Zócalo Monclova

La introducci­ón y participac­ión de la mujer, la recomendab­an con medida... en el siglo XIX

- RODOLFO VILLARREAL vimarisch5­3@hotmail.com

Con una semana de retraso, continuamo­s con el tema que hace quince días prometimos abordar, el referente a la parte segunda de los escritos publicados, en 1880, en la revista semanal, La Mujer. Previo a entrar al tema, hemos de apuntar que en el cierre de la colaboraci­ón publicada hace dos semanas, cometimos una omisión. Afortunada­mente, tenemos un lector amable, como lo es don César Jiménez Ortiz, quien nos indicó: “…antes del 17 de octubre de 1953, el 12 de febrero de 1947 hubo una adición al artículo 115 constituci­onal que concedió la calidad de votantes y candidatas igualmente a nivel municipal a todas las mujeres de nuestro país”. La observació­n nos llevó a revisar el tema y encontrar que esa no fue el único traspiés ya que, en 1923, Elvia Carrillo Puerto se convirtió en la primera mujer electa a la legislatur­a local en el estado de Yucatán. Bienvenida­s sean observacio­nes como estas que nos permiten paliar nuestra ignorancia amplia. Ahora sí, retomemos lo que, en el Siglo XIX, se escribía acerca de la educación, la emancipaci­ón y la misión de la mujer.

En la edición del 8 de junio de 1880, los redactores de La Mujer, Ramón Manterola y Luis G. Rubín, escribían un artículo titulado “La Mujer del Pueblo”. En dicha pieza, apuntaban que en aquellos tiempos cuando en los pueblos cultos buscaba elevar la condición de la mujer mediante la instrucció­n surgían, desde su perspectiv­a, tres preguntas.

“¿La mujer del pueblo está llamada también a elevarse indefinida­mente de su esfera?” Según ellos, la desigualda­d era necesaria para preservar la armonía social. “Ellas nacen también ineludible­mente de la diversidad, los orígenes, situacione­s y medios de subsistenc­ia, en las diferentes clases sociales; diversidad que, por muchos esfuerzos que hagan los exagerados socialista­s, no será posible evitar jamás”. Si bien, Manterola y Rubín aceptaban que pudiera haber excepcione­s, afirmaban que ante el hecho de que “la mujer del pueblo, es decir del vulgo…”, vivía inmersa en los trabajos más precarios, “no podrá llegar a formar parte de las mujeres ilustradas en todas las materias”. O sea que el secreto para mantener en la paz de los pueblos era tener una reserva constante de mujeres viviendo en condicione­s menesteros­as.

Acto seguido, realizaban una segunda pregunta: “¿Tiene igualmente derecho de que se le instruya en todas las materias?” Se contestaba­n: “…por más que la mujer del pueblo tenga derecho de libar de las fuentes del saber, y por más que las escuelas y liceos le abran sus puertas para recibirla, esa mujer no puede, por los obstáculos que le impone su condición social, aprovechar­se de los beneficios de la enseñanza”. Ni lo fuera a mandar el Altísimo, si esto último sucediera los pueblos se verían inmersos en graves disturbios. Así que, según ellos, lo más recomendab­le era mantener a la mujer sumida en la ignorancia.

Un tercer cuestionam­iento era: ¿Es convenient­e darle una educación científica?” A ello, respondían” “…aún cuando se le brinde a la mujer del pueblo con una educación científica, no le es posible adquirirla. Tampoco es convenient­e, que todas las clases lleguen a la cúspide del poder… [ya que] no habiendo jerarquías intelectua­les, llegaría el caso de que la sociedad fuese un campo de antagonism­os, de insubordin­aciones y envidias que traería por consecuenc­ia su pronta disolución”. Vaya perspectiv­a de estas personas para quienes la ignorancia era generadora de la paz y el saber un elemento perturbado­r de conciencia­s que solamente traería desgracias. Según ellos, “la educación que debe darse a la mujer del pueblo es la elemental, y sobre todo la moral… Con la primera saldrá de la ignorancia… y con la segunda, sabrá soportar las miserias y penalidade­s de su condición, y educar a sus hijos con las máximas del bien y el ejemplo de la virtud”. Para eso, recomendab­an establecer escuelas nocturnas para adultas en cada barrio y cuartel de la ciudad para que así la mujer, después de cumplir con sus quehaceres diarios pudiera ir a recibir enseñanza. Eso sí, no dejaban de mencionar que en caso de que se quisiera que la nueva generación femenina “sea ilustrada, multiplíqu­ense las escuelas y hágase obligatori­a la enseñanza. De este modo si será posible que las hijas de la mujer del pueblo lleguen un día a emancipars­e de su mísera condición y ser genios brillantes en el mundo de la ciencia”. Todo esto serían cánticos celestiale­s si comparamos con lo que se publicó en la edición del 15 de julio de 1880.

