La privatización de los servicios públicos
Los cambios tecnológicos de los últimos años han propiciado el fortalecimiento del sector empresarial, simplemente por la diversidad de servicios que ofrecen a las familias, grandes consumidoras de bienes y servicios, desde el teletrabajo hasta las plataformas para ver series y películas desde la comodidad del hogar. Aunque los gobiernos no han sido ajenos; ellos también han sido “seducidos” por la relativa eficiencia que ofrece el mercado en la prestación de tareas. Esto es, la reacción de las autoridades gubernamentales, “ante el asalto del mercado”, no ha sido de carácter pasivo y mucho menos neutral, sino todo lo contrario: han otorgado concesiones que en otras épocas era imposible que sucediera.
Indiscutiblemente, la “conversión” de determinadas funciones de públicas a particulares, respondía a una ideología, que se veía fortalecida por la desarticulación de la URSS y el “credo” dominante de desprestigiar los servicios que prestaba el Gobierno, y por ello el que se relegara la intervención del mismo a su mínima expresión en la vida económica. Los principales artífices de la despedida de las políticas económicas de corte keynesiano, en el siglo 20, fueron el presidente Ronald Reagan (Estados Unidos) y la primera ministra Margaret Thatcher (Inglaterra).
En países como México, donde durante varios lustros las comunicaciones (ferrocarriles, aviación, telefonía…) y los servicios primarios (energía eléctrica, gasolinas, agua potable…) los administraba monopólicamente el sector público, con la llegada a la presidencia del licenciado Carlos Salinas, con una visión política y económica más pragmática y global que nacionalista, el Gobierno se “adelgazaba”, liquidaba o vendía más de mil empresas, que administraba. Se transitaba de un Gobierno-empresario a uno liberal, enfocado en cumplir funciones, entre otras, de seguridad social y pública, que eran incosteables para el mercado ejercer y sostener.
La influencia del mercado llegaba hasta las prisiones o cárceles en América Latina y Brasil; por lo general, las opciones que ofrece al Gobierno en su intervención en los centros de rehabilitación social, se pueden clasificar en tres “modelos”. 1) La participación de las empresas privadas se limita a la construcción de los penales, a través de créditos que ofrecen a las autoridades estatales o federales, al liquidar el préstamo, el inmueble y su gestión pasan a ser propiedad del Estado.
2) La construcción y la administración de las penitenciarías, queda a cargo del sector privado, desde los servicios de comedor hasta la contratación y manejo de los custodios y personal administrativo. Los administradores fijan sus cobros al Gobierno en función de cada recluso que atienden, y la tarea del Gobierno consiste en la supervisión del presidio.
3) La participación híbrida, en que la empresa construye el penal y administra una parte de los servicios, y el resto queda en manos del Gobierno (fuente: Arriagada Isabel).
En México, aunque no hay información oficial completa sobre el manejo de los penales federales con participación empresarial, parece ser que el modelo número 3 es el que más se asemeja a la realidad carcelaria mexicana en ese contexto: privado-público. Este tipo de convenios (mixtos), al menos en el sector carcelario, no ha funcionado en el país. De acuerdo con información de la Administración pública actual, el costo per cápita de los reos recluidos en penales federales con participación privada, rebasaba los 3 mil pesos, cifra muy por encima de lo que le cuesta el sostenimiento en un penal público, de ahí que es probable que, en el mediano plazo, la experiencia de privatizar los penales no se repita.