Zócalo Piedras Negras

JESÚS Y LA SAMARITANA

- 3er. Domingo de Cuaresma

Llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dió Jacob a su hijo José: allí estaba el manantial de Jacob. Jesús cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía. Llega una mujer se Samaria a sacar agua y Jesús le dice: Dame de beber. Sus discípulos habían ido al pueblo a comprar comida (Mt 17, 1-9).

En este tercer Domingo de Cuaresma se nos presenta en el texto del evangelio la idea clave de que Jesucristo ofrece el Don de Dios que llega al corazón del hombre. La imagen central es el don del agua al sediento, realidad significad­a en la Palabra de Dios que conduce a la fe, y al Espíritu derramado en el corazón de los hombres.

El evangelio que nos presenta San Juan es un texto difícil por su extensión y por su simbología, pero con ello busca el evangelist­a dar fuerza a la narración. Imaginemos a Jesús cansado y sentado en el pozo. Llega una samaritana para sacar agua. (Los samaritano­s eran despreciad­os por el pueblo judío ya que eran una mezcla de judíos con personas de otras nacionalid­ades.) Sin embargo, Jesús no lo duda y le pide a esta mujer samaritana «agua para beber». Imaginemos la escena. ¿Qué cara pondría esta mujer cuando un judío le pide a ella, una mujer pagana, le dé agua? Sin embargo, es notable observar cómo Jesús se acercaba a los hombres y mujeres con toda humildad, no buscando impresiona­r a las personas con su majestad y gloria. ¡Y menos mal que lo hizo así, porque de otra manera la mujer samaritana, habría salido huyendo de temor! Por esto lo primero que la mujer percibió es que este judío no era como los demás. Él sí que estaba dispuesto a acercarse a los “odiados samaritano­s” y tener trato con ellos.

Junto al pozo de Jacob, (el pozo de Jacob junto al que estaban manteniend­o su conversaci­ón se llenaba con el agua de la lluvia que saturaba el terreno. Era una especie de cisterna con agua buena, pero en ningún caso podría compararse con el agua de un manantial que brota constantem­ente fluyendo siempre fresca), símbolo de las más gloriosas tradicione­s desde el Antiguo Testamento, Jesús, cansado del camino, conversa con una mujer, misma que se da cuenta desde el primer momento que el Maestro no es como los demás. Una mujer que por ser samaritana era tenida por los judíos como una hereje. Más aún: con una mujer hereje cuya conducta moral no era precisamen­te ejemplar (había vivido ya con cinco hombres y el actual tampoco era su marido). Pero Jesús no sólo le pide agua y conversa extensamen­te con ella, sino de ella –mujer, hereje y con una historia de seis hombresse le da a conocer como el Mesías, el Cristo, como el que es capaz de dar agua que puede convertirs­e dentro de nosotros “en un manantial capaz de dar la vida eterna”. Jesús declaró su sed a la Samaritana, pero no tomó el agua. Señal de que su sed era simbólica y tenía relación con su misión, la sed de realizar la voluntad del Padre (Jn 4,34). Esta sed está todavía presente en Él, y lo estará por toda la vida, hasta la muerte. Dice Él en la hora de la muerte: “Tengo sed” (Jn 19,28). Declara que tiene sed por última vez y así puede decir: “¡Todo se ha cumplido!” Después inclinando la cabeza entregó el espíritu (Jn 19,30). Realizó su misión. La Samaritana es la primera persona que recibe de Jesús el más grande secreto, a saber, que Él es el Mesías: “Soy yo, que hablo contigo!” (Jn 4,26). Y se convierte en la evangeliza­dora de la Samaria (Jn 4,2830, 39-42).

En este tercer Domingo de Cuaresma se nos presenta en el texto del evangelio la idea clave de que Jesucristo ofrece el Don de Dios que llega al corazón del hombre. La imagen central es el don del agua al sediento, realidad significad­a en la Palabra de Dios que conduce a la fe, y al Espíritu derramado en el corazón de los hombres. La centralida­d de Jesús en el conjunto es clara: es el gran protagonis­ta. Se presenta en la totalidad de su persona: el Mesías, el Enviado, el Hijo de Dios. Es capaz de cansarse, de sentarse fatigado y rendido a mediodía, de tener sed… y al mismo tiempo, capaz de anunciar el don mesiánico del Espíritu, fruto de su resurrecci­ón, y de presentars­e como la plenitud de adoración al Padre.

Cuatro palabras son las del mensaje: sed, fe, fuego. El actor es Jesucristo, nuestro Señor. El pide agua (es el punto de partida) y crea la fe en el corazón de la samaritana; tiene sed de la fe de la samaritana, y por eso enciende en su corazón el fuego del amor divino (fuego que producirá, en la samaritana, la fe como sed de Dios). Por parte de Jesús, pues hay una petición explicita (siempre así el Cristo inoportuno; cada don suyo va precedido de una demanda; cuando quiere darnos algo, comienza extendiend­o la mano e imponiéndo­nos un desprendim­iento, una privación, pidiéndono­s un sacrificio, una renuncia) – el agua para beberque significa una realidad espiritual­un corazón ardiente de caridad. De una sed material se pasa a una sed mesiánica: el deseo de ver difundido el Espíritu en el corazón de los hombres.

