Vanidades (México)

“Un amor para contarse”.

Y ahí estaba ella, radiante, hermosa, tan cerca y tan lejos, así como la primera vez que la vio.

- Por Gina Eiján

Julián era un chico tímido, pero muy agraciado. Sus amigos lo considerab­an el más leal y fiel compañero, y lo mismo pensaban de él sus familiares. Al ser hijo único, era el consentido de sus padres y siempre estaba rodeado de amor. A sus 18 años aún era muy hogareño y si bien salía a fiestas con sus conocidos de la escuela, no bebía ni fumaba y su comportami­ento, sin duda, resultaba un orgullo para todos.

Los domingos eran días de misa en la iglesia de San Pablo, muy cercana a su casa, y aunque sus papás no eran precisamen­te católicos tradiciona­les, nunca faltaban a la celebració­n religiosa dominical o de cualquier festividad de la congregaci­ón. Para Julián esto era como un castigo, no le gustaba ir a la parroquia y menos el momento en que tenía que “dar la paz”, pues le parecía extraño el hecho de dar la mano a cuanto desconocid­o se lo solicitaba, pero era incapaz de contrariar a sus papás, a quienes respetaba y amaba mucho, así que aceptaba con resignació­n.

Todo cambió un día en el que los feligreses escuchaban la lectura del evangelio, cuando de pronto entró a la iglesia Elisa, una chica rubia de 16 años, ojos azules y piel muy blanca. Su rostro angelical enmarcaba su dientes blancos y perfectos, y su encantador­a sonrisa parecía hechizar a quien la mirara. Julián quedó extasiado, durante la ceremonia no hizo otra cosa que observarla y si ella por casualidad lo veía, él giraba el rostro, para observarla otra vez hipnotizad­o. El ciclo se repitió tantas veces ese día, que su madre debió regañarlo.

–¡ Julián, pon atención a la misa! –le dijo–. ¿Por qué te distraes tanto? –El chico no contestó, sólo bajó la mirada un momento y sonrió avergonzad­o.

El siguiente domingo fue todo un acontecimi­ento en la casa de la familia, el joven estaba arreglado como para ir de fiesta. Peinado con esmero y rasurado, su perfume olía a metros de distancia. Sus padres lo notaron de inmediato.

–¿ Y ahora a ti, qué te ha picado? – Le preguntó su padre. La respuesta de Julián lo sorprendió todavía más. –Vamos a ir a misa, ¿o no?

Su madre abrió los ojos de tal manera que parecían salirse de sus cuencas. –¿Qué si vamos a ir a misa? ¿Desde cuándo te arreglas para ello?

–Bueno… Dudó Julián en su respuesta. –Siempre han dicho que a la iglesia hay que asistir bien presentado­s, pues es la casa de Dios, ¿cierto? –Sus padres no podían creer lo que escuchaban, pero se hacía tarde y no preguntaro­n más.

Llegaron al templo con algo de retraso y tuvieron que sentarse en la última fila. Desde ahí, Julián alargaba el cuello todo lo posible tratando de encontrar a Elisa, pero a pesar de su metro con ochenta y cinco centímetro­s de estatura, no podía identifica­rla entre tanta gente. Al finalizar la ceremonia, sus padres apresuraro­n el paso a la salida, aunque él se quedó buscando entre las personas que caminaban por el pasillo central hacia la enorme puerta de madera abierta de par en par.

De pronto, la vio. Elisa iba con sus papás, y cuando su atención se topó con los ojos de Julián, por unos segundos sus miradas se encontraro­n e hicieron una sola. Para los dos fue un momento mágico que los llenó de emoción. Ella le sonrió con timidez y él se quedó petrificad­o, sin saber qué hacer. Cuando reaccionó, ella ya había partido.

Así sucedió los siguientes días, Julián la veía en silencio y Elisa a él. Al encontrars­e sus miradas, ambos se turbaban, agachaban la cabeza o volteaban para otro lado. Luego, a esperar otra semana para coincidir. Pero un domingo ya no apareció ella. Julián la buscó desesperad­o, pero no la encontró. Pensó que estaría enferma, sin embargo, el siguiente domingo la joven tampoco asistió a misa y ninguno más después…

Elisa no volvió a la iglesia y Julián tuvo que resignarse a no volver a verla. No sabía su nombre, no conocía a su familia y, al parecer, nadie sabía de ellos. Le costaba trabajo preguntar y poco a poco la bella imagen de Elisa, sus hermosos cabellos rubios, sus ojos azules y su tímida y hermosa sonrisa, se fueron diluyendo para convertirs­e en un recuerdo, en una huella indeleble que se había adherido a él. Su cara, sus labios, su mirada, su modo de andar… todo en ella fascinaba al joven, que al desconocer cómo se llamaba, la había bautizado como Lucía. –Sí. Pensaba. –Lucía debe llamarse. Y a partir de ese momento, en sus sueños, siempre era ella la protagonis­ta. Se veía a su lado como en las películas de amor… juntos en la eternidad.

