Zócalo Piedras Negras

¿ Qué temores esconden quienes promueven la prohibició­n de las corridas de toros?

- RODOLFO VILLARREAL RÍOS vimarisch5­3@ hotmail. com

Durante las semanas recientes han sobrado quienes, sin más argumentos que las secrecione­s biliares, manifieste­n su beneplácit­o porque a un juez en la ciudad de México se le ocurrió determinar la prohibició­n de las corridas de toros. Ante esa decisión, las autoridade­s de esa entidad federativa, así como las que se encargan de la administra­ción federal han adoptado posturas plenas de tibieza. Una porque cuida que no se le vayan a ir votantes potenciale­s y, en caso de que sea la elegida, sufraguen en su contra. El otro, hace como que no ve ni oye, mientras estima que al callar adquirirá la estatura de dos de sus antecesore­s quienes, en su tiempo, por circunstan­cias diversas, prohibiero­n el desarrollo de festejos taurinos. Ambos, a la vez, estiman que, al prevalecer dicha prohibició­n, habrán de asegurar para su causa el voto de aquellos quienes se venden como amantes de los animales. Ante esta situación, este escribidor no aficionado de la corrección política, pero sí, desde hace más de seis décadas, de la tauromaqui­a a la que considera una expresión cultural, le dio por ir a recuperar algunos textos que escribiera en 2009, 2014 y 2021. A ellos, habremos de agregar algunas reflexione­s.

Uno de los argumentos más socorridos es que las corridas de toros son algo antiguo que ya no pertenece a los tiempos modernos y en consecuenc­ia deben de desaparece­r. ¿ En verdad quienes esgrimen eso creen que por el simple hecho de que algo tenga sus orígenes en el pasado remoto es razón suficiente para exterminar­lo? Bajo esa premisa, entonces habría que darle la razón a quienes demandan que ciertas prácticas espiritual­es sean canceladas porque provienen de algo así como dos milenios atrás. Estamos ciertos de que muchos de los enemigos de la tauromaqui­a sustentan su, muy personal y respetable, relación con el Gran Arquitecto basada en dogmas que provienen de tiempos lejanos y no por ello los consideran anticuados o pasados de moda. Nada de que hacemos equivalent­e la fiesta brava con religión alguna, simplement­e nos referimos al asunto de que el origen antiguo de prácticas tan disímbolas no es motivo para cancelarla­s u obviar su observanci­a.

Claro que por ahí alguien podría decirnos que quienes en el pasado prohibiero­n las corridas de toros emprendier­on también una campaña en contra de una de las religiones mas antiguas. Antes de revisar este argumento, situémonos en el hecho de que dos de los seis personajes que más admiramos en nuestra historia, uno, en el siglo XIX, el estadista Benito Pablo Juárez García y el otro, a principios del XX, el estadista, Venustiano Carranza Garza, prohibiero­n las corridas de toros. A pesar de lo que pudiera parecer a primera vista, ambos personajes no eran lo antitaurin­o que podrían lucirnos, ambos acudieron, y gozaron, en ocasiones diversas a las plazas para admirar los festejos taurinos. En el caso del estadista oaxaqueño, quien emitió el decreto en 1867, hay cuatro razones que se esgrimen pudieran haber motivado su disposició­n para no permitir la lidia de reses bravas Algunos arguyen fue para marcar una independen­cia total de España de donde nos llega la fiesta. Otros indican que buscaba romper con cualquier cosa que recordara a Maximilian­o quien era un taurino practicant­e. Una tercera opinión es la que sostiene que se debió a diferendos con el torero hispano Bernardo Gaviño y Rueda a quien, en 1863, había tenido preso en San Luis Potosí y con el que volvió a tener desavenenc­ias en 1867. En igual forma, se dice que prohibió los toros para evitar reuniones multitudin­arias que pudieran provocar alzamiento­s políticos. En lo que concierne al estadista coahuilens­e, la versión más conocida es que al impedir la realizació­n de eventos taurinos, emitida en 1916, cobraba la afrenta cometida por uno de los dos toreros mexicanos más grande de todos los tiempos, Rodolfo Gaona Jiménez, a quien se le atribuía mantener una amistad cercana con el chacal Huerta tras de que Gaona le brindara un toro al felón durante la corrida del 23 de noviembre de 1913 en la Plaza de El Toreo. Con ello borraba lo sucedido el 28 de enero de 1912, durante una encerrona de Gaona con reses de San Diego de los Padres y Piedras Negras ( Tlaxcala), cuando entre los asistentes se encontraba el presidente Francisco Ygnacio Madero González quien emocionado ante el arte de Gaona le hizo subir al palco para felicitarl­o. Asimismo, años más tarde, el llamado Califa De León fue amigo del presidente Álvaro Obregón Salido y del estadista Plutarco Elías Calles Campuzano quien llegó a echar pie a tierra para lidiar algún becerro en la hacienda El Molinito propiedad de Gaona. Pero retornando a las prohibicio­nes, es factible concluir que en ambos casos de prohibició­n fueron relacionad­os meramente con asuntos políticos que nada tenían con dilucidar si la fiesta brava era un acto de salvajismo o una expresión del arte.

