Zócalo Saltillo

‘Esta realidad es tan cruda que el arte no la puede transgredi­r’

Publica una brutal novela en la que surge la ternura del amor filial

- CHRISTIAN GARCÍA

“En una matanza un hombre común puede acabar con 20 personas, pero si ese hombre es una leyenda puede aniquilar a 200 con sus propias manos”, dice el personaje de Dante Mier en Resurrecci­ón (Océano, 2020), la “hiperviole­nta” novela de Jaime Mesa (Puebla, 1977). Relato de una dinastía que entre muerte y sangre forjó un mito, el de su familia, un cuento ancestral que a pesar del salvajismo se revela como un “canto de amor de un padre hacia un hijo”.

Cuatro generacion­es de los Mier desfilan en las delirantes y brutales páginas del libro, en la que los cuerpos cercenados, el canibalism­o y la brutalidad la violencia del lenguaje empujan al joven Dante a repasar las historias que han fundado la fama de su familia. Escuchando lo que se dice de Teófilo, el bisabuelo, Servando, el abuelo y “el jefe de jefes”, y Ariel, su padre, “el que vivió mil años”, el vástago se revela como la personific­ación del poeta del mismo nombre que bajó a los infiernos, pero que encontró en ese caos el amor de su familia.

Porque Resurrecci­ón es cruel y dolorosa, pero no se queda ahí, ya que escarba en la llagas purulentas para encontrar “la ternura y el asunto de los amores filiales”, como explicó Mesa a Zócalo en entrevista.

Y toda la rabia que supura el libro es porque en este aspecto de la realidad hay “una capa más profunda”, así la tarea de Mesa fue la de “ponerle un lente de aumento a lo que sucede con esas escenas que todavía no comprendem­os y se repiten una y otra vez de manera costumbris­ta”, por ello recurrió a “las leyendas y mitos fundaciona­les en las que se exageran las cosas para contrapone­rlas a la realidad, porque esta realidad es tan cruda que el arte la ha tratado de manera que no la pueda transgredi­r, porque lo violenta que es, es suficiente”.

Ese pensamient­o llevó a Mesa a una reflexión sobre cómo la ficción ha “no normalizad­o” este duro aspecto de la vida, pero sí lo ha convertido en una suerte de entretenim­iento, algo que va a arraigándo­se cada vez más y pasa, claro, de padres a hijos. Esa relación es central en el libro, ya que su escritura se vio cruzada por el nacimiento del hijo del autor y su “construcci­ón como padre en medio de un escenario violento”.

“(Lo que) pensaba al escribir era en cómo podría hacerle sentir el lector esa emoción de ser padre en una realidad así. Cómo transmitir esa protección y fragilidad que ponen, en una misma vía, lo más tierno y lo más violento. Porque si yo hubiera hecho una novela de la paternidad o un diario de campo de cómo me construí como padre, probableme­nte me hubiera quedado en el costumbris­mo, pero trate de ir un poco más allá y poner a personajes que son sombras, que son héroes y guerreros aparenteme­nte masculinos e imponentes como yacimiento­s de estos cariños que son los que cultivan, aún, ciertas relaciones en la familia o en la comunidad”, comentó el autor de La Mujer Invisible, quien agrega que la novela también tenía un contrapunt­o personal: repensar las narrativas que siguen construyen­do a la sociedad y mirarlas desde otro lado.

“Me interesaba, en esta novela, cambiar los registros narrativos que nos han contado: la violencia es esto, la paternidad es esto otro. Porque yo no sé si la violencia o la paternidad –esta nueva paternidad que muchos estamos experiment­ando–, sea lo mismo que en generacion­es anteriores, o la que siguen reflejando las películas y novelas del pasado”.

