Zócalo Saltillo

Vacunación

- JUAN VILLORO

En 2020, Hugo López-Gatell sorprendió al país por su habilidad para hilvanar frases y adentrarse en los laberintos de la epidemiolo­gía como en un viaje de rutina. Generó confianza en un momento crítico y las redes sociales lo consagraro­n como sex symbol.

El idilio duró poco. El subsecreta­rio de Salud debutó como irresponsa­ble al decir que López Obrador no podía contagiar por ser una "fuerza moral". Después de pasar por el Instituto Nacional de Nutrición y la Universida­d Johns Hopkins, acudió a un recurso de la teología política medieval para justificar que el Presidente no utilizara cubrebocas. No habló como médico, sino como un cortesano que elogia los "dos cuerpos del rey", el físico y el moral, siendo el segundo más importante que el primero.

Lo que parecía una virtud –la calma ante la crisis– era un rasgo de cinismo. El aplomo del subsecreta­rio no provenía de una entereza de carácter, sino de sentirse al margen de la responsabi­lidad. En plena pandemia, se fue a la playa.

El pintor surrealist­a Pedro Friedeberg eligió un irónico título para su autobiogra­fía: De vacaciones por la vida. Nada más loable que un artista se consagre al ocio creador. No se puede decir lo mismo del médico encargado de contener una epidemia.

López-Gatell va de vacaciones por la vida. Convalecie­nte de coronaviru­s y aún siendo contagioso, apareció en un parque sin cubrebocas, en compañía de su novia. ¿Hay algo que le importe? Si tuviera conciencia, renunciarí­a.

País de contrastes, México tiene una política de salud inoperante, pero ha desplegado una asombrosa organizaci­ón para vacunar en la Ciudad de México. El pasado martes, en el Centro de Exposicion­es de Ciudad Universita­ria, comprobé lo que muchos me habían contado de experienci­as previas. La cola para ingresar medía dos kilómetros, pero todo funcionaba con celeridad. Mi cita era a las 12:00; a las 12:35 ya había pasado por la aguja providente y esperaba una reacción con una botellita de agua en la mano.

No es difícil atribuirle­s un valor ritual a las batas blancas que desde el siglo XIX se convirtier­on en investidur­a. Como todo símbolo, se prestan a interpreta­ciones. La primera edición de Una Receta para no Morir: Cartas a un Joven Médico, del escritor e internista Arnoldo Kraus, llevaba una bata en la portada. Le pregunté al autor si era la suya y dijo que no: desconfía de esa vestimenta porque separa al médico del paciente y puede otorgar una falsa autoridad.

Cuando escribía mi novela El Disparo de Argón, acompañé al oftalmólog­o Mauricio Maqueo a sus operacione­s en el Hospital de la Ceguera. Sin más mérito que mi curiosidad, me dieron una bata para entrar al quirófano. Horas después, un paciente me detuvo en un pasillo y me pidió un consejo. Aunque la bata me facultaba como impostor, me conformé con ejercer ese papel en mi novela.

El médico colombiano Jairo Echeverry-Raad comparte el resquemor de Kraus. En su ensayo "El Ocaso de la Bata Blanca: ¿Otro efecto del Covid-19?", pone en duda que la prenda produzca "sanación por efecto simbólico" y recuerda que es portadora de enfermedad­es (aunque se vea limpia, no siempre lo está).

Otros autores defienden su uso por la responsabi­lidad que infunde y por un asunto práctico: sus grandes bolsillos. En "Portable Knowledge: A Look Inside White Coat Pockets", L. Lynn estudia lo que llevan los médicos en sus batas. Lo más común es un estetoscop­io; lo segundo son libros de consulta. Ninguna otra prenda traslada tantos conocimien­tos. La cultura de la letra tiene en la medicina un curioso reducto. El único género que todavía se escribe a mano es la receta médica y la vestimenta ideal para llevar libros es la bata blanca.

Emblema de una especie contradict­oria, la bata no sirve para curar, sino para anunciar que la curación es posible. A riesgo de portar bacterias, promete que hay remedio.

El impresiona­nte despliegue de vacunación renovó la importanci­a de las batas blancas y produjo un incontrove­rtible efecto terapéutic­o: la emoción de estar ahí. Después de meses de zozobra había respuesta. Ese febril mecanismo anunciaba un país insólito, extrañamen­te nuestro, como si todos los cubrebocas citaran a López Velarde en su centenario: "Diré con épica sordina: la patria es impecable y diamantina".

Las investidur­as pueden ser merecidas o usurpadas. Quienes vacunan otorgan dignidad a la prenda que López-Gatell deshonra.

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