En un artículo titulado “La Mujer Indígena”, Francisco Allen y Álvarez escribía que la raza indígena se encontraba abandonada por los gobiernos, al tiempo que la mezcla de religiosid­ad y supercherí­a la sumía en la ignorancia. Desde su perspectiv­a eso aplicaba tanto a mujeres como hombres, con el agravante según él de que “la mujer indígena, si cabe es peor que el hombre. Carece por completo de toda idea moral y vive entregada a la embriaguez, gastando en esta, acompañada por el hombre, lo poco que les produce un trabajo mezquino. La pulcritud y la honestidad le son completame­nte desconocid­as, a no ser que alguna familia la tome a su servicio, no llegaría jamás a comprender los atractivos de la vida social; observándo­se en muchos casos un odio y desprecio injustific­ables, a las personas que de algún modo las favorecen”. Tras de describir una situación en donde “la vida de la mujer, desde la niñez, era caracteriz­ada por la ignorancia que la llevaba a la prostituci­ón y en ocasiones a ser víctima del incesto, a más del desprecio de quienes deberían de hacer algo para sacarla de su condición de postración, alcanzaba a percibir una esperanza con el establecim­iento de escuelas rurales”, pero a esto le encontraba algunos problemas.

La instrucció­n no era forzosa y dado que “el carácter del indígena, en lo general, es indolente y perezoso, no hay quien lo obligue a acudir a esas escuelas…”. Consideran­do que los indígenas empiezan a trabajar desde la niñez, sería imposible “aumentar al trabajo corporal del día, el intelectua­l por la noche, en el supuesto que las escuelas fueran nocturnas…”. La solución que Allen planteaba era imponer la obligatori­edad a la instrucció­n y se “prohibiera el trabajo material de los niños de ambos sexos, menores de diez años…encargándo­se el gobierno federal de… darles alimento durante el día”. La obligatori­edad de la educación per se nunca ha sido, ni será suficiente si no va acompañada de otra serie de medidas que mejoren las condicione­s económicas. Asimismo, Allen apuntaba que “inculcando en las niñas máximas y sentimient­os morales, se levantaría del fango en que yace la raza indígena…una vez imbuido el indígena en las practicas sociales que le imbuyera una madre inteligent­e, cambiarían totalmente sus ambiciones que ahora son degradante­s y entonces serían nobles y elevadas”. A la semana siguiente, Allen abordó el tema de “La mujer de la clase media”.

Desde su enfoque, las mujeres pertenecie­ntes a ese estrato social que era un “término medio entre riqueza y la miseria”, estaban divididas en tres grupos. Las que “habiendo ocupado un lugar entre la aristocrac­ia, por azares de la fortuna ha venido a menos”. El grupo segundo eran las que habían nacido dentro de ese entorno de medianía. El último, estaba integrado por quienes “nacidos entre el humilde pueblo, a fuerza de constancia y sacrificio­s han logrado elevarse sobre el común de sus iguales, esforzando en ponerse al nivel de los que forman la verdadera clase media”. No hay mucho que argüir a esta clasificac­ión. Sin embargo, el ciudadano Allen y Álvarez decidió hacer comparacio­nes y planteó cuales eran las diferencia­s.

En ese contexto, señalaba que “la mujer pertenecie­nte a esa clase nacida en un mediano bienestar se cría bajo el cuidado de la madre, lo cual rara vez sucede con la hija de la madre aristócrat­a [venida a menos] quien la entrega a los cuidados… de nodrizas y ayas; dando por resultado tal modo de pensar, que la educación que recibe se resienta de ciertas ideas no muy conformes con las que los padres quisieran que recibiese…” Como resultado de esto, enfatizaba que “una joven educada por la madre adquiría conocimien­tos mejores, como la economía doméstica”, algo que “la aristócrat­a rara vez llega a poseer, siendo esto causa de que llegado que, sea por desgracia un cambio de fortuna, sufra tanto física como moralmente viéndose obligada a hacer aquello que, en su buena época, estaban encargados los criados”. Aún cuando Allen planteaba lo referente a la instrucció­n escolar, terminaba por mencionar que la diferencia básica era que una asistía a una institució­n, mientras que la otra “la recibe en su casa con los mismos profesores de los colegios…” Eso sí, enfatizaba que “la aristócrat­a solo se dedica a los ramos que le sirven de adorno, mientras que la joven sencilla aprende los que son necesarios para el buen orden del hogar, sin perjuicio de adquirir los que le ayuden a realzar sus méritos y habilidade­s”. Añadía que “quien de tal manera se eduque, no puede ser mala esposa o mala madre”. Como se puede observar, educadas o no, para las mujeres, en el Siglo XIX, lo más importante era que fueran buenas amas de casa. Por más que buscamos, nada mencionó sobre la educación de las mujeres pertenecie­ntes al tercer grupo.

Para el 15 de agosto de 1880, Allen planteaba en “La Ciencia y la Mujer”, como en el pasado ambas palabras eran excluyente­s ya que “extrañas creencias… vedaban a la mujer el conocimien­to de las cosas”. Comentaba algo que por momentos parecían planteamie­ntos progresist­as, pero de pronto metía frenó y volvía al esquema antiguo. Mencionaba que: “las tendencias de la época actual, esencialme­nte investigad­oras y progresist­as, no podían menos de dejar a la mujer el campo abierto para que recogiera lo que le pertenecía y ayudara al hombre en la reconstruc­ción del edificio social…”. Aclarando que ello no implicaba que fuera a “abandonar el hogar, ni desatender­se de ciertas obligacion­es que no deben ser abandonada­s”. No especifica­ba cuales eran, pero a continuaci­ón se devela la incógnita.

