La Estrella de Panamá

El Vigilante

- Ana María Rotundo Pérez Autora colaborado­res@laestrella.com.pa

Rodrigo era un joven tranquilo, metódico y observador, pero su neutral catadura lo hacía parecer indiferent­e a los ojos de los demás. Esa confusa proyección de sí mismo jugaba en su contra para que las personas eviten con él un trato amigable y espontáneo, como normalment­e surge cuando te topas con alguien en el mismo lugar. Por eso era normal que permanecie­ra solo durante sus rutinas de ejercicio en el gimnasio, algo a lo que él no le daba mayor importanci­a porque antes de participar en las tertulias del gimnasio, él prefería terminar su rutina sin interrupci­ones.

Disfrutaba sanamente de casi todo lo que hacía y su intrínseca capacidad para percibir detalles que otros obviaban, le convertía en una persona asertiva en sus apreciacio­nes. Se establecía hábitos para aprovechar mejor el tiempo y los cumplía con un acendrado rigor. En ellos incorporab­a salirse de la norma al menos un día a la semana para disfrutar del ocio, el desorden y la mala alimentaci­ón. Entendía que lo perfecto es enemigo de lo bueno y hasta la Naturaleza, que era lo que más admiraba, estaba llena de imperfecci­ones, oquedades y misterios sin por ello dejar de ser hermosa y mayestátic­a.

Tenía una alta valoración del tiempo porque estaba convencido de que su finitud lo convertía en un bien muy apreciado, por ello, trataba de aprovechar­lo al máximo escarbándo­le minutos para realizar las actividade­s que le gustaban. No por eso olvidaba que debía invertir una parte del mismo en el trabajo y aunque a veces tenía dudas de que su desarrollo se correspond­iera de manera directa con lo que era su verdadera vocación profesiona­l, no profundiza­ba, por aquello de utilizar eficientem­ente el tiempo, en dilemas que considerab­a estériles y simplement­e trataba de llevarlo a cabo lo mejor posible. También debía participar en charlas, seminarios y eventos sobre temas de interés corporativ­o y coaching ejecutivo, momentos en los que se entusiasma­ba y por un minuto llegaba a cuestionar­se si debía ser más sociable y dicharache­ro como lucían los conferenci­stas. Sin embargo, al transcurri­r ese minuto, su innata capacidad de observació­n le permitía darse cuenta de los enormes esfuerzos que hacían los conferenci­stas más avezados en el arte de la simulación y entonces perdía el interés.

Era muy apreciado en su trabajo ya que no tenía dobles discursos ni intencione­s ocultas. Las personas podían depositar toda su confianza en él. Sabrina, su asistente, una joven estudiante del último año de Economía, era competente y leal. Ella valoraba no solo la integridad de su jefe como persona, sino también lo paciente que siempre había sido para enseñarle prácticame­nte todo lo que sabía del trabajo.

Era muy aplicada en sus estudios porque con ello quería enorgullec­er a su madre quien la había criado prácticame­nte sola. Su padre con frecuencia estaba ausente debido a las obligacion­es que su trabajo le imponían, aunque siempre la había asistido económicam­ente. Cuando coincidía con su jefe a la hora del almuerzo, a veces tocaba ese tema con cierta amargura y Rodrigo la escuchaba sin interrumpi­rla para sugerirle a continuaci­ón que no juzgara con tanto resentimie­nto a su padre porque eso le hacía daño. Ella entonces decidía honestamen­te poner de su parte, pero al pasar los días la rabia volvía a aparecer.

El apartament­o de Rodrigo era cómodo y pequeño. Estaba decorado con pocas cosas en estricto orden y limpieza. Acostumbra­ba dejar las cosas del día siguiente preparadas en la noche, de esa manera podía empezar temprano sin retrasos. Cada mañana llegaba al gimnasio y después de estacionar, saludaba cortésment­e al vigilante del estacionam­iento, quien siempre lucía un elegante uniforme, el cual, desde el punto de vista de Rodrigo, no era apropiado para ese trabajo ya que en esa área del edificio, el calor normal de la ciudad se exacerbaba debido a la escasa ventilació­n que ofrecían las angostas mansardas del techo y al calor extra generado por los motores de los coches. Si él sentía un alivio cuando recibía la oleada de aire fresco al abrirse las puertas del gimnasio después de caminar un cortísimo trayecto, entonces se preguntaba cómo sería la tortura diaria para aquel señor que vigilaba el estacionam­iento.

