El Siglo

Gritaba: ¡”Me quemán, me queman!”

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Un nuevo hogar trae alegría, esperanza, metas y muchos sueños que conquistar. Así estaban Ana y Juan Pablo, quienes se mudaron a su casa recién comprada en una barriada del

La parejita de recién casados fueron comprando sus poco a poco. Primero dormían en el piso, donde colocaron su colchón.

Tenían una estufita de un quemador. Cuando hacían las lentejas, tenían que esperar para hacer el arroz y luego para freír la carne.

Y así eran felices, vivían su mejor momento, el de recién casados.

Después, al lado de la residente de los Ábrego López, llegaron los vecinos.

Otra pareja, sin hijos, que también trazaban su futuro en ese residencia­l.

Ellos se veían más pudientes. Llegaron con todos sus muebles y cambiaron el color de la casa, aunque estaba recién pintada.

Ostentaban poseer celulares iPhone y cuando husmearon en redes sociales, Ana y Juan se enteraron que los de al lado viajaban mucho.

Dos autos tipo 4x4 y una señora les hacía la limpieza cada semana. Eran como los ricos del barrio.

Ambas parejas congeniaro­n, y se convirtier­on en una familia. Los fines de semana eran de ellos. Se ponían a beber, a cantar, a celebrar cualquier evento que se suscitara en el país, hasta formaban sus buenos

El problema fue la unión. Se veían siempre, comían juntos, se pasaban platos de comida de un lado al otro.

Las mujeres, que son más calculador­as, eran las más unidas. Al ver que no había atracción de una hacia el marido de la otra la amistad floreció.

Se contaban sus intimidade­s, hasta las de la alcoba.

Ambas tenían ciertos inconvenie­ntes sexuales. La vecina estaba más falta de cariño que Ana, y esos temas las divertía, porque compartían algunos problemas.

- ¿Tu marido no baja al pozo?

- Sí

- El mío nunca ¿Por qué no pudieron estar cortados con la misma tijera?

Reían siempre. La vecina sabía que en la cama nada estaba establecid­o como perfecto o exitoso, pero la vida que le daba su marido compensaba lo que les faltaba en la cama.

Ana trabajaba en un ministerio de 8:00 de la mañana a 4:00 de la tarde.

El tranque la atrasaba, así que salía de su casa a las 4:30 de la madrugada para llegar a tiempo y regresaba a casa a las 7:00, porque la barriada estaba metida y ella no era casi rica como su nueva comadre.

Este tiempo era utilizado a la perfección por su marido, quien se fue involucran­do con la vecina del costado. Aprovechán­dose de ser los únicos en la barriada hacían y deshacían durante el día. Juan Carlos, como era independie­nte, sabía los horarios en que tenía que hacer sus bandidajes.

La gente después poco a poco se fue mudando, pero como veían la dinámica del cuarteto pensaron que eran familia. Así que Ana y Juan siguieron en lo suyo.

Ana un día se sintió mal, se había engrampado en varias deudas para comprar sus mueblecill­os de su tan anhelado hogar. Pasó que Ana se sintió mal, porque la mueblería y los bancos comenzaron a llamarla para que pagara. Ella quería pagar, pero si pagaba se quedaba sin pasaje. Ásí que decidió convertirs­e en morosa.

La llamaban a la casa, al celular y por último a la oficina.

En un momento de estrés y frustració­n, pidió permiso y se fue pa’ su casa. Llevándose la sorpresa de ver a su querido ‘papito’, como le decía al sinvergüen­za del marido, en pleno acto con su inseparabl­e amiga.

Llorando, desconsola­da, cogió una chiva que la sacara a la calle principal y pensó en irse lejos, donde su mamá. Pero antes, como era vengativa, le dio por llamar a su vecino, quien era contratist­a del área, para que también se enterara que ambos cargaban los mismos cuernos.

Le dijo que fuera a su casa y se asomara por la ventana a ver si había dejado la plancha conectada. Y él en media hora ya estaba ahí. Viendo a los dos, ya acostados, sin ropa, con los ojos cerrados y acariciand­o sus cuerpos como señal de victoria total.

El vena’o se fue para su casa, intentó sacar una pistola que guardaba, pero no se acordaba de la contraseña de la caja fuerte. Así que desesperad­o, se pasó otra vez al patio de sus vecino y gritó. ¡Me queman, me queman!

Los vecinos corrieron a ver que pasaba, pensando que había un incendio y fueron testigos al igual de lo que pasaba.

Ella, alterada, buscó calmarlo, cuando apareció nuevamente Ana, para ver el mundo arder. Juan también quería pedir cacao, porque sabía que si se iba de esa casa no le tocaba na’. No puso ni un tornillo y para rematar pasó por la parrilla a la única mujer que pudo recogerlo en el mundo.

Pero la vida es así, el amor es ciego y a veces tonto. La vecina y el vecino se separaron por unas semanas, hasta que un buen día se le volvió a ver la cara al ‘ cuando se reconcilia­ron y decidieron que ahí no podían volver a vivir. La idea era separar la tentación para no recaer en ella.

Se mudaron y se pudo saber que comenzaron a vivir en otra barriada similar para los lados de la provincia de Panamá.

Mientras Ana a Carlos lo perdonó de una vez. Ella no sabía vivir sola y era de las que pensaba que una mujer no podía echar pa’lante sin un hombre al lado.

Qué ilusa era, si ella solita se echaba esa casa encima, sin la ayuda del muñequito que se compró disque para ser feliz, y ni eso le pudo brindar el Juan Carlos a la pobre

A Ana eso le pasó por meterse con bandidos y andar contándole a su amiga lo bueno que era su pollo en la cama. Por habladora la antojó.

Todos en el barrio supieron que lo pasaron por la parrilla. Los vecinos fueron testigos que después, para alejar a su mujercita de la tentación, la mudó

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