El asalto al poder
El PRI hegemónico basaba el control y la estabilidad del país en la selección de candidatos a gobernador. Los aspirantes debían reunir una serie de condiciones: tener amistad con el Presidente, exposición en la capital de la República por formar parte del Gabinete u ocupar posiciones relevantes en el Congreso, y no pretender la “silla del águila”.
Muchos pasaban los filtros, mas no todos cruzaban la meta. Una vez electos, los mandatarios locales quedaban bajo la férula presidencial.
¡Ay de aquel que le plantara cara, se enriqueciera ostensiblemente, descuidara sus deberes o le transfiriera conflictos a la Federación!
Una marcha, un plantón, el menor brote de inseguridad o una amenaza a la prensa, provocaba la inmediata intervención del secretario de Gobernación. Incluso hubo gobernadores que, sin dar motivo, fueron defenestrados.
La alternancia en Los Pinos alteró el status quo y los estados pagaron las consecuencias. Roto el “orden”, las gubernaturas las empezaron a ocupar, algunas veces por asalto, políticos jóvenes, improvisados, ávidos de riqueza e incompetentes en la mayoría de los casos.
En ese contexto ocurrió la primera sucesión entre hermanos en la era del PRI. Contra todas las reglas, Humberto Moreira impuso a Rubén, después de una Administración calamitosa.
Una de las herencias del nepotismo es la deuda impune que, sin descontar los intereses pagados en la última década, equivale a 80 mil millones de pesos.
La mercadotecnia, redes sociales y el carisma, sustituyeron a las ideas. El debate desapareció y la política se convirtió en espectáculo. Para ser gobernador hoy, no se requiere experiencia, prestigio, ni una trayectoria impecable en el servicio público.
Antes, el puesto lo desempeñaban políticos con reconocimiento nacional e internacional como el filólogo y diplomático Isidro Favela Alfaro (1942-1947), del Estado de México. Bajo la égida de quien fue secretario de Relaciones Exteriores y embajador de México en Francia, Argentina, Chile, Reino Unido y Alemania, se fundó el Grupo Atlacomulco, el cual, con el tiempo, devino en mafia. Carlos Hank González y Enrique Peña Nieto fueron sus últimos exponentes.
Javier Rojo Gómez –de origen humilde y fundador de otra dinastía– desoyó el canto de las sirenas para dedicarse a gobernar Hidalgo (1937-1939). Destacó entre los mejores del país por su honestidad y trabajo en favor de los más pobres. Nombrado jefe del Departamento Central por Manuel Ávila Camacho, pudo ser su sucesor, pero no se le subió el humo a la cabeza. Prefirió cumplir su responsabilidad en lugar de pensar en ser candidato, según cuenta Andrew Paxman en Los Gobernadores. Caciques del Pasado y del Presente (Grijalbo, 2018).
El modelo de Rubén Moreira –cuya mujer es de Pachuca y aspira a ser gobernadora– para implantar en Coahuila una dinastía, es Rojo Gómez. La condición social la tuvo antes de iniciar su carrera, pero todo lo demás le falta. El hidalguense no abusó del poder ni se enriqueció.
Los mandatarios con talla de estadista (también los hubo deleznables como Maximino Ávila Camacho en Puebla y Gonzalo N. Santos en San Luis Potosí) pertenecen a la historia. Coahuila tuvo algunos.
Hoy, sin pasar por ningún tamiz, fuera de la órbita federal, y a escala local con más poder que el Presidente, pues la mayoría no tiene contrapesos políticos ni mediáticos, cualquiera puede ser gobernador sin cumplir los requisitos mínimos.
En el pasado era impensable que lunáticos con barniz de intelectuales o bufones como Cuauhtémoc Blanco (Morelos) o Humberto Moreira (Coahuila) cuya mayor gracia de este último era bailar cumbias, fueran candidatos del PRI o de algún otro partido.
“Soy ser humano: tengo derecho a jugar golf”, dice el exfutbolista y exseleccionado nacional, Blanco, acusado de encabezar una red de lavado de dinero.
La misma afición le nació a Rubén Moreira cuando el poder le permitió cambiar de estatus y construirse una fortaleza en San Alberto. Vaya manera de enseñar el cobre.