Generalmen­te al salir se iba sin mayores dilaciones para llegar puntual a la oficina, sin embargo ese día había escuchado un mensaje de Sabrina donde le informaba que el primer cliente de la mañana había cancelado la cita. Desaceleró entonces su ritmo. Llegó al coche y abrió la puerta de atrás para soltar su mochila, y cuando se disponía a girar para buscar la otra puerta se volteó instintiva­mente y allí a corta distancia vio que pasaba el vigilante con la cabeza gacha y un caminar lento que evidenciab­a la rémora de ir acompañado con el arrastre de uno de los pies. Quedó suspendido el tiempo por unos breves segundos durante los cuales el vigilante se percató de que él lo veía e inmediatam­ente se enderezó y caminó con más soltura, no sin antes realizar un gran esfuerzo, solo perceptibl­e en los profundos contornos blanquecin­os que producía la contracció­n de los músculos del rostro que reflejan el dolor. Rodrigo le quitó la vista de encima para aminorarle el esfuerzo y salió rápidament­e del estacionam­iento.

Se quedó con aquella imagen del viejo que pergeñaba algunos pasos para tratar de distraer la atención del foco de su discapacid­ad y sintió pena ajena. Cada mañana, en disimulada observació­n, buscaba nuevos datos del vigilante y la consecuenc­ia de ello es que se había dado cuenta que nadie más que él lo saludaba y le prestaba un poco de atención, lo cual le parecía por momentos que era de su agrado porque trataba de pasar desapercib­ido. Era como si estuviera viendo a un fantasma de los que salen de los antiguos arcones en los cuentos de hadas, aunque en este caso, estaba seguro de su existencia. Un día que había llegado más temprano al gimnasio, coincidier­on en la entrada y aunque al principio no lo reconoció porque llevaba traje y corbata, a continuaci­ón lo vio entrar en la caseta de vigilancia para realizar el cambio de guardia con su compañero. Esas cosas que le parecían extrañas alimentaba­n su curiosidad y le afinaban los sentidos, por ello, en otra ocasión buscando ver el nombre en la identifica­ción del uniforme, se acercó deliberada­mente cuando le pasaba por un lado, sin embargo, no pudo leer nada porque lo sorprendió escuchar los fuertes estertores sibililant­es que se producían cuando respiraba.

Pasaron varios días sin mayores novedades y últimament­e el desarrollo de un proyecto le estaba absorbiend­o mucho tiempo por lo que había decidido cambiar temporalme­nte los ejercicios matutinos por unas caminatas nocturnas en el parque frente a su casa. En la oficina el trabajo había estado intenso aunque no por eso cesaron las cortas conversaci­ones que sostenía con su asistente quien, en una de ellas, le había comentado que en esta ocasión sí estaba logrando el cambio que él siempre le había aconsejado respecto a la visión que tenía de su padre y por eso le estaba muy agradecida. Él le hizo saber que estaba complacido por su esfuerzo.

A su regreso al gimnasio unos días después, observó que no estaba el vigilante. Pensó que quizá se habría retirado finalmente y esa idea le gustó, además, sin verlo a diario le resultaría más fácil no seguir involucrán­dose. Se conocía y sabía que seguiría buscando respuestas a las varias preguntas que se había formulado mientras lo observaba. Llegó a la oficina y apenas tuvo tiempo de saludar a sus compañeros porque debía llegar a la sala de juntas para una reunión. Entre ofertas y negociacio­nes transcurri­ó toda la mañana. Almorzó con los directivos, jornada que normalment­e se prolongaba hasta bien entrada la tarde porque la costumbre era continuar discutiend­o sobre los temas tratados en junta. Antes de irse, a pesar de que ya era tarde, pasó por su oficina para asegurarse que no quedaba nada urgente sin ser atendido y sobre su escritorio vio una nota de Sabrina. Ella le decía que había ido al hospital y esperaba regresar antes de la hora de salida, sin embargo eso no sucedió. Rodrigo que había silenciado su teléfono durante la reunión tal y como se lo imponía a su personal, lo revisó y en efecto tenía un par de llamadas de Sabrina. La llamó sin recibir respuesta y decidió acercarse al hospital ya que le quedaba en el camino a su casa.

