía que los escritores se morían de hambre y de no recibir ni un solo quinto por la publicació­n de sus libros hasta los 43 años, siempre estuvo convencido que no quería dedicarse a otra cosa más que a escribir. Cuando iba a mandar “Cien años de soledad” a su casa editorial, sólo le alcanzó el dinero para mandar la mitad de las 700 páginas por correo. “Entonces nos fuimos a la casa y Mercedes sacó lo último que nos faltaba para empeñar que era el calentador que yo usaba para escribir, porque yo puedo escribir en cualquier circunstan­cia menos con frío; el secador que ella usaba para la cabeza; y la batidora que había usado para hacerles los jugos de fruta a los niños. Gracias a eso pudimos enviar por correo el resto de la novela. Y yo me di cuenta que cuando salimos del correo, Mercedes estaba verde de encabronam­iento y me dijo: ‘¡Ahora lo único que me falta es que esta novela sea mala!’”, contó Gabo.

“El secreto de la longevidad” –continuó el Nobel colombiano- “es hacer toda la vida lo que verdaderam­ente nos gusta hacer. Si un niño escoge un juguete, y tú le garantizas que lo podrá tener para siempre, su felicidad está asegurada”.

Por fortuna yo ya encontré el juguete que me hace feliz, sólo espero que el tiempo no se atreva a arrebatarl­o de mis manos.

Hoy, cuando recién se cumplieron diez años del fallecimie­nto del genio de Aracataca, doy gracias a Gabo por sus enseñanzas sobre el periodismo, pero principalm­ente, le doy las gracias por sus lecciones de vida.

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