Ecos de violencia

Así como Resurrecci­ón trata de una dinastía que se construye y deconstruy­e por medio de las historias, el libro y su relato son, en sí mismos, una metáfora de la tradición literaria. Es difícil no leer el libro y reconocer en él ciertos aspectos de Pedro Páramo –sobre todo en San Juan Betulia, lugar caliente y poblado, ahora sí, “de rencores vivos”–, pero también queda el regusto a polvo y pólvora, a plomo caliente de la novela de la revolución; además en sus personajes, habitan las novelas del narco. Pero el libro de Mesa no se queda en la historia facilista del asesino y el asesinado, sino que escarba en otras superficie­s: las de sus personajes.

Así, este libro, tiene resonancia­s en otras obras publicadas de forma reciente, en las que las víctimas, a través de la distancia que da el tiempo, se permiten reflexiona­r sobre lo sucedido. Entre ellas, pueden encontrars­e Todo el Dolor del Centro de la Tierra, de Luis Jorge Boone; Laberinto de Eduardo Antonio Parra, o Adiós, Tomasa de Geney Beltrán. Estas conforman, quizá, una “segunda etapa en la narrativa de la violencia”, como detalló Mesa.

“En la literatura actual se unen dos cosas. Una es que se busca contar las versiones de los otros, los que están atrás del primer plano y no solamente la de los buenos contra los malos, sino de la población normal, de la familia o de los anónimos que están también involucrad­os en esa pelea. Pero también hay otra cosa, y es que ya hay un momento de reflexión y distancia con el fenómeno, y nos permite traer otras llamadas de atención que se cimbran en la literatura clásica, en los grandes maestros de la tradición literaria o de la música. Porque, por ejemplo, el corrido, se trata de una renovación del mito.

“Ahora no se está hablando del sicario que solo mata, sino que está yéndose a la voz de la posible víctima inocente o la orfandad que está dejando este escenario de la violencia. Y es lo que nos hace llegar a una posible segunda etapa de esa narrativa de la violencia, y que quizá va a evoluciona­r a la manera de la novela de la revolución, lo que dará paso a que en 2055 –como ocurrió en 1955 con Pedro Páramo–, alguien suelte una gran novela de la violencia para cerrar el tema. Pero para eso es necesario saber que son ciclos amplios y en los que todos los escritores abonamos a esa voz colectiva, así ya podremos dejar el tema de la violencia para dos cosas: pasar a otro tópico en la literatura, pero sobre todo para que esto termine de una buena vez”, apuntó.

Voz fantasmal

Y así como Juan Rulfo echó mano de lo fantasmal en su novela, Mesa lo hace pero desde la ambigüedad. Ya que a pesar de que las leyendas de Ariel y su defensa contra 200 hombres se cuenta con toda la seguridad del mundo, no deja de ser una leyenda que camina en el filo de la realidad y la fantasía. Algo que dota a Resurrecci­ón de una atmósfera de pesadilla y que, sin embargo, encierra una ternura inmensa, quizá la misma sensación que cada mexicano puede sentir al vivir ahora y recordar a su familia.

“Una de las cosas que más me interesan de Resurrecci­ón es que no sabemos qué verdad hay detrás de esa historia, así que me interesaba mucho la contradicc­ión y que la leyenda se fuera reformúlan­do en cada persona que la lea por medio de sus propios héroes”, señaló el autor de La Generación Inexistent­e, agregando que esa sensación de extrañeza se revela gracias al lenguaje: “una voz que recuerda a cómo mi familia me contaba las historias cuando era chiquito”.

Es por ello que en Resurrecci­ón todo remite a la familia y las historias. Esas mismas leyendas que Mesa escuchó de pequeño y otras que recogió en sus viajes por el país se mezclan en esta novela, y dan paso a las historias sobre su papá que Dante Mier escuchó en su infancia, mismas que construyer­on su imaginario. De esta forma la lectura de la novela revela que “somos lo que recordamos de nuestras primeras memorias, y lo que yo soy es Resurrecci­ón, y esta es un ambiente entre fantasmas, entre lo que existe y lo que no existe, y claro, lo que cura y lo que duele”.

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Mesa subvierte los tópicos de la novela de la violencia en Resurecció­n.

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