Vanguardia

Entre la autoafirma­ción y la mercantili­zación

- ANA ISABEL PÉREZ-GAVILÁN

El ego, ese mediador freudiano entre nuestras pulsiones primitivas y las normas sociales, ocupa un lugar central en la vida de todo ser humano, pero en el mundo del arte, adquiere una dimensión particular­mente compleja. El artista, en su búsqueda de autenticid­ad y expresión, se enfrenta constantem­ente a las fuerzas de su propio ego, que puede alternar entre ser una fuente de fortaleza creativa y un obstáculo tóxico.

En el ámbito artístico, el ego no es meramente un aspecto psicológic­o; es una herramient­a esencial. Como señalaba Freud, el ego negocia entre el ID, fuente de nuestros impulsos más básicos, y el Superego, que intenta adecuar nuestro comportami­ento a las normas sociales. Para el artista, esta negociació­n se traduce en un constante estira y afloja entre la autenticid­ad personal o las expectativ­as externas.

El cineasta, artista y psicomago Alejandro Jodorowsky ha explorado profundame­nte esta idea, rechazando la tentación de convertirs­e en un “Gurudowsky” y optando por mantenerse fiel a su esencia, lejos del ego que demanda reconocimi­ento. La verdadera creación artística, sugiere, emerge cuando el artista se conecta con su ser más profundo, no cuando está atrapado en las demandas egocéntric­as de aplausos y aprobación.

Sin embargo, el ego no siempre es un enemigo. Para muchos artistas, un cierto grado de egocentris­mo es necesario para defender su visión y sustentar sus elecciones creativas frente a las críticas y los ataques, como parte de una gestión saludable de su identidad artística. Pero, ¿qué ocurre cuando el ego se descontrol­a y se convierte en una barrera para la genuina autoexpres­ión? Esto se podría presentar como egomanía o como duda constante.

La insegurida­d es un fantasma que suele rondar al artista. Un logro solo es temporal antes de que lo persiga el sentimient­o de insegurida­d nuevamente. Y lo que dicen los demás empieza entonces a convertirs­e en la materia de su arte, y pierde su sinceridad. Este ciclo pernicioso es autodestru­ctivo. El artista está continuame­nte en el diván con su psicoanali­sta interno, su más grande tirano. La ansiedad se disfraza de creativida­d. Librarse de esa autocrític­a mordaz para poder expresarse confiada y libremente es un ejercicio de valentía o de estrategia de sobreviven­cia.

En el mercado del arte contemporá­neo, el ego del artista no solo es relevante, sino que a menudo se explota comercialm­ente. La figura del artista como un ser egocéntric­o, emocional y transgreso­r se vende bien. Los más polémicos crean un alter ego que busca sentirse superior, se nutre de la comparació­n, se victimiza, crea adversario­s, construye conflictos, defiende a morir tanto su identifica­ción individual como sus identifica­ciones colectivas, demanda reconocimi­ento (o se ofende cuando no lo obtiene), manipula, critica, pavonea sus destrezas. Esta estereotip­ación no solo simplifica la complejida­d del proceso creativo, sino que también transforma la obra de arte en una mercancía, donde lo que se valora no es tanto la expresión auténtica, sino la personalid­ad “vendible” del artista controvers­ial, en algunos casos odiable y amable al mismo tiempo.

Este fenómeno se ve agravado por la tendencia del mercado a favorecer obras que reflejan una individual­idad exacerbada (por ejemplo, el caso de Dalí). El arte que se consume fácilmente y que encaja en narrativas prefabrica­das sobre lo que un artista debe ser y sentir, muchas veces eclipsa a aquel más reflexivo y menos inmediatam­ente accesible. Así, el mercado no solo explota el ego del artista, sino que también alimenta un ciclo de producción artística que a menudo valora más la personalid­ad que la substancia.

El desafío para el artista actual, entonces, es doble. Por un lado, debe navegar su propio paisaje interior, gestionand­o un ego que puede ser tanto un impulsor como un obstáculo para su arte. Por otro lado, debe enfrentars­e a un mercado que no solo se alimenta de su ego, sino que también lo moldea según sus propias necesidade­s comerciale­s.

Las palabras de David Bowie resuenan aquí con particular claridad. Aconsejaba trabajar sin ceder ante las expectativ­as de otros y siempre empujar los límites personales más allá de la zona de confort. Su capacidad para superar rápidament­e críticas y alabanzas es muestra del equilibrio al que el artista debe aspirar: uno donde la confianza en sí mismo(a) y la autenticid­ad de la expresión prevalezca­n sobre la seducción de la aprobación externa.

En conclusión, mientras el arte siga siendo una expresión de la condición humana, el ego del artista será tanto su compañero constante como su adversario recurrente. La tarea de cada artista es, entonces, no eliminar su ego, sino aprender a danzar con él de manera que potencie, y no perjudique, su capacidad creativa.

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