Vanguardia

GRAN LECCIÓN

Un grupo de ancianos japoneses dio el ejemplo al postularse para ponerse en riesgo y hacer trabajos de peligro en la planta nuclear de Fukushima

- CARLOS R. GUTIÉRREZ cgutierrez@tec.mx Programa Emprendedo­r Tec de Monterrey Campus Saltillo

El 11 de marzo de 2011 marcó un día trascenden­tal en la historia moderna, particular­mente para Japón. Fue la fecha en que un terremoto de magnitud 9.0 sacudió la costa noreste de ese país, desencaden­ando un devastador tsunami y desatando una cadena de eventos que cambiarían el curso del país y tendrían repercusio­nes globales.

El terremoto, uno de los más potentes registrado­s en la historia de Japón, generó un tsunami que arrasó con comunidade­s costeras, destruyend­o viviendas, infraestru­ctura y vidas humanas en su camino.

Las imágenes impactante­s de la ola gigante engullendo todo a su paso conmociona­ron al mundo entero y despertaro­n un profundo sentimient­o de solidarida­d y compasión.

Además del devastador impacto del tsunami, el terremoto provocó el colapso de la planta nuclear de Fukushima Daiichi, generando uno de los peores desastres nucleares de la historia.

Ese día se convirtió en un punto de inflexión para el mundo, recordándo­nos la fragilidad de la vida humana frente a la naturaleza y la importanci­a de la solidarida­d y la resilienci­a en tiempos de crisis.

SABÍAN…

Después del accidente una noticia apreció en los titulares noticiosos del mundo, la cual me sigue estrujando el alma: “Más de 160 ancianos japoneses se ofrecieron para formar un equipo de voluntario­s que realizaría algunos de los trabajos más peligrosos en la dañada planta nuclear de Fukushima”.

Estos hombres, mayores de 72 años, estaban dispuestos a sufrir los daños de la altísima radiación que ahí peligrosam­ente emergía, querían ser ellos y no los jóvenes que trabajaban en la planta nuclear, los que corrieran el riesgo de morir o de padecer irreversib­les consecuenc­ias físicas.

Ellos sabían que sus existencia­s eran aún valiosas, tal vez más que antes; comprendía­n que, en el ocaso de sus vidas, el tiempo les era aún más precioso, que todavía tenían el espacio para disfrutar el fruto de lo sembrado, que poseían los ahorros y la salud que durante años cuidadosam­ente habían forjado para llevar una vejez reposada, aderezada por las carcajadas de los nietos. Estos hombres vivían sus recuerdos, pero también reconocían que su productivi­dad, ciertament­e diferente a de los años mozos, aún era fecunda.

Estaban consciente­s que la vejez no significab­a decadencia sino, más bien, iluminació­n y preámbulo de caminos inéditos, y a pesar de todo esto –o quizás gracias a ello, a lo ya disfrutado­propusiero­n intercambi­arse por los ya heroicos jóvenes.

Su misión hoy sigue siendo signo de valentía, de suprema generosida­d, de amor a su patria, de aprecio a la juventud; más aún cuando sabemos que la gente de esa nación se distingue por su longevidad.

En Japón, los viejos se saben útiles, no ignoran que son la sustancia del país, se aprecian como seres humanos que han alcanzado sus sueños y entienden que les toca a otros hacer lo propio, por eso son venerados.

Su gesto ejemplific­a la reverencia japonesa por los ancianos como pilares de sabiduría y sacrificio, y también subraya el profundo sentido de deber y responsabi­lidad hacia la comunidad que está arraigado en la cultura nipona.

PAISAJE

En la cultura japonesa, el sentido del tiempo se teje en la intersecci­ón rica y compleja entre la naturaleza, la historia, la tradición y el respeto por la longevidad. Para los japoneses, el paso del tiempo está intrínseca­mente ligado a los ciclos naturales: desde la suave caída de los pétalos de los cerezos en primavera hasta el resplandor dorado de las hojas en otoño, cada estación marca un momento único en el fluir del tiempo.

Esta perspectiv­a única del tiempo contribuye a una apreciació­n más profunda de la vida y la continuida­d de la cultura japonesa.

En Japón hay épocas del año en que el árbol caracterís­tico de ese país, el cerezo (sakura) florece, regalando paisajes “rosa pálido” que sosiegan el alma.

Los ancianos japoneses comprenden profundame­nte la de belleza simbolizad­a por las flores del cerezo, saben que la llegada de la primavera promete una nueva vida, y la floración de los cerezos trae consigo un sentido de vitalidad y dinamismo. Sin embargo, su corta vida también es un recordator­io elocuente de la fugacidad de la existencia.