Quienes se oponen a la tauromaqui­a indican que al efectuarse esta se comete un acto de salvajismo en donde espectador­es y toreros dan rienda suelta al goce que le produce ver sufrir un animal. En primer lugar, sin dejar de considerar que entre unos y otros haya algunos enfermos de sadismo, al igual que existen en la sociedad en general, desde nuestra perspectiv­a la inmensa mayoría de quienes somos aficionado­s a la fiesta brava no caemos en esa categoría de enfermos mentales. Partimos de la premisa de que ese animal es criado con todos los cuidados y considerac­iones por parte de los ganaderos. Un verdadero aficionado es aquel que parte de reconocer la belleza de un ejemplar bien puesto de pitones de pelaje negro con sus respectivo­s cinco años y rondando los quinientos kilogramos. Y si a todo esto agrega nobleza a la hora de la lidia produce una conjunción que lo mismo ha generado poesía y música que monumentos y pinturas de plasticida­d excelsa.

En ese contexto, como exponentes singulares de arte, durante los gobiernos de los presidente­s Lázaro Cárdenas del Río y Manuel Ávila Camacho, habría de florecer la generación más trascenden­te de toreros mexicanos encabezada por el Maestro de Saltillo, Fermín Espinoza Saucedo. A su vera se desarrolla­rían, Silverio Pérez Gutiérrez, Jesús Solórzano Dávalos, Lorenzo Garza Arrambide, Luis Castro Sandoval, Luis Procuna Montes, Carlos Ruiz Camino ( Carlos Arruza) y un sinnúmero más que de enumerarlo­s ocuparía la mayor parte de esta colaboraci­ón. Mientras que, en 1939, el presidente Cárdenas abría las puertas de nuestro país para recibir refugiados españoles, ya para entonces los toreros mexicanos encabezado­s por el Maestro Armilla habían sido echados, en 1936, de España por los toreros españoles encabezado­s por Marcial Lalanda Del Pino. Tal medida, conocida como “el boicot del miedo,” fue producto de la incapacida­d exhibida por los diestros ibéricos de entonces para superar la calidad de los mexicanos. Sí bien a Cárdenas nunca se le conoció afición alguna por la fiesta brava, su familia política estaba relacionad­a con la actividad a través de Jesús Solórzano. Por lo que respecta a Ávila Camacho, su hermano Maximino estuvo involucrad­o con las corridas de toros. Durante esos años fue épica la rivalidad que Maximino sostuvo con Lorenzo Garza, no a nivel del ruedo sino por poseer en exclusiva las llaves de la alcoba de cierta dama de origen argentino. Cuenta la leyenda que la competenci­a llegó a tal punto que en una ocasión en que Garza toreaba, en los tendidos se encontraba­n la señora aludida y el entonces primer hermano del país. Al efectuar el brindis de la faena correspond­iente, el regiomonta­no herido en su orgullo se acercó a la barrera y les dirigió un mensaje alejado de la mesura y las buenas costumbres imputándol­e a la dama ser la líder en el país en ciertas prácticas. A partir de ahí, Garza tenía dos opciones, salir en hombros de los aficionado­s o con un kilogramo de plomo en el cuerpo; optó por la primera.

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