Pasaron unos años, Julián había dejado de ir a misa, pues ya no tenía motivo ni excusa para hacerlo y sus padres tampoco estaban muy interesado­s en presionarl­o. Después de todo él era un buen hijo, excelente amigo y mejor estudiante, qué más podían pedir.

Cuando el muchacho terminó la universida­d ya había tenido tres novias, pero con ninguna llegó a establecer nexos sólidos, y aunque todas se expresaban muy bien de él, se quejaban de que era distraído y no ponía empeño en la relación. Olvidaba con frecuencia la hora acordada para acudir a algún compromiso o simplement­e estaba ausente, lo que incomodaba a sus parejas, quienes no entendían esa actitud y acababan por hartarse de su falta de esmero. Incluso, si alguna chica se interesaba en él, bromeaba

con sus amigas sobre si le pondría atención. Un día, en una fiesta de exalumnos de la universida­d, conoció a Annelien, una joven holandesa que se encontraba de intercambi­o por un semestre. Era una chica rubia, de ojos azules, con una cara hermosa y estilizada figura, que más bien parecía modelo de revista. Al verla, Julián se quedó impávido. Su corazón latió a un ritmo acelerado. Nunca le había sido difícil socializar, pero esta vez temblaba de nervios.

Annelien se encontraba con otra compañera, quien ubicaba muy bien a Julián, así que le fue fácil acercarse.

– Hola – dijo con voz entrecorta­da–, lo que provocó una sonrisa entre las chicas. Su conocida, sin más, le respondió el saludo.

– Qué tal, Julián, te presento a Annelien. Viene de Holanda y se está quedando conmigo de intercambi­o este semestre. El próximo año yo iré a su casa en Rotterdam.

–¡Oh! Ya veo. Titubeó Julián. –¿Hablas español? –Le preguntó, tratando de hacer conversaci­ón.

Annelien sonrió divertida, dejando ver sus dientes perfectos, que parecían como salidos de una fotografía. Sin duda, para ella también resultaba muy atractivo este chico mexicano.

–Sí, hablo español. Toda mi vida me ha interesado la cultura latina y desde muy chica estudié tu idioma, además de francés e italiano.

Rosy continuó con la plática. –Annelien está haciendo una maestría en Historia de México, es por eso que vino de intercambi­o. Pero más adelante viajará a Yucatán y luego volverá a Holanda.

–Qué bien. Dijo Julián, con gran seguridad. –Yo soy experto en mi país, así que si quieres estoy dispuesto a ayudarte. Replicó sonriendo con picardía.

Annelien tenía novio en su ciudad natal, pero la atracción que sintió ante la personalid­ad de Julián la bloqueó por completo.

Apartir de ese día, se volvieron inseparabl­es. Annelien se estaba hospedando en la casa de Rosy, y Julián, que tenía un despacho de diseño no muy lejos, encontraba cualquier excusa para pasar todo el tiempo posible con la hermosa holandesa. En pocas semanas, la relación se convirtió en mucho más que una amistad, y con el pretexto de mostrarle lugares típicos mexicanos, Julián pasaba los fines de semana con la chica. La rubia europea se sentía entre las nubes y se mostraba cada vez más cautivada por él, tanto que estaba pensando en postergar su regreso a Holanda, pues no quería dejar a este chico por el que se sentía encantada.

Sin embargo, un día sucedió algo que la perturbó, habían pasado la noche juntos en San Miguel de Allende, un pintoresco poblado del centro de México, y cuando despertó, Julián la miró somnolient­o y muy sonriente, exclamó: –¡Te amo, Lucía! –¿Lucía? –respondió Annelien realmente sorprendid­a.

–Perdón, quise decir… Annelien. No sé en qué estaba pensando. Replicó un tanto confundido Julián.

Pero el tema no iba a quedar ahí. Annelien se sentía molesta y quería una explicació­n.

–¿Quién es Lucía? Preguntó con un tono que no dejaba duda de su malestar.

Ya antes había sucedido que Julián la llamara así, pero parecía más como un juego, sólo que esta vez su tono sonaba tan espontáneo como desconcert­ante. Como pudo, Julián se salió del embrollo diciéndole que estaba soñando y que nada más no distinguió el sueño de la realidad y por eso no tenía importanci­a.

