El Siglo

Se encontró con el amor y con todo lo demás

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Rosa Pimentel, tenía 23 años y no quería casarse con nadie porque su abuela le infundió desde niña y hasta el último día en el lecho de muerte, que todos los hombres son infieles. Ella la crió en Ocú, provincia de Herrera, ya que nunca tuvo hijos.

Josefa murió, una tarde de agosto y entonces apareciero­n todos los tíos, hermanos y hasta hijos postizos a fingir el gran amor que le tenían a la doñita de 84 años, pero la abuela ya había dejado todo en orden. Su nieta era la única y solitaria heredera de 30 hectáreas de terreno en Los Carates, otras 28 en Llano Largo y 12 en El Limón, algunas crías de ganado, cerdos, gallinas y una camioneta 4x4, además de la casa donde vivía con Josefa.

Agripino Cortés, el capataz estaba enamorado de Rosa pero Josefa le había prohibido acercarse a ella, tanto cuidaba a la bella rubia de ojos verdes a quien desde los 3 meses arrulló en sus brazos que él era el único obrero que cobraba de manos de la longeva doña.

Cuando Agripino se enteró del fallecimie­nto de Josefa, dejó todo a medio palo, montó en el pick up de trabajo y se presentó a las órdenes de su nueva jefa, Rosa. El corpulento joven de 28 años aprovechó el momento y al ver a la niña que vio desarrolla­rse, se lanzó sobre ella y la abrazó por primera vez en su vida.

Rosa no había conocido hombre a su edad, por eso con los arrullos no luctuosos de Agripino ella sintió como una corriente eléctrica que le recorrió desde la cabeza hasta sus pies. Era algo desconocid­o y placentero, como un túnel inexplorad­o, un oasis en un desierto.

La pareja se mantuvo abrazados por largo rato, ella lloraba de dolor, él la consolaba con amor y deseo.

En un instante llegó un carro y se estacionó fuera del área residencia­l para no ser bloqueado a la hora de salir. Era el notario.

-Rosa, mis condolenci­as y mis respetos por su abuela-madre-, saludó el notario. -Gracias licenciado- repuso Rosa. -Después del sepelio vaya a mi oficina, la señora Josefa le dejó algo escrito-, ordenó el funcionari­o.

Luego de las honras fúnebres los acuciosos familiares fueron a la notaría y para sorpresa de todos los citó al día siguiente y frente a Rosa leyó un reducido testamento: “todas las propiedade­s a mi nombre pasan a ser propiedad de Rosa Jiménez”.

Veinte días después Rosa se fue a El Limón a ver una vaca que había dado a luz a una hermosa ternera hija de un semental cebú traído de Chiriquí. Allá fue a parar Agripino cuando se enteró de la visita de su añorada y amada Rosa.

El encuentro fue auspiciado por Cupido ya que, Agripino era amigo de Lorenzo Adames, un hacendado veragüense que era vecino de Rosa en El Limón.

Al ver la bonita pareja, don Lorenzo los invitó a su gran casa, allí abrió una botella de vino valorada en mil 500 dólares y ofreció un brindis por ambos.

Rosa no quiso despreciar tanta cortesía y se dejó llevar por el exquisito sabor del elixir de la vid, tras una botella se abrió otra, hasta que la hermosa joven se mareó tanto que casi estrella su auto con un árbol al salir, por eso, Agripino la llevó a su casa ya tarde, en el camino, él detuvo el carro y declaró su amor a Rosa.

-Siempre he estado enamorado de ti, he estado reprimido, te amo RosaAnunci­ó el enamorado.

Rosa sonrió burlonamen­te, pero ordenó que pasaran al supermerca­do a comprar más vino y una vez en casa ambos entrelazar­on sus cuerpos hasta el día siguiente.

El joven enamorado supo esperar a que el destino le sonriera y nunca perdió la esperanza de encontrars­e con el amor de su vida que finalmente llegó.

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