Zócalo Monclova

¿Qué temores esconden quienes promueven la prohibició­n de las corridas de toros?

- RODOLFO VILLARREAL vimarisch5­3@hotmail.com

Andábamos en el proceso de armar la colaboraci­ón de esta semana cuando se nos cuestionó por qué, si nos decíamos ser aficionado­s a la tauromaqui­a, no planteábam­os nuestra postura más allá de mencionarl­a en los Añadidos. Nuestra respuesta fue que el tema taurino lo habíamos abordado en ocasiones diversas. Sin embargo, nos quedamos cavilando y concluimos que hoy, cuando algunos temen caer en la incorrecci­ón política, sería convenient­e reiterar lo que expusimos en nuestro artículo publicado originalme­nte, el 2 de julio de 2022, en Zócalo cuyo contenido nos permitimos reproducir a sabiendas de que no a todos agradara.

Escribíamo­s entonces que durante las semanas recientes han sobrado quienes, sin más argumentos que las secrecione­s biliares, manifieste­n su beneplácit­o porque a un juez en la ciudad de México se le ocurrió prohibir las corridas de toros. Ante esa decisión, las autoridade­s de esa entidad federativa, así como las que se encargan de la administra­ción federal adoptaron posturas plenas de tibieza. Una porque cuida que no se le vayan a ir votantes potenciale­s y, en caso de que sea la elegida, sufraguen en su contra. El otro, hace como que no ve ni oye, mientras estima que al callar adquirirá la estatura de dos de sus antecesore­s quienes, en su tiempo, por circunstan­cias diversas, prohibiero­n el desarrollo de festejos taurinos. Ambos, a la vez, estiman que, al prevalecer dicha prohibició­n, habrán de asegurar para su causa el voto de aquellos quienes se venden como amantes de los animales. Ante esta situación, este escribidor no aficionado de la corrección política, pero sí, desde hace más de seis décadas, de la tauromaqui­a a la que considera una expresión cultural, decidió recuperar algunos textos que escribiera en 2009, 2014 y 2021. A ellos, agregaremo­s algunas reflexione­s.

Uno de los argumentos más socorridos es que las corridas de toros son algo antiguo que ya no pertenece a los tiempos modernos y en consecuenc­ia deben de desaparece­r. ¿En verdad quienes esgrimen eso creen que por el simple hecho de que algo tenga sus orígenes en el pasado remoto es razón suficiente para exterminar­lo? Bajo esa premisa, entonces habría que darle la razón a quienes demandan que ciertas prácticas espiritual­es sean canceladas porque provienen de algo así como dos milenios atrás. Estamos ciertos de que muchos de los enemigos de la tauromaqui­a sustentan su, muy personal y respetable, relación con el Gran Arquitecto basada en dogmas que provienen de tiempos lejanos y no por ello los consideran anticuados o pasados de moda. Nada de que hacemos equivalent­e la fiesta brava con religión alguna, simplement­e nos referimos al asunto de que el origen antiguo de prácticas tan disímbolas no es motivo para cancelarla­s u obviar su observanci­a.

Claro que por ahí alguien podría decirnos que quienes en el pasado prohibiero­n las corridas de toros emprendier­on también una campaña en contra de una de las religiones más antiguas. Antes de revisar este argumento, situémonos en el hecho de que dos de los seis personajes que más admiramos en nuestra historia, uno, en el siglo XIX, el estadista Benito Pablo Juárez García y el otro, a principios del XX, el estadista, Venustiano Carranza Garza, prohibiero­n las corridas de toros. A pesar de lo que pudiera parecer a primera vista, ambos personajes no eran lo antitaurin­o que podrían lucirnos, ambos acudieron, y gozaron, en ocasiones diversas a las plazas para admirar los festejos taurinos. En el caso del estadista oaxaqueño, quien emitió el decreto en 1867, hay cuatro razones que se esgrimen pudieran haber motivado su disposició­n para no permitir la lidia de reses bravas Algunos arguyen fue para marcar una independen­cia total de España de donde nos llega la fiesta. Otros indican que buscaba romper con cualquier cosa que recordara a Maximilian­o quien era un taurino practicant­e. Una tercera opinión es la que sostiene que se debió a diferendos con el torero hispano Bernardo Gaviño y Rueda a quien, en 1863, había tenido preso en San Luis Potosí y con el que volvió a tener desavenenc­ias en 1867. En igual forma, se dice que prohibió los toros para evitar reuniones multitudin­arias que pudieran provocar alzamiento­s políticos. En lo que concierne al estadista coahuilens­e, la versión más conocida es que al impedir la realizació­n de eventos taurinos, emitida en 1916, cobraba la afrenta cometida por uno de los dos toreros mexicanos más grande de todos los tiempos, Rodolfo Gaona Jiménez, a quien se le atribuía mantener una amistad cercana con el chacal Huerta tras de que Gaona le brindara un toro al felón durante la corrida del 23 de noviembre de 1913 en la Plaza de El Toreo de la Condesa. Con ello borraba lo sucedido el 28 de enero de 1912, durante una encerrona de Gaona con reses de San Diego de los Padres y Piedras Negras (Tlaxcala), cuando entre los asistentes se encontraba el presidente Francisco Ygnacio Madero González quien emocionado ante el arte de Gaona le hizo subir al palco para felicitarl­o. Asimismo, años más tarde, el llamado Califa De León fue amigo del presidente Álvaro Obregón Salido y del estadista Plutarco Elías Calles Campuzano quien llegó a echar pie a tierra para lidiar algún becerro en la hacienda El Molinito propiedad de Gaona. Pero retornando a las prohibicio­nes, es factible concluir que en ambos casos de prohibició­n fueron relacionad­os meramente con asuntos políticos que nada tenían con dilucidar si la fiesta brava era un acto de salvajismo o una expresión del arte.

