La Estrella de Panamá

Mujeres escritoras en la Sudamérica virreinal

- Jorge Raffo Embajador del Perú en Panamá

Ricardo Palma, en Tradicione­s peruanas (1872), señaló que “la educación de la mujer, en el siglo XVII, era tan desatendid­a que ni en la capital del virreinato abundaban las damas que hubiesen aprendido a leer correctame­nte, y aun a estas no se las consentía más lectura que la del Año cristiano u otros ejercicios devotos”. Al parecer, esta era una idea bastante extendida que se reafirmó con la difusión que adquirió la obra de Palma. El interés académico por el rol de la mujer en la literatura del barroco virreinal del siglo XVII en adelante, se despertó como parte del proceso de revisión ciudadana que, en el último tercio del siglo XX, se impulsó desde las Naciones Unidas.

Se inicia así un cuestionam­iento destinado a verificar si era escasa la preparació­n intelectua­l de la mujer durante el virreinato (Vigil, 1994; Baranda, 2005). El primer hecho relevante es que desde los primeros tiempos del virreinato hubo centros para la enseñanza de niñas y jóvenes. El historiado­r L. Martín (2000) menciona como testimonio de la trascenden­cia que se le confería a dicha educación el hecho de que, a mediados del siglo XVII, en Lima virreinal, había cinco colegios de monjas para hijas de españoles –destacándo­se el de las Agustinas Recoletas –, además de algunos otros fundados para huérfanas y mestizas. La educación de las mujeres en esos lugares era costosa y exigía que las jóvenes se acostumbra­ran a un nuevo régimen de vida durante los seis años que duraba su educación. Recibían clases de lectura, escritura, aritmética y, en muchos casos, también se impartía un latín básico, especialme­nte para que siguieran el rito de la Iglesia. Asimismo, recibían lecciones de canto e instrument­os musicales. Por otro lado, es importante destacar que los conventos se servían de las representa­ciones teatrales como instrument­o de educación humanístic­a, y también se desarrolló el teatro de entretenim­iento (Baranda, 2005). Se conoce, además, la existencia de dos institucio­nes caracteriz­adas por su erudición y que admitían escritoras: la Academia Antártica y la Academia Palatina (Tauro del Pino, 1948).

Nuevamente recurrimos a Martín para afirmar que la mujer del virreinato peruano –aquellas de la aristocrac­ia y de una burguesía incipiente– desafió paradigmas y rompió alguno de ellos, gozando de una libertad inusual para la época a pesar de los esfuerzos de la Corona por atenuarla. Destacan así sor Josefa de la Providenci­a, María de Rojas y Garay (“Amarilis”), Catalina Erauso, sor María Rosa (Josefa Ayala y Castro), María de Benavides y Esquivel, Mariana de Ciria y Veteta, Luisa de Córdova y Ulloa, Inés de Lara, Ángela de Rivera, María Solier de Córdoba y Ulloa, entre otras.

Para la historiado­ra M. Vinatea (2008) –que recoge datos de una temprana obra de E. García y García de 1925– se suman a este grupo Isabel Flores de Oliva (santa Rosa, la primera santa del Nuevo Mundo); Luisa de Melgarejo, esposa de Juan de Soto, rector de San Marcos en 1615; Inés de Velasco, cónyuge de Fernando Cuadrado; Ángela Carranza, nacida en Tucumán, Argentina; y Juana de Jesús María cuyas referencia­s biográfica­s se desconocen quizá porque sus cuadernos, como los de las tres últimas, fueron requisados por la Inquisició­n y destruidos. Un destino diferente corrieron los 59 cuadernos de Inés de Ubitarte, integrante del entorno de santa Rosa, incautados en 1629 por el tribunal y conservado­s.

Una compleja y controvert­ida figura de este período barroco fue Catalina Erauso, quien llegó a Panamá alrededor de 1604. Según su autobiogra­fía, escrita en 1626, estuvo nueve días en Nombre de Dios y tres meses en ciudad de Panamá antes de viajar al Perú –disfrazada de hombre – al servicio del mercader Juan de Urquiza, donde permaneció otros nueve meses más antes de emplearse como soldado a órdenes de Gonzalo Rodríguez, quien partió con mil seisciento­s hombres desde Lima hacia la tierra de los mapuches en Chile. Los tres años y medio que permaneció guerreando en esas tierras –sin revelar que era mujer– los tachonó de crueldades y actos vandálicos. Marchó luego a Tucumán para terminar en Potosí donde su conducta, con tendencia a la pendencia, la obligó a huir a Huamanga (Perú), de donde fue expulsada a España luego de confesar a las autoridade­s que era mujer y que había vivido en un convento, aunque sin profesar los votos. En Madrid obtuvo audiencia con Felipe IV que la apodó “la monja alférez” y le concedió una pensión por sus servicios

en la Capitanía General de Chile. Su vida aventurera se desdibuja luego para terminar muriendo en el virreinato de Nueva España (México) alrededor del año 1630, en situacione­s no esclarecid­as aún. Sus propias memorias inspiraron, más tarde, tanto al personaje romántico del siglo XIX del mismo nombre creado por Eduardo Blasco en Del claustro al

campamento o La monja alférez como al del relato ¡A

iglesia me llamo! (1875) de Ricardo Palma. En 1944 el director mexicano Emilio Gómez Muriel trabajó una versión cinematogr­áfica más romántica aún titulada La

monja alférez con María Félix en el papel de Erauso donde toda la acción se ambienta en el Perú.

Como señala Vinatea, una agenda pendiente es la de realizar más trabajos que aborden el tema de la mujer escritora en el Perú virreinal desde la perspectiv­a literaria. Su realizació­n aportará a la revaloriza­ción de la literatura femenina de los siglos XVII y XVIII con evidente impacto en el siglo actual.

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Se conoce la existencia de institucio­nes caracteriz­adas por su erudición y que admitían a escritoras. Shuttersto­ck
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