Con el paso de los días, la relación de ambos jóvenes entró a una etapa de pausa. No parecía avanzar y aunque Annelien estaba muy contenta con Julián, tendría que volver a Holanda muy pronto, también sentía que él no pensaba compromete­rse como para que ella considerar­a quedarse y así buscar o hacer algo que la pudiera retener en México. A Rosy, su amiga, quien estaba al tanto de todo, se le ocurrió una idea: invitarlos a la boda de un primo que se casaría en una semana y tal vez eso podría motivar a Julián a dar el paso adelante. Las nupcias sería un gran evento, tendría lugar en una hermosa hacienda en Cuernavaca, un lugar cercano a la Ciudad de México, más conocido como “la ciudad de la eterna primavera”, que con su cálido clima invita al romance.

A ambos les atrajo mucho la idea, el casamiento sería el sábado siguiente, podrían ir a Cuernavaca desde el viernes por la noche y volver el domingo, así que compartirí­an un fin de semana completo, lo que le daría a Annelien la oportunida­d de clarificar su mente y, tal vez, de hablar con Julián sobre su futuro juntos. Así lo hicieron, viajaron como estaba planeado y pasaron una velada divertida. Ya el sábado, los dos se encontraba­n contentos de poder asistir a la boda, y aunque no conocían a los novios, lo bueno era la fiesta, que prometía ser espectacul­ar.

Se arreglaron con ropa ligera, él lucía una blanca guayabera y ella un vestido de algodón en colores naranja y blanco, el cual le llegaba a la rodilla, haciendo resaltar la blancura de su piel y los rubios cabellos. Sus enormes ojos brillaban en ese rostro perfecto.

Cuando llegaron a la hermosa hacienda donde se efectuaría el enlace, era inevitable no mirarlos. Julián, con su gran estatura, su cuerpo atlético, largo cabello castaño y un andar desenfadad­o, mostraba una gran seguridad y, por supuesto, Annelien, bellísima, con su look europeo y su estilizada figura, formaban una gran pareja.

En un amplio y precioso jardín había dispuestas más de trescienta­s sillas para los convidados. Ahí se encontraro­n con Rosy, quien los invitó a sentarse casi hasta adelante con ella. Así lo hicieron, quedando Julián en la orilla por donde pasaría el cortejo. Sonaron las notas de la marcha nupcial y comenzó el desfile. Entraron unas niñas muy simpáticas regando pétalos de flores a su paso, luego las damas de honor, más atrás el novio con su madre y, por último, la hermosa novia, del brazo de su padre.

Julián observaba entretenid­o el paso del séquito y con curiosidad miraba a los participan­tes. La novia era en verdad muy bonita, su cabello rubio recogido con un bello peinado y un vestido que

dejaba al descubiert­o sus hombros, así como unos aretes de brillantes que engalanaba­n su rostro, hacían resaltar sus ojos azules como luceros. A su marca despertaba halagos de los presentes que la miraban con admiración. Conforme se fue acercando, la sonrisa eterna en el rostro de Julián se fue transforma­ndo. Cuando pudo ver de cerca a la novia, se quedó petrificad­o. Era ella, ¡Lucía!, como la llamaba; la chica de la iglesia de San Pablo, a la que no había vuelto a ver. Cuando la tuvo frente a él, su cuerpo se tensó de una manera impresiona­nte y sus ojos se abrieron desmesurad­amente, quiso hablar y no pudo. Por su parte, Elisa también sintió ese choque magnético que la desconcert­ó de manera tremenda y por un momento se detuvo ante Julián observándo­lo incrédula. Sus miradas parecían entrelazar­se, la respiració­n de ellos se aceleró y Elisa titubeó hasta que su papá, notando la gran turbación, le apretó el brazo.

–Vamos, Elisa, ¿qué sucede? Le susurró su padre al oído.

Pero ella no respondió, recuperó el paso y llegó hasta el altar, donde la esperaba el novio. La ceremonia dio inicio de inmediato, pero ya no era lo mismo para Julián… ni para Elisa. Annelien presentía que algo pasaba. –¿La conoces? Preguntó. –Sí. Respondió tímidament­e Julián. –Ella es Lucía…

Diciendo esto el joven se sentó en la silla con las manos entrelazad­as. Annelien no comprendía nada.

–La invitación dice que la novia se llama Elisa, creo que la estás confundien­do. Le dijo a Julián, sorprendid­a.

–No, le respondió él. –No la confundo, es Lucía, aunque hasta hoy descubro que su nombre real es Elisa.

–¿Su nombre real? ¿De qué hablas? Le espetó Annelien, enfadada.

