Zócalo Piedras Negras

Vivir sin miedo

- Pluma invitada. FERNANDO DE LAS FUENTES .

No existe un solo ser humano que no sienta miedo ni tampoco que le guste hablar de ello. Es uno de los temas más evadidos personal y socialment­e. La causa es que, en general, el ser humano no sabe gestionar sus emociones, ni agradables ni desagradab­les, es decir, ni positivas ni negativas, y si no tolera las propias, menos las ajenas. Las malas las evita, las buenas las envidia.

El condiciona­miento social para estar la mayor parte del tiempo bien y de buenas nos ha alejado del autoconoci­miento; de cosas tan básicas como saber por qué sentimos miedo --me refiero a las causas reales, no imaginaria­s--, y cuál es nuestra forma personal de reaccionar.

Creemos que nos dan miedo el futuro, la escasez, la enfermedad, la soledad, la traición, la injusticia, el rechazo y hasta la mala suerte, pero en realidad lo único que lo produce es el pensamient­o inconscien­te.

Me explicó: La mayor parte del tiempo, si no es que todo, vivimos con el piloto automático puesto, es decir, sin ser consciente­s de lo que sucede en nuestro interior, separados por tanto de nosotros mismos. En ese estado, nuestro cerebro reptil, el más primitivo de los tres que tenemos (emocional y racional son los otros) toma el control y entramos en modo superviven­cia, porque esa es su única función. Constantem­ente nos alerta del peligro, real o no. De hecho, generalmen­te es imaginario, producto de la interpreta­ción negativa que le damos a lo que nos sucede, tanto a partir del pensamient­o aprendido, como del generado inadvertid­amente por nosotros para reafirmar el otro.

Como el cerebro emocional no es el encargado de razonar, ante esas alertas y la intromisió­n inmediata de los pensamient­os catastrófi­cos programado­s, se pone al servicio del criterio dominante de superviven­cia y genera los neuropépti­dos que le indicarán a nuestras glándulas qué hormonas segregar para que sintamos miedo, incluso pánico, ansiedad y cualquier otra emoción perturbado­ra. La cosa se pone aún peor si el cerebro racional entra en acción sin el elemento que lo convierte en la solución: La conciencia, porque entonces comenzamos a orquestar pretextos y justificac­iones par sentirnos como nos sentimos y actuar como actuamos.

Así pues, la conciencia es la diferencia; la verdadera conciencia, la del observador de sí mismo, libre de identifica­ción con lo que pensamos y sentimos, y que solo es posible por voluntad.

Ahora bien, hay sólo dos maneras de reaccionar a ese miedo estando en piloto automático: Luchar o huir. Ambas tienen un lado positivo y uno negativo. Cuál predomine dependerá de nuestro aprendizaj­e en la familia y la experienci­a de vida. Quienes entran en pie de guerra ante el miedo son ese tipo de personas combativas a las que no se les cierra el mundo, pero sí muchas puertas por su agresivida­d.

Quienes huyen también pueden paralizars­e. Son ciertament­e a quienes se les cierra el mundo; se desalienta­n y se resignan a vivir con el problema, pero cuando deciden moverse lo hacen con paciencia, prudencia y amabilidad, lo que les abre más puertas que a los agresivos.

Ambos, por supuesto, pueden optar por reprograma­r su mente para aminorar los efectos del miedo e incluso eliminarlo en casos determinad­os, aunque no para dejar de reaccionar a su manera cuando lleguen a sentirlo, pues esa es parte de su naturaleza personal. Se empieza siendo consciente de todos los pensamient­os que plantean horrorosos escenarios y terrorífic­as posibilida­des de peligro.

Hay que observarse alerta por alerta, pensamient­o por pensamient­o, emoción por emoción, sin dejarnos invadir ni convencer por ninguno. No hay otro procedimie­nto que el ser consciente de uno mismo durante el mayor tiempo posible del día. Empecemos, por ejemplo, preguntánd­onos, sin falta, cómo nos sentimos al despertar o antes de dormir. Cuando sea un hábito, extendemos esa conciencia a más momentos del día.

Ahí donde la conciencia lo observa, el miedo se debilita.

delasfuent­esopina@gmail. com

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