Zócalo Monclova

Maestro, qué hermoso es estar aquí

Ni el ojo vio ni el oído oyó ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado

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Todo cambia en el mundo. Según los científico­s, hubo un tiempo en que la tierra era un inmenso globo de fuego que se desprendió del sol. En este globo de fuego fueron apareciend­o los mares, los montes, las plantas, los animales, nosotros y tantas cosas que hay en la tierra. ¡Qué cambio tan grande! ¡Quién lo diría! ¡Quién diría que, de aquella enorme masa de fuego, hayamos salido nosotros y lo que nos rodea!

Nosotros mismos fuimos cambiando y estamos cambiando. Hubo un tiempo en que cada uno de nosotros era una pequeñísim­a cosa en el vientre de nuestras madres y esa cosa pequeñísim­a se fue desarrolla­ndo. Aquel era un mundo tranquilo, sin ruidos. Eso sí; había allí el latido de dos corazones. Por ley de vida, a los nueve meses, dimos el primer paso y vinimos al mundo, tan distinto de aquel en que habíamos estado. Durante algún tiempo continuamo­s apegados a nuestras madres, que meses y meses nos llevaron en sus brazos. Poco después nos relacionam­os con otros niños; fuimos cambiando y llegamos a ser jóvenes; llegamos al matrimonio, a tener hijos. Nos fuimos haciendo mayores o nos vamos haciendo mayores. Si llegamos a la vejez, iqué de cambios no se dan en un anciano! El anciano se debilita día tras día; su vista disminuye; sus oídos se vuelven sordos; sus fuerzas van a menos; va dejando de hablar; ya no logra recordar hoy lo que hizo ayer. Le duelen todos los huesos; las ocupacione­s, a las que antes se dedicaba con gusto, ahora las deja con pena.

A ancianos y no ancianos, por ley de vida, nos llega el momento de dar el paso al otro mundo. Y si cuando nacimos vinimos al mundo con dolor de nuestras madres y con dolor nuestro, cuando muramos iremos para el otro mundo con dolor de nuestros familiares y amigos y con dolor nuestro. El dolor de venir a este mundo se convirtió en sonrisa de nuestras madres y sonrisas nuestras. Esas sonrisas de niño inocente en la cuna, esas sonrisas de madre que mira extasiada a su niño. El dolor de ir para el otro mundo esperamos que se convierta en sonrisas de Dios y en sonrisas nuestras, en eterna alegría.

Estando en el vientre de nuestras madres, jamás pudimos imaginar las cosas que encontrarí­amos en este mundo; y estando en este mundo, tampoco podemos imaginarno­s las cosas que encontrare­mos en el otro. Por eso dice san Pablo: «Ni el ojo vio ni el oído oyó ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman» (1Cor 2,9). Según el Evangelio de hoy Jesús, en el monte Tabor, les hizo vivir algo de cielo a los tres Apóstoles que le verían sudar sangre en el huerto de Getsemaní. Estos tres Apóstoles, Pedro, Juan y Santiago, se sentían tan contentos y felices que no querían bajar del monte. Y Pedro exclamó: «¡Maestro, qué hermoso es estar aquí!» (Lc 9,33).

Hermanas y hermanos; si después de aquel inmenso globo de fuego, por un cambio muy grande, estamos aquí, también esperamos que, por un cambio muy grande, después de este mundo en el que Jesús participó en nuestros sufrimient­os, estemos en el cielo participan­do en la felicidad de Jesús y podamos exclamar: «Maestro, ¡qué hermoso es estar aquí!».

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