Julián respiró hondo y mirando a los ojos a Annelien, le contó en unas cuantas palabras su platónica historia.

En ese momento Annelien realmente pareció entenderlo todo.

– Así que ella es Lucía, la mujer que nombras a veces cuando estás conmigo…

–Nunca ha sido mi intención herirte o engañarte, Lucía ha sido sólo un sueño desde hace varios años… Un sueño que creí olvidado. Replicó el joven con nostalgia.

Annelien quería seguir hablando, pero el sacerdote impuso silencio.

–¡ Si alguien tiene algo que decir, que hable ahora… o calle para siempre! Se escuchó con fuerza en el enorme jardín.

Esas palabras retumbaron en la cabeza de Julián como truenos avisando de una próxima tormenta.

Y de pronto, con un impulso subconscie­nte, se levantó de su asiento y gritó: –¡Yo tengo algo que decir! Una ola de murmullos se levantó de inmediato. Los novios se miraron desconcert­ados y Julián prosiguió.

–¡Lo siento, pero tengo que decirlo ahora! ¡Yo amo a esa mujer! ¡La he amado siempre y hoy que la vuelvo a ver...! Apenas alcanzó a decir eso, antes que el grupo de seguridad se lanzara sobre él y como pudieron lo echaran de la boda de inmediato.

Transcurri­eron cinco semanas. Julián se encontraba en su despacho haciendo círculos concéntric­os. No había vuelto a ver a Annelien. Y alguien le había contado que volvería a Holanda, decepciona­da y molesta.

Sentía que lo había echado todo a perder y se encontraba muy deprimido. En eso estaba cuando se acercó su asistente. –Te buscan. Le dijo. –¿Quién? Respondió indiferent­e. –No lo sé, una rubia. –¡Annelien!, pensó él.

Se levantó de su silla y caminó unos pasos. Allí estaba ella, más bella que nunca, con sus hermosos ojos celestes y su bellísimo rostro, mirándolo con ansiedad. Sólo que no era Annelien.

–¡ Lucía! Gritó Julián. –¡ Perdóname! Seguro has venido a reclamarme por lo que hice en tu boda. No tenía derecho. Lo siento mucho. Tu esposo debe odiarme…

– ¿ Mi esposo? Preguntó Elisa. – No te enteraste de nada...

–¿Enterarme… de qué? Inquirió Julián con un poco de nerviosism­o.

–¡No me casé! Le respondió. –Y no te reclamo nada, al contrario, fuiste tú quien me abrió los ojos. Cuando te expulsaron, corrí a buscarte, pero ya te habías marchado. Me di cuenta de que estaba cometiendo un gran error y cancelé la ceremonia. Fue todo un escándalo, pero así como tú, me armé de valor para enfrentar mi destino.

Por cierto, mi nombre es Elisa, no Lucía, y sé que tú eres Julián y no Andrés, como te llamaba en mis sueños.

– ¿ Pero es que tú soñabas conmigo también? Preguntó Julián.

–¡Sí, todo el tiempo! Desde la primera vez que te vi en la iglesia de San Pablo y cada domingo hasta que nos mudamos de ciudad y no volví a verte.

–¡No puedo creerlo! ¡Éste es el sueño de un sueño! Exclamó.

– Lo más probable. Dijo Elisa. – Pero podemos volverlo realidad… si quieres...

Julián se acercó a ella y recobrando el aplomo, la tomó de las manos.

–¡Fantaseé con este momento desde el primer instante en que te vi! Le dijo con un tono que sólo podía venir de alguien enamorado.

–¡ Yo también! Le respondió Elisa. –Aunque creí que no te volvería a ver. ¿Qué quieres hacer? Le pregunto coqueta.

–¡Quiero ir a la iglesia de San Pablo y abrazarte y decirte todo lo que me guardé cada domingo! ¡Y caminar contigo tomado de la mano sin soltarte nunca y escribir tu nombre en mi piel como este sueño que hoy se materializ­a! Exclamó Julián con una extraordin­aria alegría.

–¡Yo también muero por contarte lo que soñaba cada día y de los domingos que sabía te vería; recordar las veces que dibujé tu rostro y te llamaba de mil maneras esperando adivinar tu nombre! ¡Y confesarte que desde el primer día en que te vi no dejaba de pensar en ti y siempre aparecías en cada imagen de amor, en cada poesía y verso! Asintió Elisa.

Ha pasado un tiempo desde ese día, pero aún hay quien recuerda haber visto a una pareja de jóvenes enamorados tomados de la mano, exclamando con fuerza al unísono: –¡Te amo!– en la iglesia de San Pablo. ●

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