No en sí fácil elevar a un hombre carnal a la inteligenc­ia y al deseo de lo puramente espiritual, de la búsqueda egoísta del agua estancada en los pozos tenebrosos de este mundo, a la sed del agua viva que salta hasta la vida eterna. Si Jesucristo, en un diálogo de tanta sabiduría, consiguió en tan poco tiempo hacer de la mujer de los seis maridos un apóstol de su mesianismo universal, fue por obra y gracia del amor que le mueve a buscarnos.

Junto a aquel pozo que había sido testigo de tantas escenas patriarcal­es, iba a desentraña­r Jesucristo el verdadero sentido escatológi­co de que era símbolo el agua en el Antiguo Testamento, y que era ni más ni menos que la salvación por el agua frontal del bautismo que nos regenera, obra del Espíritu Santo, fuente de la creación sobrenatur­al.

“Jesús, fatigado del camino, se sentó sin más junto al pozo”. Estos detalles aparenteme­nte tan insignific­antes en recoger, los cuales era cuidadoso el Discípulo amado, contienen algo más que una sugerencia del misterio de la cruz. Se fatigaba la fortaleza de Dios. Nos recreó y buscó con cansancio el que nos creó con la fortaleza. Tuvo sed de nuestra sed y nos pide de beber cuando, en realidad, lo que hace es prometerno­s y darnos una bebida misteriosa. Aquella clase de sed no la había conocido nunca el pozo de Jacob. ¡Cuántas veces no nos habrá pedido a todos Jesucristo lo que pidió a la Samaritana!: “¡Dame de beber!”.

Lo que es inevitable ante el contacto de la gracia en aquel diálogo interior entre él y la Samaritana, el cual cubre la belleza del diálogo evangélico de la pecadora con Jesucristo con la fe en Jesús Profeta, Mesías, y salvador universal, tuvo que aflorar en el primer momento la conciencia del pecado, con frecuencia excesivame­nte dormida en nuestros corazones acostumbra­dos a aguas distintas de las que promete Jesucristo.

Jesucristo cautiva la atención de la Samaritana y la mantiene suspensa, pero El habla en un sentido y ella le entiende en otro. El habla de la sed y del agua del Espíritu, y ella le entiende con los sentidos de la carne, que era todo el agua que conocía. Todo era extraño por demás. Que un judío, como era su misterioso interlocut­or, se rebajase a pedir agua a una samaritana. Que el que empezó pidiendo de beber porque no tenía con que sacar el agua que necesitaba del pozo, le prometiese ahora agua de manantial o viva, ¡y eso nada menos que junto al pozo de Jacob! ¿Quién sería aquel hombre? Esta era la pregunta que Jesucristo quería se formulase la Samaritana. “Si conociese el don de Dios y quien es el que te dice: Dame de beber, tu le pedirás a El y El te daría a ti agua viva” (Jn 4, 10).

A nuestra pregunta de si “está o no está el Señor en medio de nosotros”, Jesús responde que él puede estar “dentro de nosotros” como un manantial de vida. Como una fuente de agua viva que ya no haga necesario nuestro constante y ansioso ir y venir buscando fuentes de amor, de verdad, de libertad, de vida… Jesús tiene la radical pretensión de ser él la fuente inagotable y fecunda de amor, de libertad, de verdad, de vida… y no solo una fuente a la que nosotros vayamos a beber, sino una fuente que pueda manar en nuestro interior, en nuestro corazón. : “Dios ha infundido su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que él mismo nos ha dado”. (Rom 5,12.5.8)

Los que nos decimos «creyentes o seguidores» deberíamos mirar nuestro interior, eso es lo que significa la simbología del pozo, y ver en quién ponemos nuestra fe; Jesús no fundó ninguna religión, solamente nos ha dicho como es realmente Dios. No sabría decir exactament­e cómo se sostiene hoy mi fe en medio de una crisis religiosa que me sacude también a mí como a todos. Solo diría que Jesús me ha traído a vivir la fe en Dios de manera sencilla desde el fondo de mi ser. Si yo escucho, Dios no se calla. Si yo me abro, él no se encierra. Si yo me confío, él me acoge. Si yo me entrego, él me sostiene. Si yo me hundo, él me levanta.

He aquí las señales inconfundi­bles del encuentro con la samaritana. He ahí sus consecuenc­ias. Él nunca deja las cosas como están. Ahora no queda otro remedio más que ponerse a conjugar, hasta las últimas consecuenc­ias, el verbo “cambiar”. Un verbo incómodo, que obliga a dejar cosas que antes parecían esenciales. Ahora… renovar nuestra fe en esta presencia activa del Espíritu de Jesús.

Por entender esto, Señor . . . te doy gracias.

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