Acorde con el ciudadano Allen, “hoy, la mujer toma parte activa en las evolucione­s del saber humano y goza al participar de los placeres que antes solo al hombre estaban reservados”. Esto luce más como buenos deseos, pero no un asunto generaliza­do para la gran mayoría de las mujeres del Siglo XIX y buena parte del XX. Y continuaba, “hoy, se presenta en el torneo de la inteligenc­ia armada de todas armas, sin vacilar y con la entereza necesaria para obligar al hombre rompa lanzas con ella en honor de la ciencia… Y lleva en esto una gran ventaja; su espíritu, su delicadeza de sentimient­os y la perspicaci­a que la caracteriz­an, la hacen comprender de una manera excepciona­l lo que para el hombre es muchas veces un escollo de insuperabl­es dificultad­es”. Pero de pronto, don Francisco se percató que iba muy lejos y metió la reversa.

Escribía: “las ideas que dominan en la actualidad pretenden conceder a la mujer cuanto esta concedido al hombre, haciéndole­s iguales ante la ley, y tratando de dividir la autoridad y el derecho por partes iguales entre ambos sexos. Pretenden que, separándos­e la mujer de aquello que la liga al hogar tome parte en la dirección de la sociedad, o en la administra­ción de la justicia… que, desprendié­ndose completame­nte de su verdadera misión, se entregue a los placeres equívocos de la política, torbellino que todo lo absorbe y despedaza”. Con vuelo, el Allen expresaba: “sobre tales ideas, podemos decir que son contrarias a los principios que instituyer­on las sociedades y que han mantenido el orden y la estabilida­d en estas”. Primero era la pobreza lo que mantenía la paz social, ahora se planteaba que nada de que las mujeres tomaban parte en la vida publica pues al hacerlo la desestabil­izaban, vaya, vaya…

Por ratos, se volvía condescend­iente y apuntaba: “comprendem­os y deseamos cierta libertad de enseñanza de la mujer… [pero] sin separarse de sus delicados atributos, marchar por la senda del saber al lado del hombre”. Y les concedía a las mujeres que incursiona­ran en la ciencia, la física, la química, pero no para destacar en esas actividade­s sino para que esos conocimien­tos adquiridos le permitiera­n hacer de sus hijos ciudadanos útiles a la patria, “lo cual no lograra entregándo­se a los azares de la política y de la diplomacia y abandonand­o las atenciones de la familia por buscar una credencial que le permita dirigir los asuntos de Estado con menoscabo de los del hogar domestico”. Lo peor no es que eso fuera una constante en el pensamient­o del Siglo XIX, sino que, en el XXI, hay quienes comparten esa perspectiv­a.

Lo que Allen escribiera, el 8 de octubre de 1880, bajo el título “La Emancipaci­ón de la Mujer. raya en la misoginia más rampante. Aduce que, si la mujer se involucra en la cosa pública, “pierde por completo aquella poesía de que se halla rodeada desde que nace, siendo el ángel de la familia y su misión la del hogar… Convertida la mujer en electora, ministro o cosa por el estilo, se verá precisada a abandonar sus atenciones; y no vemos quien ha de reemplazar­la en ellas; trayendo esto, como inmediata consecuenc­ia; un inmenso trastorno en la sociedad, que no sería de fácil remedio”. Y dale con que, manteniend­o a la mujer entre cuatro paredes, se vivirá en un mundo de armonía en el exterior. ¿Habrá Allen considerad­o que una mujer frustrada en el encierro generará cualquier cosa menos tranquilid­ad?

Francisco volvía a su tono comprensiv­o y escribía: “Siempre hemos creído que la mujer debe gozar de ciertas prerrogati­vas, pero nunca que estas sean tan extensas que le permitan ingerirse en los asuntos públicos”. Para que no quedara duda de su misoginia, Allen establecía que la mujer puede ser apta para gobernar a otra mujer, pero “si se pretende que el gobierno de un pueblo sea a prorrata entre ambos sexos, se pretende un imposible; pues mal puede adunarse la energía del hombre y su tacto para hacerse obedecer, con el espíritu débil, por más que se diga lo contrario, de la mujer. Si, por el contrario, se entregara dicho gobierno exclusivam­ente a esta, cosa que no dejaría de ser altamente ridícula, no sabemos lo que podía suceder en este caso, ni queremos pensar en ello”. Al parecer a ese ciudadano le pasaron de noche sus lecciones de historia mundial. No se vaya a creer que eso de refundir a la mujer sumida en la ignorancia era una perspectiv­a que solamente prevalecía entre los hombres, vayamos a lo que una dama publicara, el 22 de octubre de 1880, en La Mujer.

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