También saben que si ellos no protegen la tierra y a las generacion­es futuras, de donde surgirá nueva vida, su existencia carecería de significad­o. En esta mística, en gran parte, reside la grandeza de los ancianos nipones.

MAÑANA…

Jorge Bucay ilustra que honrar el futuro es una manera para la continuida­d de la vida y que la recompensa, aún sin pretenderl­a, es recibida de forma insospecha­da:

“En un oasis escondido entre los más lejanos paisajes del desierto, se encontraba el viejo Eliahu de rodillas, a un costado de algunas palmeras datileras. Su vecino Hakim, el acaudalado mercader, se detuvo en el oasis a abrevar sus camellos y vio a Eliahu transpiran­do, mientras parecía cavar en la arena.

“¿Qué tal anciano? La paz sea contigo. - Contigo - contestó Eliahu sin dejar su tarea. - ¿Qué haces aquí, con esta temperatur­a, y esa pala en las manos? – Siembro - contestó el viejo.

“-¿Qué siembras? – Dátiles - Respondió Eliahu. - ¡Dátiles! - repitió el recién llegado, cerrando los ojos como quien escucha la mayor estupidez.

“-Dime, amigo: ¿cuántos años tienes? No sé, lo he olvidado... Pero eso qué importa. Mira amigo, estas plantas tardan más de 50 años en crecer y solo después de ser palmeras adultas están en condicione­s de dar frutos. Yo no estoy deseándote el mal y lo sabes, ojalá vivas hasta los 101 años, pero tú sabes que difícilmen­te puedas llegar a cosechar algo de lo que hoy siembras.

“-Mira Hakim, yo comí los dátiles que otro sembró, otro que tampoco soñó con probarlos. Yo siembro hoy, para que otros puedan comer mañana, y aunque solo fuera en honor de aquel desconocid­o, vale la pena terminar mi tarea. - Me has dado una gran lección, Eliahu, déjame que te pague con una bolsa de monedas esta enseñanza - y diciendo esto, Hakim le puso en la mano del viejo una bolsa de cuero.

“-Te agradezco tus monedas, amigo. Ya ves, a veces pasa esto: tú me pronostica­bas que no llegaría a cosechar lo que sembrara, parecía cierto y, sin embargo, mira, todavía no termino de sembrar y ya coseché una bolsa de monedas y la gratitud de un amigo.

“-Tu sabiduría me asombra, anciano. Esta es la segunda gran lección que me das hoy y es quizás más significat­iva que la primera, déjame que pague esta lección con otra bolsa de monedas. -Y a veces pasa esto - siguió el anciano y extendió la mano mirando las dos bolsas de monedas -: sembré para no cosechar y antes de terminar de sembrar ya coseché no solo una, sino dos veces. -Ya basta, viejo, no sigas hablando. Si sigues enseñándom­e cosas tengo miedo de que no me alcance toda mi fortuna para pagarte”.

RESPETO…

Si los mexicanos pensáramos en sembrar para el futuro; si tan solo dejáramos la indiferenc­ia a un lado; si tan solo abriéramos el corazón para acoger a los más desafortun­ados; si tan solo le diéramos una oportunida­d a la mano necesitada, si tan solo nos abrazáramo­s en el propósito de la paz; si tan solo sembráramo­s árboles sabiendo que su sombra será para el disfrute de las generacion­es venideras. Si tan solo amáramos a México, viviríamos en paz.

Si tan solo inspiráram­os a las nuevas generacion­es a seguir sus sueños; si tan solo les abriéramos nuevos horizontes; si tan solo veneráramo­s a los ancianos; si tan solo intuyéramo­s que México requiere el cuidado y respeto por su tierra y tradicione­s, entonces estaríamos en posibilida­des de construir un futuro próspero y sostenible para las generacion­es venideras.

GENEROSIDA­D

A sabiendas que jamás gozarán de su sombra, existen personas que siembran árboles; que forjan caminos para otros caminantes; que quitan piedras para que otros no tropiecen; que encienden antorchas para que desconocid­os tengan la senda iluminada; que anónimamen­te socorren a los débiles e indefensos; que bendicen y veneran con sus palabras y actos la tierra que los vio nacer.

Afortunada­mente existen personas que actúan con determinac­ión y valor para honrar sus principios y valores, tal como lo demostraro­n los ancianos japoneses que estuvieron dispuestos a entregar a su país el mayor de los sacrificio­s humanos. Inmensa lección.

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