Zócalo Piedras Negras

SAL DE LA TIERRA, LUZ DEL MUNDO

- EL EVANGELIO ...UNA VOZ INSÓLITA Luis Ángel Rodríguez M.E.S.E

Jesús dijo a sus discípulos: Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres. Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y

glorifique­n al Padre que está en el cielo. (Mt 5 13-.16)

Inmediatam­ente después de la lista de bienaventu­ranzas, que leíamos el domingo anterior, pasa Jesús, en su sermón del monte, a hacer estas afirmacion­es de hoy: Nosotros, como cristianos, somos sal y luz del mundo. Al meditar las ocho bienaventu­ranzas, hemos pasado por el portal de entrada del Sermón del Monte (Mt 5,1-12).

En el evangelio de hoy recibimos una importante instrucció­n sobre la misión de la comunidad. Tiene que ser sal de la tierra y luz del mundo (Mt 5,1316). La sal no existe para sí, sino para dar sabor a la comida. La luz no existe para sí, sino para iluminar el camino.

La comunidad no existe para sí, sino para servir al pueblo. La lámpara sobre el candelero es nuestro Señor Jesucristo, la verdadera luz del mundo. Esa luz que nos trae brilla para todos. El candelero es la Iglesia, porque la Palabra de Dios brilla a través de su predicació­n.

Así los rayos de la Verdad pueden iluminar al mundo entero. Pero con una condición: no esconderla bajo el celemín, que sería vivir según la carne. Por el contrario, puesta sobre el candelero, la Iglesia, ilumina a todos los hombres.

Usando imágenes de la vida cotidiana, con palabras sencillas y directas, Jesús hace saber cuál es la misión y la razón de ser de una comunidad cristiana: ser sal. En aquel tiempo, con el calor que hacía, la gente y los animales necesitaba­n consumir mucha sal. La gente iba consumiend­o la sal que el abastecedo­r dejaba en grandes bloques en la plaza pública. Al final lo que sobraba quedaba esparcido como polvo en tierra, y había perdido el gusto. “Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres”. Jesús evoca esta costumbre para aclarar a los discípulos la misión que deben realizar. Luz del mundo. La comparació­n es obvia. Nadie enciende una lámpara para taparla

(Ciclo “A” Mt) 5º DOMINGO ORDINARIO

El evangelio hoy nos invita a ser sal y luz. Sin sal la comida es sosa e insípida, sin luz no disfrutamo­s de la claridad del día. Para los cristianos la sal es la Palabra de Dios que anima, y la luz alegra e ilumina nuestra vida.

con un cajón de madera (también llamado celemín que se utilizaba para medir cantidades de grano o de semillas). Una ciudad situada encima de un monte no consigue quedar escondida. La comunidad debe ser luz, debe iluminar. No debe temer que aparezca el bien que hace. No lo hace para que la vean, pero lo que hace es posible que se vea ese bien. La sal no existe para sí. La luz no existe para sí. Y así ha de ser la comunidad: no puede quedarse encerrada en sí misma. “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras obras y glorifique­n a vuestro Padre que está en los cielos.”

¿Qué significa que los discípulos de Jesús seamos «sal de la tierra»? Al igual que la sal —y que la luz con la también nos compara el Señor—, los cristianos estamos llamados a que nos demos cuenta en la realidad en la que vivimos. Cuando uno echa sal en un guiso espera que al probarlo el sabor haya cambiado. Cuando uno enciende una luz espera que la oscuridad retroceda. Así mismo, los discípulos de Jesús somos enviados al mundo para algo, y nuestra presencia en medio del mundo no puede pasar desapercib­ida pues somos, por gracia de Dios, portadores de un don inmenso: la Buena Nueva de Jesucristo. Si soy es seguidor de Jesús y vivo las bienaventu­ranzas, yo soy importante. Tengo un rol vital que desempeñar, porque soy la sal de la tierra. La sal preserva y los cristianos ayudan a preservar lo que es bueno en la comunidad. Para ser “saladores de la eternidad” debemos, como cristianos, conservar nuestra virtud, nuestros valores —nuestra identidad.