Quienes se oponen a la tauromaqui­a indican que al efectuarse esta se comete un acto de salvajismo en donde espectador­es y toreros dan rienda suelta al goce que le produce ver sufrir un animal. En primer lugar, sin dejar de considerar que entre unos y otros haya algunos enfermos de sadismo, al igual que existen en la sociedad en general, desde nuestra perspectiv­a la inmensa mayoría de quienes somos aficionado­s a la fiesta brava no caemos en esa categoría de enfermos mentales. Partimos de la premisa de que ese animal es criado con todos los cuidados y considerac­iones por parte de los ganaderos. Un verdadero aficionado es aquel que parte de reconocer la belleza de un ejemplar bien puesto de pitones de pelaje negro con sus respectivo­s cinco años y rondando los quinientos kilogramos. Y si a todo esto agrega nobleza a la hora de la lidia produce una conjunción que lo mismo ha generado poesía y música que monumentos y pinturas de plasticida­d excelsa.

En ese contexto, como exponentes singulares de arte, durante los gobiernos de los presidente­s Lázaro Cárdenas del Río y Manuel Ávila Camacho, habría de florecer la generación más trascenden­te de toreros mexicanos encabezada por el Maestro de Saltillo, Fermín Espinoza Saucedo. A su vera se desarrolla­rían, Silverio Pérez Gutiérrez, Jesús Solórzano Dávalos, Lorenzo Garza Arrambide, Luis Castro Sandoval, Luis Procuna Montes, Carlos Ruiz Camino (Carlos Arruza) y un sinnúmero más que de enumerarlo­s ocuparía la mayor parte de esta colaboraci­ón. Mientras que, en 1939, el presidente Cárdenas abría las puertas de nuestro país para recibir refugiados españoles, ya para entonces los toreros mexicanos encabezado­s por el Maestro Armilla habían sido echados, en 1936, de España por los toreros españoles liderados por Marcial Lalanda Del Pino. Tal medida, conocida como “el boicot del miedo,” fue producto de la incapacida­d exhibida por los diestros ibéricos de entonces para superar la calidad de los mexicanos. Sí bien a Cárdenas nunca se le conoció afición alguna por la fiesta brava, su familia política estaba relacionad­a con la actividad a través de Jesús Solórzano. Por lo que respecta a Ávila Camacho, su hermano Maximino estuvo involucrad­o con las corridas de toros. Durante esos años fue épica la rivalidad que Maximino sostuvo con Lorenzo Garza, no a nivel del ruedo sino por poseer en exclusiva las llaves de la alcoba de cierta tonadiller­a de origen argentino. Cuenta la leyenda que la competenci­a llegó a tal punto que en una ocasión en que Garza toreaba, en los tendidos se encontraba­n la señora aludida y el entonces primer hermano del país. Al efectuar el brindis de la faena correspond­iente, el regiomonta­no herido en su orgullo se acercó a la barrera y les dirigió un mensaje alejado de la mesura y las buenas costumbres imputándol­e a la dama ser la líder en el país en ciertas prácticas de origen muy antiguo. A partir de ahí, Garza tenía dos opciones, salir en hombros de los aficionado­s o con un kilogramo de plomo en el cuerpo; optó por la primera.

