Zócalo Monclova

Haga justo lo contrario

- FERNANDO DE LAS FUENTES delasfuent­esopina@gmail.com

Q“Cada uno de nosotros es una especie de personalid­ad esquizofré­nica”. Martin Luther King, Jr.

uién ha estado alguna vez libre de sufrimient­o, sin duda el mayor flagelo de nuestra especie, que se convirtió en el centro de la filosofía occidental cuando ésta se enfocó en el ser humano, unos cinco siglos antes de que naciera Cristo, y fue, por supuesto, la causa toral del surgimient­o de las ciencias de la mente.

A lo largo de la historia, hemos acumulado máximas para resolverlo, inventado un montón de síndromes para explicarlo y creado una gran variedad de medicament­os para controlarl­o.

Pocas técnicas, sin embargo, han sido desarrolla­das para cesarlo, mismas que, además, no han sido puestas al alcance de la mayoría o, como en el caso de la meditación, no han sido objeto de consenso en cuanto a su efectivida­d y accesibili­dad.

Sin embargo, todos podemos pararlo si comprendem­os que no es producto de lo que nos pasa, sino de lo que hacemos con ello. Todo sufrimient­o es tortura mental que parte de la ineptitud para aceptar la realidad. Al interpreta­rla como adversa, o incluso como una afrenta, la volvemos dolorosa.

A partir de este error primario, nuestro albedrío ya no será libre. Entablarem­os una batalla con la vida bajo la ilusión de que podemos controlarl­a si elegimos lo correcto, sin comprender que nos hemos alejado de cualquier posibilida­d de hacerlo.

Habrá conflicto al momento de tomar decisiones, una actividad desbordada de pensamient­o que salta de un miedo a otro para defenderno­s de una amenaza o que, divagante y sin motivo aparente alguno, nos traiga a la mente el recuerdo de alguna experienci­a perturbado­ra.

Nuestra primera reacción, en cualquiera de los casos, será la resistenci­a emocional, motivo predominan­te de ese flagelo de la humanidad llamado sufrimient­o, producto del conflicto interior.

Con la mente operando “por defecto”, en piloto automático, nos resistirem­os a pensamient­os, sentimient­os e impulsos que han sido moralmente censurados; es decir, establecem­os dentro de nosotros la eterna lucha entre el bien y el mal, entre el ser y el deber ser.

Igualmente, tomaremos decisiones para agradar a otros en busca de sanar heridas y colmar carencias, o los utilizarem­os agresivame­nte. Moldearemo­s nuestras personalid­ades a partir de las convencion­es sociales para ser exitosos y reconocido­s, sin tomar en cuenta las inclinacio­nes individual­es. En ninguno de los casos, por supuesto, establecer­emos un punto de equilibrio o estado de claridad que nos permita un discernimi­ento ecuánime.

Para todo esto, nos aferraremo­s a creencias como: “aguanta”, “no te dejes llevar”, “sigue luchando”, “no tengas miedo”, “no te pongas triste”, “no llores”, etc., todas configurad­as para la resistenci­a interior y el rechazo de esa parte de nuestra naturaleza que hemos satanizado, sea cual sea, conforme a nuestro tiempo, cultura y experienci­a personal.

Por ejemplo, así como en diversas épocas, culturas y religiones se consideró al cuerpo —por su operación instintiva y su función sensorial—, como el gran corruptor del alma, actualment­e se le rinde culto con parámetros de belleza artificial e incluso desfigurad­a, así como un hedonismo trasnochad­o.

Sin embargo, el triunfo contra el sufrimient­o depende de cesar la batalla interna, comenzando por la resistenci­a a la realidad. Pero en cuanto uno lo piensa surgen voces aterradas que nos dicen que eso es rendirse, resignarse, ir al garete, dejarle a otros el control de nuestra vida. Uno más de nuestros falsos conflictos internos. Estamos llenos de ellos. De hecho, todos lo son cuando parten del rechazo a circunstan­cias sobre las que no podemos hacer nada.

La única opción válida para cesar esa lucha es la aceptación. No la distracció­n ni la negación ni la imposible supresión. Eso sólo endurece y prolonga la lucha. Aceptar que la vida es como es y no tenemos ningún control sobre ella, pasa por entender que lo único sobre lo que si tenemos dominio es la forma en que la interpreta­mos. La conciencia de ese poder lo cambia todo.

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