El Siglo

Maquiavéli­ca venganza

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Pasó un año y Luis aún no encontraba trabajo, mientras que el hambre y las cuentas por pagar se incrementa­ron en el hogar.

Un jueves del mes de febrero a una semana del carnaval, cuando ya había perdido las esperanzas y se dirigía a una casa de empeño, le sonó el celular: “Usted es Luis, Lo estábamos tratando de localizar desde hace una semana, ya su nombramien­to está listo y entra a trabajar este lunes”.

El telefonazo le alegró el día al infortunad­o hombre que sobrevivía de la venta de legumbres en los semáforos. Corriendo a su casa le informó a su mujer y a sus dos hijos que las calamidade­s pronto acabarían, porque pronto tendría un salario fijo, décimos y seguro social.

Temprano en la mañana del lunes Luis se levantó, se hizo la barba y comió ligerament­e un pedazo de pan y bebió una taza de café. Al llegar a la empresa donde fue contratado, se dirigió a la oficina de recursos humanos, donde lo registraro­n como nuevo colaborado­r y le detallaron sus obligacion­es.

Entre sus funciones estaba distribuir la mensajería interna y cuando era necesario acompañar a los conductore­s a entregar los productos a la clientela de la empresa, que se dedicaba a la comerciali­zación de productos de limpieza.

Pasaron tres semanas y Luis entabló amistad con varias mujeres de la compañía, que lo hacían sentir bien por la deferencia que le mostraban y hasta compartían chistes.

María Eugenia, una mujer muy voluptuosa y de atrevido contoneo al caminar, le robaba el suspiro a Luis, quien pronto buscó la manera de convertirs­e en su amigo. Ella era la secretaria de uno de los gerentes propietari­os de la empresa.

Pronto se percató de la atracción que sentía el nuevo compañero de labores por ella y supo cómo aprovechar­se. Un miércoles de quincena, la despampana­nte mujer le pidió a Luis que fuera a comprarle un emparedado de pollo en una fonda, ubicada a tres cuadras de la empresa.

Y así pasaron los días en la que la mujer lo mandaba a pagar el club de ropa al mall, la luz, el agua, el cable y los billetes de lotería. Él acudía sin protestar con la esperanza de que algún día la tipa aceptara de su parte una invitación.

Luis se convirtió en el mandadero de la oficina y la persona que calentaba la comida. Las amigas y compañeras de trabajo de María Eugenia empezaron a utilizarlo para realizar también sus compras.“

Ey cholo te tienen de congo”, le dijo Ernesto y agregó: “a mí no me harían eso, ellas saben que tienen que dar algo a cambio. No seas pendejo”. El colmo para Luis fue cuando María Eugenia un día lo mandó a hacer un mandado sin darle la plata, con la excusa que ella le pagaría en la quincena y con la promesa de que saldría con él.

La cita nunca se dio, ese fin de semana, y no le devolvió lo que gastó. La semana pasó volando y Luis seguía esperanzad­o en que María Eugenia le daría el sí y saldría con él a vivir una noche loca. Continuaba en lo mismo, le compraba los billetes de lotería, le calentaba la comida y hasta al supermerca­do iba.

Un día en el pasillo se tropezó con Ernesto, quien le susurró al oído, “ey no seas pendejo, esa guial tiene su marchante y si supieras quién es”. “Nombe compa, ella me aseguró que este sábado sí va el encuentro, vamos a estar como tortolitos”, le respondió.

Uno de esos días en los que Luis realizaba varios recorridos a la cocina para calentar comida caminó lentamente y escuchó cuando su amada María Eugenia le comentaba a compañeras de trabajo: “Yo con Luis ja, ja, ja, ja solo lo estoy utilizando, imagínense chicas una mujer como yo con ese mamarracho jamás caminaría ni a la esquina, qué se cree no tiene ni clase, cómo se le ocurre que me fijaría en un muerto de hambre”.

Luis sintió que todo se le desmoronab­a. Una depresión profunda se apoderó de él, hasta que su esposa se percató del desánimo de su marido, que había recortado el presupuest­o en su hogar para cumplirle los caprichos a un amor no correspond­ido.

El día más triste del pobre hombre fue cuando su amigo Ernesto le confesó que María Eugenia no le haría caso, porque tenía como amante a uno de los propietari­os de la empresa. El enojo fue tan grande por sentirse burlado, que planeó su venganza.Un martes se acercó a María Eugenia y la trató con dulzura y hasta le regaló una rosa.

“Mary quieres que te caliente la comida, mira que llevo otras bandejas- “Si claro mi amor", le respondió. En la cocina sacó del pantalón un frasco con líquido espeso transparen­te y se lo roció a la comida de su amada y la calentó por 3 minutos en el microondas.

Al poco tiempo, se acercó al puesto de María y le entregó la lonchera y espero que comiera hasta el último grano de arroz y se retiró del lugar con una sonrisa maquiavéli­ca.

Ese día María Eugenia tenía planeado echar su canita al aire con su amante, pero no imagino la sorpresa que le esperaba. El reloj marcaba las 5 de la tarde cuando abordó un vehículo lujisa en el estacionam­iento de la empresa.

Estaba olorosa y muy bien vestida, cuando de repente sintió un fuerte dolor de estómago y gases estomacale­s que de inmediato le provocaron una fuerte diarrea, que cubrió todo el asiento del copiloto del vehículo.

La vergüenza era tan grande que María Eugenia no sabía dónde poner la cara, si bajarse del vehículo y salir corriendo, en ese momento solo pensó en que la tierra se la tragara.

El lunes, Luis se acercó al puesto de su amada y no la vio, ni en los siguientes días. En los pasillos de la empresa se comentaba que había renunciado por una mejor oferta laboral, otros aseguraban que la veían vendiendo lotería debajo del puente elevado de una plaza comercial.

Cada vez que Luis caminaba por los pasillos de la empresa y miraba el puesto que ocupa María Eugenia una sonrisa maquiavéli­ca brotaba de sus labios.

Rolando Rowley especial para El Siglo.

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