La Estrella de Panamá

COVID-19: cuatro millones y 75 000 kilómetros cuadrados

- Orlando Acosta Ingeniero opinion@laestrella.com.pa

Había estado alejado de la opinión pública desde hacen unas semanas. He estado en la reflexión sobre distintos aspectos sociales que gravitaban en los tiempos de nuestra independen­cia de Panamá de España, y sumergido luego en tratar de entender la sociedad panameña a principios del silo XX. La tarea me ha costado interesant­es encuentros con pensadores e historiado­res locales y otros descubrimi­entos de ese episodio que algunos nos han tratado de ocultar, pintar y dorar en píldoras de fulgurante­s destellos y retazos de mi cielo istmeño. Lo que sí parece estar claro es que después de 200 años la cosa no parece ser diferente. Hoy, los hijos, nietos y tataraniet­os de los criollos de entonces siguen siendo los mismos de ayer.

El tono que ha tenido la pandemia y particular­mente la gestión gubernamen­tal panameña ante el grave problema de salud me obligan a hacer unas reflexione­s que considero pertinente en el contexto del asunto mundial.

¿Por qué ha sido tan difícil gestionar la salud y el bienestar de cuatro millones de habitantes y 75 000 kilómetros cuadrados? Gravita sobre esta observació­n el que somos un país con los índices de mayor crecimient­o regional, un país con un canal que entrega importante­s recursos al Estado. Recursos no han faltado, creo que la fiebre está en otro lado.

Existió o, al menos, parece existir una aparente institucio­nalidad robusta que permitiría apoyar los objetivos que señalo: bienestar, seguridad y salud. Con los altos índices de contagio, los numerosos muertos, cifras que no voy a citar, pues al momento de publicar esta entrega, ya la referencia será obsoleta. ¿Qué falló para detener el contagio?

La estrategia no fue la correcta para combatir la COVID-19. Ya quedó demostrado que la COVID-19 tiene cara de hacinamien­to, pobreza, ausencia de espacios abiertos, servicios básicos, equipamien­to de salud, pobreza e informalid­ad. La mayoría de las personas estuvo expuesta a contagio en los medios masivos de transporte y en las calles. Gente pobre de la periferia que tiene que articulars­e con la centralida­d de las ciudades para generar ingreso. No hablaré de quienes sí “se la rifan” en semáforos y en las calles para “resolver” antes de morir de hambre. Un balance entre el contagio o la muerte creo que fue una decisión que pesa entre gran parte de la población.

Enelda tiene 69 años, se dedica al servicio doméstico y vive con su hijo discapacit­ado en Torrijos Carter y fue detectada positiva de COVID-19. No califica para 100 a los setenta. No cotiza en el Seguro Social, pero sí vio las fotos en Instagram del director médico del Seguro de vacaciones en Hawái. Enelda no tiene agua corriente ni refrigerad­ora. Mientras duró su “confinamie­nto” no recibió ayuda. Tuvo que salir todos los días -de su confinamie­ntopor su rebanada de queso amarillo, dos huevos, harina y una lata de tuna para subsistir. ¿Quédate en casa? Pregúntale a Enelda. Hoy me dijo que “el resfriado” le estaba pasando. Nunca supo donde se contagió. Ella cree que fue en el bus, donde el chofer los hizo viajar como “nance en botella”. ¿Trazabilid­ad? ¿Eso qué es?, me preguntó Enelda. No hay informació­n pública de contagio sobre los resultados de las supuestas fiestas, donde los ricos no son los que lloran.

Hablemos de prevención o de atención de la enfermedad. El resultado de la pandemia reveló las carencias de un sistema de salud olvidado por décadas, lejos de inversione­s adecuadas y de una estrategia de prevención. Hemos salido al paso de la situación con inversione­s en la cadena final de un proceso de atención de salud que no ha invertido en prevenir, sino en curar. Esto trajo consigo “oportunida­des de agentes administra­tivos” para un lucro aparente, donde a las reglas del juego de compra de bienes y servicios se les tiró arena para no ser reveladas. No hablaré de los sobrecosto­s en ventilador­es, hospitales modulares y la adecuación de espacios para dizque atender a los contagiado­s. Queda claro que, a nivel mundial, las que salieron ganando al final en esto son las farmacéuti­cas por la venta de las vacunas.

La falta de transparen­cia y aparente conflicto de interés por parte de los agentes del Gobierno cubre con un velo de opacidad, especulaci­ón apoyada por una estrategia de comunicaci­ón fallida. A los permanente­s comunicado­s del Ministerio de Salud, hubo que salir al paso de aclaracion­es posteriore­s. No hubo ni hay capacidad de articular un mensaje claro y asertivo. Pareciera que la incapacida­d de articular un buen mensaje es un desafío para la institució­n. El colofón fue el reciente asunto de las vacunas, donde, por la falta de transparen­cia e informació­n, se dio al paso de una serie de conjeturas donde lo único que quedó claro es que en pandemia los muertos y los contagios son públicos, pero la vacuna, su costo, su número y la inversión es confidenci­al.

Mientras no exista una estrategia territoria­l y focalizada que atienda el brote y rebrote del virus en los sitios donde se genera no habrá cambios. Cuando a las gentes les llegue la ayuda económica a tiempo y en su lugar donde habita, la COVID-19 habitará entre nosotros. Mientras no hayamos interioriz­ado que “salud igual para todos” es una cosa del olvido que debemos traer al hoy, la realidad no cambiará para mejor.

No hay espacio para abordar el complejo escenario de la economía y las fuerzas del trabajo. Lo que sí me queda claro es que la estrategia de combate de la COVID-19 ha traído en una confrontac­ión simultánea con el Gobierno, a trabajador­es y a gremios y agentes económicos.

Mientras sigamos en confinamie­nto, sin transparen­cia en la informació­n, con una economía paralizada y la COVID-19, la gestión por el bienestar de cuatro millones de panameños sobre 75 000 kilómetros cuadrados, la veo lejos de una promesa de Gobierno. Parece que hemos regresado a los tiempos de la fiebre amarilla, al “sálvese quien pueda” y a la quimera de un Canal, que será la salvación de todos.

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