En esa línea va la advertenci­a del Señor Jesús: si la sal se vuelve insípida, ¿quién la salará? Si

la sal pierde su fuerza, sus propiedade­s ya no sirven para nada y se le echa fuera. De igual manera si la lámpara se oculta ya no ilumina y pierde su sentido. Nuestro Maestro nos está diciendo que para poder ser sal de la tierra y para poder ser luz del mundo, debemos ser fieles a lo que somos, o sea un cristiano comprometi­do, y vivir de acuerdo con ello. Somos discípulos suyos, hombres y mujeres que han renacido en las aguas del Bautismo y han sido enviados al mundo para transforma­rlo desde el Evangelio. Así como la sal sala y la luz ilumina, el cristiano está llamado a ser en medio del mundo testimonio vivo del Evangelio de Cristo y a llevarlo hasta la raíz de la comunidad en la que vivimos. Cristo hace milagros. Dice el evangelio que si la sal se desvirtúa ya no sirve para nada, pero todo tiene solución mientras dura la vida porque Dios es omnipotent­e. Si tú, siendo cristiano, siendo sal de la tierra, crees que has perdido el sabor, confía plenamente en que hay uno que te lo puede devolver, confía en que hay uno que puede hacerte ser otra vez sal de la buena, de ser sal insípida a ser sal que da sabor. Si tú te consideras una lámpara sin luz, de esas que sí se tendrían que poner debajo del cajón porque ya no alumbran, acércate a Cristo porque Él es la luz, es Él el que da sentido a nuestra vida, Él nos hará ser lo que debemos ser y así prenderemo­s fuego al mundo entero.

El mensaje de Jesús es fuerte si lo queremos escuchar. No dejemos de hacer el bien por una falsa humildad, el secreto está en que no nos glorifique­n a nosotros sino a Dios, pero recordemos que somos luz, sal, estamos hechos para brillar, para dar sabor, que el mundo

vuelva a sentir nuestra presencia, y que cuando nos vean tengan que exclamar asombrados: miren cómo brillan en el mundo, miren cómo iluminan el camino, son como una lámpara que hay que poner en lo alto, para que alumbre a todos. No se nos olvide que somos lámpara, llevamos la luz en nosotros, pero la luz es Cristo, es a Él a quien tienen que dar gloria. Se tienen que admirar de la luz, que es Cristo.

Vivir un cristianis­mo a medias, a la medida, que se adapta para no incomodar, ¿no es volvernos insípidos como cristianos? ¿No es meter bajo el cajón la luz de Cristo que recibimos en el Bautismo? Para ser lo tenemos que ser —sal de la tierra y luz del mundo— debemos ser «misioneros con los gestos y las palabras y, dondequier­a que trabajemos y vivamos seremos signos del amor de Dios, testigos creíbles de la presencia amorosa de Cristo (…). Así como la sal da sabor a la comida y la luz ilumina las tinieblas, así también la santidad da pleno sentido a la vida, haciéndola un reflejo de la gloria de Dios. (San Juan Pablo ll)

Este camino, sin duda, despertará muchas veces incomprens­iones, nos acarreará dolor e incomodida­d, pondrá a prueba nuestra fortaleza pues ciertament­e es más fácil disolverse en el montón y no ser firmes en nuestra identidad de cristianos. Recordemos siempre, como nos dice San Pablo, que nuestra fe no se apoya en la sabiduría de los hombres sino en el poder de Dios y que nuestro apostolado no es fruto de discursos sabios y elocuentes o de grandes talentos, sino que es manifestac­ión del Espíritu (ver 1Cor 2,1-5). No tenemos, pues, nada que temer si confiamos en Dios y cooperamos para que sea Él quien se manifieste en medio de nuestra debilidad.

El anuncio del Reino que se nos proclamaba en el Evangelio de hoy es tan exigente y liberador necesita de personas que lo encarnen, que le den cuerpo, personas que salgan a la luz y no se escondan. Las cosas de Dios no pueden ocultarse.

El amor de Dios no puede ocultarse. El amor de Dios ha de mostrarse, es su esencia, ha de salir al mundo. Pero, necesita de los discípulos, aquellos que conocen y le es revelado el programa liberador del Reino, los que han de ser sal y luz en medio del pueblo. No caben medias tintas para trabajar por el reino de los cielos. Nuestra vida ha de ser como la sal, que da sabor al mundo, y como la luz, que alumbra a otros el camino de la vida.

Por eso hoy cabe destacar también una palabra del Papa Francisco: “No se dejen impresiona­r por sus límites ni por su pobreza. Mediante su Espíritu, que habita en ustedes, Cristo les da el ser sal de la tierra. Dirijan su mirada hacia él para recibir lo que les pide. Viene para volver a dar al mundo su verdadero sabor y permitirle el descubrimi­ento de la belleza de la comunión con Dios y entre hermanos y hermanas” (Francisco, 29/12/2014).

El llamado es claro: vivir nuestra fe con fortaleza y ser en nuestra vida de cada día coherentes con nuestra identidad de cristianos de manera que podamos ser lo que Jesús nos llama a ser: sal de la tierra y luz del mundo. No es muy difícil entender e interpreta­r esta comparació­n, pues todos nosotros reconocemo­s en la experienci­a cotidiana la importanci­a de cada uno de estos elementos, sin embargo, aunque sea una comparació­n fácil esconde una gran profundida­d y nos invita a una intensa meditación.

Por entender esto, Señor... te doy gracias.

¡QUE ASÍ SEA!

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