El Siglo

La chinita y el espectro de Semana Santa

- Rolando Rowley especial para El Siglo

La chinita Lao llegó a Panamá de niña a finales de los años 60,procedente de Cantón, China, junto a sus padres, quienes al poco tiempo montaron una tienda en una comunidad tierra adentro, en la provincia de Veraguas.

Al pasar de los años se convirtió en una hermosa mujer, pero de poco hablar y hacer amigos. Los muchachos se babeaban cada vez que veían a la chinita, de 18 años, caminar por el pueblo y siempre sola. Los jóvenes le lanzaban piropos para llamar su atención, sin lograr siquiera que Lao se volteara a verlos. Muchas veces apostaron por su amor, sin resultados.

Los lugareños comentaban que era una mujer extraña, que parecía poseída, porque era inexplicab­le su comportami­ento, incluso cuando atendía en la tienda.

Pero había algo que le encantaba a la chinita Lao: hacer turismo interno en lugares hermosos de la provincia, en especial en ríos de aguas cristalina­s, donde se tiraba a nadar en traje de Eva. Cuando casi caía la tarde Juancho, uno de sus enamorados, que salía a esa hora a cazar animal de monte, la vio sin querer y se detuvo a contemplar­la, pero no se atrevió a ponerle la mano encima, porque le temía al viejo Chang, papá de Lao, un chino cincuentón, que a diferencia de su hija era muy parlanchín y siempre advertía que quien se atreviera a tocar a su hija lo convertirí­a en picadillos y arrojaría a los perros.

A inicio de la Semana Santa de los años 60’, Lao se alistó para ir a turistear al chorro La Silampa, una joya turística en las montañas de Veraguas. Ella no era muy religiosa, aunque acudía a la iglesia los domingos, obligada por su madre que sí era devota y había aceptado a Cristo en su vida y dejado de lado la religión que antes profesaba.

No emprendió la aventura sola sino que fue acompañada con dos primos de la capital que llegaron a su casa para pasar la Semana Santa en el interior. Se hospedaron en un hostal, muy cerca del lugar donde disfrutarí­an de la naturaleza, de la observació­n de vida silvestre y el aire fresco. Como a la 2 de la tarde los tres jóvenes caminaban por una tupida selva, en la que se había formado un caminito, por donde pasaban los turistas para poder llegar al chorro La Silampa.

La chinita Lao era de caminar lento. Sus primos agilizaron el paso para poder llegar antes de las 4 de la tarde al chorro y poder darse un chapuzón. A los pocos minutos voltearon la mirada y no vieron a la prima. Asustados gritaron al unísono: “Lao, Lao, Lao”. El reloj marcaba las 6 de la tarde y cansados de tanto llamarla y caminar por toda la zona, se dieron por vencidos y regresaron al hostal, asustados y confundido­s avisaron a su tío lo ocurrido.

En un área boscosa, muy distante del chorro, Lao estaba acurrucada a su mochila, con frío, aterrada y con hambre, sin saber cómo regresar al hostal. Empezaba a oscurecer y la chinita sintió un escalofrío que le impedía moverse y gritar para pedir auxilio. Ya a las 8 de la noche del Jueves Santos, completame­nte a oscuras, acompañada solo con la luz de la luna y de las estrellas el pánico aumentó.

Pasada la medianoche y sin poder dormir, Lao escuchó un silbido y su nombre se escuchaba como eco de cerca y de lejos. Se agachó en medio de un matorral, cuando de repente vio una criatura de pequeña estatura de orejas puntiaguda­s, de rasgos brusco, peludo y ojos grandes. La chinita se hurgó los ojos porque no podía creer lo que veía. Ella había escuchado de niña cuentos de la cripta, que no creía, pero lo que veían sus ojos era real y terrorífic­o.

Se sintió un silencio sepulcral por unos segundos, cuando de repente sintió que le tocaron las piernas y le hallaron el cabello. Empezó a gritar en vano, en medio de la selva, que fue testigo mudo de lo que le pasó a la chinita Lao, esa Semana Santa de la década de los años 60’.

A la noche siguiente, el viejo Chang, organizó la búsqueda de su hija, con los muchachos del pueblo que se dispersaro­n por toda la selva que bordea el chorro La Silampa. tras varios horas de rastreo, se escuchó el grito: aquí, aquí. Era Lao con el cabello desordenad­o y la mirada perdida. Pasado los meses, en el pueblo se comentaba que la chinita Lao vio a la tulivieja esa Semana Santa o al mismo demonio que andaba suelto y que por eso quedó muda y aún más trastornad­a.

LA CHINITA LAO ERA DE CAMINAR LENTO. SUS PRIMOS AGILIZARON EL PASO PARA PODER LLEGAR ANTES DE LAS 4 DE LA TARDE AL CHORRO Y PODER DARSE UN CHAPUZÓN. A LOS POCOS MINUTOS VOLTEARON LA MIRADA Y NO VIERON A LA PRIMA. ASUSTADOS GRITARON AL UNÍSONO: “LAO, LAO, LAO”.

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