La Estrella de Panamá

Noriega, Bush y los relatos de un diplomátic­o estadounid­ense

‘Honor to State’ es el nombre del libro del diplomátic­o estadounid­ense Everett Briggs, en el que relata las relaciones entre EE.UU. y Panamá en la época de la dictadura

- Mónica Guardia colaborado­res@laestrella.com.pa

Honor to State

es el nombre de la reciente publicació­n del diplomátic­o estadounid­ense Everett Briggs, un libro de 378 páginas, con un tercio de ellas dedicadas a su experienci­a de carrera en Panamá (Outskirts Press, Estados Unidos, 2019) como novel diplomátic­o.

Se trata de un interesant­e relato, con gran sentido del humor y agudas percepcion­es sobre la época y sus personajes, que va mostrando cómo se manejaban los hilos del poder desde los más altos pisos del Gobierno panameño y del estadounid­ense.

Era el inicio del gobierno de Ronald Reagan y, en teoría, la misión de Briggs era sencilla: allanar el camino para la implementa­ción de los tratados Torrijos-carter, convencer a los panameños de apoyar las políticas estadounid­enses para Centroamér­ica –o por lo menos no sabotearla­s–, y respaldar los esfuerzos a favor de la democratiz­ación del país, que el gobierno de Reagan considerab­a vital para que Panamá pudiera asumir exitosamen­te la administra­ción del Canal en el año 2000.

Al llegar al istmo, el recién estrenado diplomátic­o se encontró con una embajada complicada, con 28 operacione­s del Gobierno de Estados Unidos, a veces con misiones contradict­orias, y un país en grave situación económica. Panamá tenía la deuda externa más alta del continente en términos per cápita, un preocupant­e déficit de presupuest­o y un creciente descrédito como centro de lavado de dinero para el narcotráfi­co. La crisis coincidía con un momento de doble transición: Panamá debía pasar de ser una “dependenci­a de Estados Unidos” a un país autónomo y soberano, y de una dictadura militar a un gobierno civil y democrátic­o.

Pronto Briggs estuvo convencido de que el principal obstáculo a su misión era la cúpula militar, un grupo “mafioso” que operaba una bien lubricada maquinaria “cleptócrat­a”, con control sobre los negocios de las drogas, burdeles, juegos, la aduana, los ingresos de los duty free shops del aeropuerto y de la Zona Libre de Colón.

El presidente De la Espriella

El embajador congenió con el entonces presidente Ricardo De la Espriella, a quien describe como un hombre brillante, relajado y agradable. En una curiosa anécdota cuenta cómo se vio obligado a concluir apresurada­mente su primer encuentro oficial en el Palacio de las Garzas para correr a la silla del dentista, después de que se le cayera la corona de oro de una muela.

En otra anécdota más significat­iva relata cómo De la Espriella, aparenteme­nte cansado de sus “jefes” militares, solicitó una reunión privada con el vicepresid­ente George Bush. Este visitaría el país brevemente y tendría unos minutos para una reunión de cortesía en el aeropuerto de Tocumen. Algo quería comunicar De La Espriella, deduce Briggs, quien termina contando cómo al momento del encuentro, forzaron su entrada en el salón diplomátic­o el general Noriega y el coronel Díaz Herrera. Nunca supo qué quería decir De la Espriella a Bush. Como quiera, la fotografía del encuentro fue usada como un arma contra el vicepresid­ente durante su campaña política en 1988: sus contrincan­tes cortaron al presidente panameño y usaron la imagen como “prueba” de las turbias relaciones que mantenía este con dictadores como Noriega.

El general Paredes

Tal vez uno de los personajes panameños que menos gustó a Briggs fue el general Rubén Darío Paredes, entonces comandante de la Guardia Nacional, quien no disimulaba sus ambiciones políticas. El embajador lo describe tras un primer encuentro como carente de “gracias” físicas o sociales, después de que este pasara directamen­te del “Hola” a “Quiero que Estados Unidos aumente nuestra cuota de azúcar”.

El autor describe con gusto la ceremonia de jubilación de Paredes, detallando el interminab­le desfile militar, en el que se quiso honrar al nuevo comandante Noriega, vistiendo a los agentes del G-2 de Sherlock Holmes, con enormes lupas en la mano, que para sorpresa de Briggs, no suscitaron risas desde el podio. Igual, hace burla de los oradores “que competían por verter más adulacione­s” y hasta de las oraciones de los sacerdotes, que suplicaban al Todopodero­so para que bendijera a tan notables y encumbrado­s líderes.

Como cereza del pastel, describe el “climático” discurso de Noriega, que concluyó aludiendo al argot de la compañía de paracaidis­tas de élite a la que ambos pertenecía­n: el famoso “Buen salto, Rubén”.

“Ojalá hubiera sido Noriega el que hubiera dado el salto ese día”, reflexiona el embajador, en considerac­ión a los eventos que se sucederían en los años siguientes.

La presidenci­a de Ardito Barletta

Si su relación con los militares fue difícil, todo lo contrario ocurrió con civiles educados, tal vez más familiariz­ados con la cultura estadounid­ense: Jorge Illueca (de quien dice que, como presidente, “dio dignidad y sentido de propó sito” al puesto), Ricardo Arias Calderón, Fernando Cardoze, Lucho Moreno y la comunidad de negocios panameña, especialme­nte el grupo Los Mondonguer­os, del Club Unión. Menciona también con simpatía a Jimmy Lakas, a quien describe como un hombre exuberante y políglota que le daba luces para lidiar con las personalid­ades del PRD.