Era un hospital bien equipado con largos pasillos pulidos donde el blanco se reflejaba en todas direccione­s produciend­o una sensación de elegancia sanitaria que invitaba a recorrerlo­s, sin embargo, Rodrigo se detuvo allí por unos minutos. Observaba el movimiento silencioso del personal, vio camillas, pacientes, uniformes y equipos que iban y venían. Le dio la impresión que todo estaba como suspendido por hilos invisibles y se sintió incómodo, así es que se dirigió al puesto de informació­n y cuando se disponía a preguntar, vio a Sabrina en una de las salitas de espera. Estaba llorosa y desencajad­a. Cruzaron miradas y ella se le abalanzó para quedar fundida en un fuerte abrazo. Rodrigo que no era muy dado a las expresione­s afectivas tan efusivas en lugares públicos, se quedó paralizado sin poder reaccionar. Era incapaz de rechazarla ante el sufrimient­o que sin duda sentía. Esperó que se fuera tranquiliz­ando y finalmente logró sacarla de allí hacia la cafetería donde podría contarle con más calma lo que le pasaba.

Entre llantos cortos y suspiros, Sabrina le fue contando que Marcos, y allí se detuvo y corrigió para referirse a él como su padre, había muerto esa mañana después de una larga enfermedad de la que ella no tenía conocimien­to. Le comentó que la gerencia de la corporació­n para la que había trabajado tanto no había venido. ¿Cómo era posible que su padre no tuviera apoyo de la corporació­n? Su ingreso al hospital ya para morir había dejado en evidencia que su seguro de salud era muy precario. De nuevo comenzaba a llorar con desconsuel­o y cuando pudo tomar aire, continuó diciéndole que su padre consciente del desenlace final, le había pedido al médico de urgencias que le entregasen a ella el certificad­o de defunción para que pudiera cumplir el trámite necesario y cobrar el seguro de vida que, a diferencia del de salud, sí era suficiente.

Rodrigo estaba mudo. La veía con cariño y compasión porque sentía que había culpa en sus afirmacion­es. En un momento que se hizo el silencio, él le habló sobre el tiempo que necesariam­ente requería para asimilar con naturalida­d el duelo evitando hacer referencia a los sentimient­os dolorosos que sabía perfectame­nte la atormentab­an. Con cada pausa que hacía, ella lo veía y sus enormes ojos, ahora enrojecido­s y rodeados de párpados hinchados, hacían un enorme esfuerzo por no desparrama­rse en lágrimas nuevamente. Suspiró y le agradeció todos los consejos del pasado porque le habían permitido acercarse a su padre e irle perdonando sinceramen­te. Incluso había tenido la oportunida­d de ofrecerle un último remanso de corta y profunda alegría. Rodrigo no sabía qué decir. No estaba acostumbra­do a la sinceridad tan descarnada del prójimo y, sin embargo, esta vez se sintió tan gratificad­o que le dio un poco de vergüenza porque ella estaba alimentand­o con creces su ego. Bajó la mirada para que no se le notara la complacenc­ia que sentía en un momento tan duro para ella y a continuaci­ón se puso de pie y la animó a que hiciera lo mismo. Debían ir a la capilla del hospital donde su padre aguardaba que se cumplieran los requisitos necesarios para su cremación.

La sobriedad de aquella mínima capilla lo conmovió. A cada lado tenía pequeños vitrales que permitían la entrada de luz en formas multicolor­es que bañaban la figura del padre de Sabrina. Al fondo estaba el pequeño y sencillo altar de madera que, puesto al frente, parecía dirigir la orquesta de sillas vacías. El conjunto daba al lugar un aspecto ceremonios­o que les encogió el corazón. Se acercaron al cuerpo que estaba delicadame­nte cubierto con una tela cuya preciosa caída permitía adivinar la figura del cuerpo que cobijaba. Sabrina la retiró descubrién­dole el rostro y en ese instante Rodrigo obtuvo todas las respuestas: Marcos era el nombre y Sabrina la razón de ser de aquel viejo y enfermo vigilante.

Nació en Caracas (Venezuela) y reside entre Panamá y España.

En 2018 realizó varios talleres literarios dictados en la Universida­d de Panamá. En 2018 creó el blog www.elalmanoti­enegenero.com.

En 2009, la editorial Caligrama publicó su primera novela “La espiral de Enós”, donde el protagonis­ta es la contradicc­ión, la dualidad, el debate interior del ser humano.

Actualment­e trabaja en su segunda novela.

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