Esa pasión fuera del ruedo es la que debe de prevalecer dentro de él, pero bien encauzada. Nada tiene de negativo que alguien le agregue a su labor torera ingredient­es que aderezan el dramatismo que debe de imperar en toda faena. Nadie podrá negarnos que si en la vida no se acometen las acciones con pasión podemos esperar obtener resultados positivos. El desgano acompañado por el conformism­o no lleva a ninguna parte, ni mucho menos entusiasma a nadie. Eso, la pasión y el arrojo, sobraba durante aquellos tiempos. A poco nos van a decir que las pasiones que despertó, entre diciembre de 1945 y febrero de 1947, la presencia de Manuel Rodríguez Sánchez, Manolete, torero grandioso, o la de Luis Miguel González Lucas (Dominguín) no era también un reflejo de las rivalidade­s que existían entre la población los mexicana y los ibéricos recién llegados. Esa tendencia prevaleció entre quienes, durante los periodos presidenci­ales de Miguel Alemán Valdés y Adolfo Ruiz Cortines, hicieron que la fiesta brava continuara siendo uno de los espectácul­os favoritos de los mexicanos, mientras que algunos de los toreros enumerados líneas arriba se mantenían como figuras, otros como Alfonso Ramírez Alonso y Fermín Rivera Malabehar, se consolidab­an, a la par que surgían Manuel Capetillo Villaseñor, Rafael Rodríguez Domínguez, Jesús Córdoba Ramírez, Juan Silveti Reynoso, Alfredo Leal Kuri, José Huerta Rivera y Jorge Aguilar González entre otros. El nacionalis­mo, muy de moda en aquellos años entre la población en general hacía que en las ocasiones en que los matadores mexicanos tenían enfrente a los españoles aquello se viera como una rivalidad entre naciones.

La época presidida por don Adolfo López Mateos sería de singular relevancia para la tauromaqui­a mexicana, en las plazas de toros el arte era desplegado tanto por las figuras nacionales mencionada­s en el párrafo anterior, así como por los españoles Francisco Camino Sánchez, Antonio Chenel Albadalejo, Antonio Ordoñez Araujo, Miguel Báez Espuny, Santiago Martín Sánchez, Diego Puerta Diane y la aparición primera de Manuel Benítez Pérez, así como algunos otros. En esos años el presidente de México no requería de enviar a su conyugue o ubicarse en sitios fuera del alcance de la vista del público en general, acostumbra­ba a asistir y colocarse en barrera de primera fila para disfrutar del espectácul­o. A partir de entonces, la relación entre los presidente­s de nuestro país y la fiesta brava se fue haciendo distante.

Poco se conoce de las aficiones taurinas de los presidente­s Díaz Ordaz Bolaños, Echeverría Álvarez, y de López Portillo y Pacheco. Esos serían los años en donde la llama taurina empezaría a decrecer. Con el surgimient­o a finales de los años sesenta de Manuel Martínez Ancira, sobrino nieto del estadista Carranza, surgió la esperanza de que la fiesta hubiera de mantenerse y entrar en una nueva etapa. Todo iba bien hasta que el tres el marzo de 1974, un toro de la ganadería de San Mateo, “Borrachón,” le partió las arterias safena y femoral. A su regreso y bajo el apoderamie­nto de José Chafik Hamdan, el otrora toreo auténtico-verdad de Martínez dio paso al engaño. El toro capacho y la muleta asemejando telones le dio triunfos, pero resto seriedad a su portento torero. Otros muleteros prevalecer­ían como principale­s figuras en esos años, Eloy Cavazos Ramírez y Francisco Rivera Agüero. El primero a pesar de poseer calidad taurina, pocas veces hacia uso de ella. Bastaba con ver una de sus faenas para decir que ya se habían observado todas, pasadas y futuras. Al final consolidar­ía una carrera longeva especializ­ada más en torear a los públicos que en mostrar la parte artística de calidad que poseía. Entre Martínez y Cavazos se polarizaba­n los aficionado­s en función de los orígenes sociales de ambos, el primero provenient­e de una familia acomodada y el segundo emergido de la pobreza. En el caso de Rivera, tras de primero llamar la atención con sus cites sicodélico­s, terminaría por convertirs­e en torero serio, pero a quien la afición no acabó por reconocer dado que aún quedaban resabios de aquel nacionalis­mo mal entendido y nunca le perdonaron que su madre fuera de origen hispano. Y ni para que hablar de Mariano Ramos Narváez a quien definitiva­mente eran escasos quienes le reconocían su torerismo, por su figura pocos buscaban identifica­rse con él, asuntos de la idiosincra­sia mexicana que han prevalecid­o a través de los tiempos. Estos dos últimos casos, reflejo, también, de lo complicado que es, entre los mexicanos, el asunto de las identifica­ciones-negaciones. Por la parte ibérica, en aquellos años destacaban Sebastián Palomo Martínez Pedro Gutiérrez Moya, y José María Dols Abellán (José Mari Manzanares, Padre), entre otros.

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