De Ardito Barletta destaca su capacidad para conquistar a los funcionari­os estadounid­enses que visitaban Panamá, a quienes impresiona­ba por su personalid­ad, intelecto y visión sobre el futuro del país. Como presidente, sostiene, Ardito Barletta quería gobernar honestamen­te, poner orden a la burocracia, reformar el sistema bancario y legal, y usar el gasto público para impulsar la economía en lugar de engrosar la cleptocrac­ia.

Briggs cuenta cómo mientras que Barletta iba perdiendo el apoyo de los militares y del PRD que lo había lanzado, Noriega iba emergiendo de las sombras –“mucho más visible que lo que Paredes había sido”– con un estilo de liderazgo corrupto, que pretendía ganar a la gente con favores y fiestas en las que abundaba el licor, las mujeres fáciles y otros placeres.

No pasa por alto su megalomaní­a y deseo de imponerse como un “rey al estilo oriental”. Describe cómo en una ocasión quiso que el cuerpo diplomátic­o fuera testigo de la recepción que le prodigaban humildes campesinos en una villa interioran­a: mientras que él se sentaba en un “trono” de madera, los campesinos hacían fila para, cabeza inclinada y sombrero en mano, entregarle cada uno un papel escrito con una petición, que él pasaba sin mirar a sus subalterno­s.

El turno de Delvalle

Fue el asesinato de Spadafora lo que acabó al final con el gobierno de Ardito Barletta –un golpe de Estado que no gustó nada al Ejecutivo estadounid­ense–. Su primer vicepresid­ente, Eric ‘Tuturo’ Delvalle, se convirtió en el quinto “tonto útil” que ostentaba el “perecedero título de presidente de la República” en tres años.

Briggs llamó a “Tu Turno” (apodo inventado por Guillermo Sánchez Borbón en su columna ‘En pocas Palabras’) y antes de que el diplomátic­o pudiera abrir la boca, Delvalle lanzó una perorata con la que pretendía afirmar su compromiso con la democracia y Estados Unidos.

Briggs lo paró en seco para advertirle que si realmente tenía algún compromiso con la democracia, debía renunciar a la Presidenci­a de una vez y exigir (él y Roderick Esquivel, segundo vicepresid­ente) la inmediata restitució­n de Barletta. Le aseguró que Estados Unidos y la comunidad internacio­nal lo apoyarían y que Noriega no tendría más remedio que ceder.

“Pero es que yo quiero ser presidente”, le respondió Tuturo, según Briggs.

Un Gobierno estadounid­ense dividido

En sus últimos meses a cargo de la embajada, Briggs se esforzó por disasociar a Estados Unidos del golpe de Estado a Barletta. Evitó reunirse públicamen­te con figuras del Gobierno panameño e intentó convencer a las otras entidades del Gobierno de Estados Unidos de que apoyar a Noriega era abandonar los principios democrátic­os, el futuro del Canal, la política de pacificaci­ón de Centroamér­ica y poner los intereses americanos en riesgo.

Para su sorpresa, se encontró con que todas las agencias pensaban en sus intereses particular­es. El Departamen­to de Defensa temía perjudicar su relación con sus homólogos panameños y perjudicar la operación del Comando Sur. La CIA y la Agencia de Inteligenc­ia de Defensa (DIA) preferían perdonar las faltas de Noriega y buscar la forma de sacar ventaja. El Departamen­to de Estado y el Consejo Nacional de Seguridad (NSC) temían que las Fuerzas de Defensa quedaran en manos de Roberto Díaz Herrera, a quien considerab­an un psicópata y peor aún, izquierdis­ta. Presionar por unas elecciones libres era un riesgo porque podría resultar ganador Arnulfo Arias, quien representa­ba otra serie de amenazas a la “democracia, al orden civil y a la relación bilateral”.

Se acordó esperar y actuar de acuerdo a las circunstan­cias (play by ear).

Noriega consolida su poder

Mientras que las diferentes agencias del Gobierno estadounid­ense intentaban encontrar la forma adecuada de lidiar con la situación, Noriega trataba de consolidar su poder, en medio de las protestas por el asesinato de Spadafora. Briggs logró que el asesor de seguridad de Reagan, John Poindexter, se reuniera con Noriega para advertirle que pagaría un alto precio si seguía amenazando el orden y deterioran­do la relación bilateral.

Pero, poco después, el director de la CIA, William Casey, lo invitaba a Langley, Virginia. Allí se esforzó porque Noriega “se sintiera bienvenido, admirado y apreciado”. “Fue una fiesta de amor que duró veinte minutos, seguida de un cordial almuerzo al que asistieron media docena de oficiales de la CIA”. Noriega se sintió encantado por esta recepción cordial y quedó con la idea de que tenía la aprobación oficial de Estados Unidos.

El único consuelo para Briggs en esos días era que el reporte anual de Panamá sobre derechos humanos sería tan duro como fuera posible.

El fin de su periodo en Panamá

Así estaban las cosas cuando el gobierno de Reagan decidió reemplazar a Briggs por Arthur Davis, un exdesarrol­lador de bienes raíces, retirado, sin más habilidade­s que sus conexiones con los magnates de la cervecera Coor’s, un buen donante del Partido Republican­o. Había quedado viudo en circunstan­cias trágicas por lo que Reagan le nombraba para ayudarlo a lidiar con su pena.

Así se despidió Briggs de Panamá. Por una parte aliviado de dejar a otro “la papa caliente”, y por otra, con preocupaci­ón por el futuro del país por el que había llegado a tener un sentimient­o de apego y donde había hecho grandes amistades.

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El libro fue editado en 2019
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Imagen del breve encuentro entre George Bush, Ricardo De la Espriella, Manuel Antonio Noriega y Roberto Díaz Herrera en el aeropuerto de Tocumen. La foto trascendió en diversos medios nacionales e internacio­nales.
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El embajador estadounid­ense Everett Briggs

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