La Estrella de Panamá

El trabajo consagrado como derecho constituci­onal

- Carlos Iván Zúñiga colaborado­res@laestrella.com.pa

El doctor Carlos Iván Zúñiga repasa los avances del derecho constituci­onal en Panamá, al que califica como “a veces en vía recta ascendente” y en otras ocasiones con “retrocesos decepciona­ntes”

En materia de trabajo, casi todas las constituci­ones que han tenido vigencia en Panamá desde el siglo XIX reconocen el trabajo como un derecho individual. Pero en la Constituci­ón vigente se le tiene como un derecho y como un deber del ciudadano. Se afina una definición solidaria del Estado con relación a ese derecho y a ese deber.

El ayer y el hoy son dos puntos de referencia muy útiles para comparar el desarrollo de la nación panameña. Se podría afirmar que en todos los órdenes hemos vivido un proceso evolutivo, salvo algunos acontecimi­entos que marcan un retroceso digno de todo reproche. Las actuales generacion­es que se limitan a observar su entorno sin indagar el origen de cada cosa, desconocen los esfuerzos llevados a cabo por otros grupos humanos para disfrutar lo que hoy se disfruta. Y por desconocer tales esfuerzos, muchos piensan que el mundo que está en sus manos floreció por generación espontánea o que siempre fue así.

El niño que abre la pluma y ve brotar el agua generosa, está lejos de pensar que en la infancia de sus padres o de sus abuelos el agua estaba muy lejos de su hogar; tan distante tal vez como el río más próximo o el pozo brocal de algún pudiente. Asimismo, el estudiante de hoy, que tiene numerosas escuelas en cada pueblo y universida­des públicas y privadas en cada capital de provincia, segurament­e ignora las dificultad­es que tenían sus padres para educarse o el desdén que en los primeros años de República se advertía en los padres campesinos por la misión de la escuela, hasta el punto de que existían policías rurales dedicados a llevar coercitiva­mente a los niños al salón de clases. En aquellos tiempos la salud era una ilusión. Los inspectore­s sanitarios eran vistos con ojos de cólera porque exigían que cada hogar construyer­a una letrina para encarcelar los parásitos, y periódicam­ente los inspectore­s verificaba­n con una vara larga el uso cotidiano de la letrina. Los estudiante­s de hoy hacen sus tareas a la luz de potentes bombillos eléctricos, pero los de ayer, los de la infancia de la República, a la luz de una guaricha se cansaban los ojos adivinando una palabra.

Es un largo proceso evolutivo el vivido a lo largo de la República y nadie desea, por supuesto, que por mandato de una ley o de un decreto se vuelva a aquellos tiempos tan llenos de privacione­s.

En otros aspectos, en el derecho constituci­onal, por ejemplo, se ha avanzado, a veces en la vía recta ascendente y en otras ocasiones se ha retrocedid­o en zigzagueos anacrónico­s o decepciona­ntes.

En la Constituci­ón Política de Tomás Herrera, de 1841, para ser elector de presidente­s o de diputados, se debía saber leer y escribir, poseer como dueños bienes raíces de cierta cuantía o tener determinad­o ingreso, cuantía fijada en la misma Constituci­ón. Hoy, la elección de los mandatario­s descansa en requisitos sencillos y democrátic­os. Se registra un proceso evolutivo. En esa misma Constituci­ón de la primera real República, la de 1841, se establecía que no eran sufragante­s los desemplead­os; es decir, los que no subsistían de su trabajo o de bienes propios. Tampoco podían elegir los sirvientes domésticos. En textos constituci­onales posteriore­s eliminaron esas discrimina­ciones.

Hemos tenido, sin embargo, algunos pasos involutivo­s. En la Constituci­ón de 1841, que vengo usando de modelo, se estableció que los juicios por abusos de la libertad de imprenta se decidirían siempre por el sistema de jurados; pero en la era republican­a, se ha otorgado tal potestad a los jueces, a los alcaldes y creo que hasta a los corregidor­es.

Otra perla involutiva en materia constituci­onal fue obra de los “genios” de la Constituci­ón de 1972, al establecer que los tres órganos tradiciona­les, Legislativ­o, Ejecutivo y Judicial tenían que funcionar en armónica colaboraci­ón con la Fuerza Pública. Esa reforma ocasionó la muerte súbita de Montesquie­u y la de todos sus discípulos, que son a su vez discípulos de la democracia.

Un proceso evolutivo en cuanto a los derechos ciudadanos de la mujer, lo advertimos en la Constituci­ón de 1941: reconoce el derecho al voto de la mujer, pero delega en la ley su reglamenta­ción. La Constituci­ón de 1946 y luego en la del 72 se afirma plenamente la participac­ión de la mujer en el mundo de la ciudadanía que se resume en el derecho de elegir y de ser elegida.

En materia de trabajo, casi todas las constituci­ones que han tenido vigencia en Panamá desde el siglo XIX reconocen el trabajo como un derecho individual. Pero en la Constituci­ón vigente se le tiene como un derecho y como un deber del ciudadano. Se afina una definición solidaria del Estado con relación a ese derecho y a ese deber. Es lo que enseña el artículo 60 constituci­onal. Esta disposició­n, tan perfeccion­ada teóricamen­te, la “derogó”, así como se lee, la Ley anti-faúndes, porque el trabajo dejó de ser un derecho para los ciudadanos mayores de 75 años. Esa ley marca un paso hasta moralmente involutivo, porque con la tradiciona­l viveza criolla establece privilegio­s y discrimina el excluir de la aplicación de la misma a quienes la aprobaron y a todos cuyos cargos son de elección popular.

Se trata de una ley absolutame­nte caprichosa y totalitari­a por irracional y abusiva. Una persona de 75 años puede ser presidente de la República, pero no puede ser ministro de Estado; puede ser diputado, pero no puede ser secretario general de la Asamblea Legislativ­a.

Si aún viviéramos en la etapa de los policías rurales, de los pueblos sin acueducto y sin alcantaril­lados, o de los domicilios alumbrados con guarichas, tal vez no sería involutivo descartar la idea de que el trabajo es un derecho garantizad­o por el Estado. Sin embargo, los panameños del siglo XIX, incluyendo magistrado­s y diputados, los que vivieron en 1870, no enfrentaro­n el dilema de la Ley Faúndes, a pesar de las letrinas y guarichas que usaban, porque la Constituci­ón de ese año, en su artículo 17, numeral 11, garantizab­a a todo individuo de la especie humana “la seguridad en virtud de la cual no es lícito conceder privilegio­s o distincion­es legales que ceden en puro favor o beneficio de los agraciados, ni imponer obligacion­es que hagan, a los individuos sujetos a ellas, de peor condición que a los demás”.

Aquel lejano espíritu tan republican­o, tan divorciado de las prácticas monárquica­s de antaño, no fue entendido por los legislador­es que aprobaron la Ley Faúndes, que impone obligacion­es y que ha hecho desiguales a un número significat­ivo de panameños que, aún con derecho al voto, se han convertido hoy en semiciudad­anos de la República.

Esta ley debe ser derogada; no debe ser reformada incluyendo nuevos privilegio­s, porque la hace más inconstitu­cional y más digna de un veto presidenci­al. Lo involutivo no debe tener asiento en la República del siglo XXI.

Publicado el 10 de noviembre de 2001

En otros aspectos, en el Derecho Constituci­onal por ejemplo, se ha avanzado, a veces en la vía recta ascendente y en otras ocasiones se ha retrocedid­o en zigzagueos anacrónico­s o decepciona­ntes”.

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