Zócalo Piedras Negras

Lucha, toros y política

- Capitolio GERARDO HERNÁNDEZ

Debo a mi abuelo paterno Eulalio Hernández (tocayo del Zotoluco y del Piporro, también taurófilo) mi afición temprana por la fiesta brava y por la lucha libre. Desde niño siento una profunda admiración y respeto por quienes han abrazado esas carreras.

Los recuerdos más felices de mi infancia se remontan a los domingos, cuando había duelos en los cuadriláte­ros o corridas en la plaza de la colonia Moderna. Era todo un rito.

Después de comer tomábamos el autobús de la ruta San Julián-alianza, en el bulevar Independen­cia, frente a la casa de la familia Bredee. La parada era en la calle Rodríguez y a mitad de cuadra, la primera escala para tomar un raspado (en mi caso, de coco).

Atravesar el puente del canal del Coyote (después bulevar Constituci­ón) era, para mí, una aventura. Sobre todo cuando las presas desfogaban.

En la plaza o en el auditorio José F. Ortiz, utilizado como sede alterna cuando había corrida, vi a leyendas del ring, nacionales y locales: El Santo, Blue Demon, Huracán Ramírez, La Tonina Jackson, Doctor Wagner, El Cosaco Loco, El Halcón Suriano, Los Espanto, El Cavernario Galindo.

Y en la arena, y más tarde en el Coliseo Centenario de Torreón, a varios de los mejores espada mexicanos: Manolo Martínez (cliente de El Cairo, el mejor restaurant­e de comida árabe de la época), Eloy Cavazos, los Armilla, Curro Rivera (con quien coincidí varias veces en la visita al Santísimo en la catedral del Carmen), Antonio Lomelín, Jorge Gutiérrez, Mariano Ramos, Aurelio Moya, “El Yeyo”, Valente Arellano, Eulalio

López. Y de España, a Manuel Benítez, “El Cordobés”, Pedro Gutiérrez, “El Niño” de la Capea, José Mari Manzanares, Enrique Ponce, Julián López, “El Juli” (en su etapa de novillero y luego de matador). Nunca vi torear a mujeres, pero las hubo de primera línea como Cristina Sánchez, quien se retiró en 1999 por falta de oportunida­des. El machismo no respeta esferas.

Deportes de raíz popular, como la lucha libre, fueron después capturados y desvirtuad­os por las televisora­s en aras de la utilidad. Lo grotesco suplantó a la técnica y los gritos de la güera semillera y de Marín, quien podía surtir de cerveza a legiones sin perder la cuenta ni adulterar la bebida, fueron acallados por la mercadotec­nia impersonal y fría.

Con mis hijos Gerardo y Ernesto, asistí después a las funciones de lucha en el Auditorio Municipal; y con mis hermanos Francisco, José Luis y mi tío Ramiro, a la Arena Olímpica de Gómez Palacio.

Las últimas corridas las disfruté en el Coliseo del Centenario, construido por don Ramón

Iriarte y el exdiestro Arturo Gilio. Después vino el capricho del gobernador Rubén Moreira, quien las prohibió por una venganza política contra Armando Guadiana, mientras él viajaba a las ferias de España.

La tauromaqui­a es arte sublime y una de las tradicione­s más hermosas del mundo. Sus antecedent­es datan del siglo 11 y se ha transmitid­o de padres a hijos a lo largo de la historia. El taurófilo, en general, es culto y respetuoso.

En uno de nuestros lejanos desayunos de los miércoles – interrumpi­dos por la infausta pandemia de coronaviru­s, primero, y luego por el duelo causado por la muerte de amigos entrañable­s– comenté con Eliseo Mendoza Berrueto y Armando Fuentes Aguirre, “Catón”, conocedore­s, amantes y defensores de la lidia, como el toreo ha enriquecid­o todas las artes.

Lo sentimos y apreciamos en la pintura, la escultura, la música (ópera, pasodobles, corridos, tangos), el teatro, el cine, la poesía, la literatura... y hasta en los videojuego­s.

Los antitaurin­os no lo aprecian porque ignoran su devenir, sus rituales, sus alegrías y tragedias. Y acaso también porque en estos tiempos de fingimient­o y cobardía ser hombre y ser valiente ofende.

Sean o no vegetarian­os quienes vociferan, deben saber que prohibir los toros los condena a su extinción, pues nacen, se crían y crecen para ser lidiados. Si los políticos lo convierten todo en votos, los taurinos son legión.

Avergüenza que en Coahuila, por consigna de un lunático acomplejad­o, como lo llamó su hermano, se prive a miles de aficionado­s de esta fiesta, que además genera empleos.

Vuelvo a mi infancia. Los regresos a casa, después de ir a la lucha o a los toros, eran igualmente felices. La misma ruta de ida era la de vuelta. Esta vez la escala no era en una nevería, sino en una miscelánea donde don Lalo me compraba revistas de historieta­s.

Desde aquí abrazo a mi abuelo y le doy gracias. Mi meta ha sido siempre seguir su ejemplo de trabajo, constancia y disciplina, y querer a mis nietos y nietas con la misma devoción.

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