La Estrella de Panamá

Las rabonas, amor e intendenci­a

En la segunda mitad de 1810 la insurrecci­ón de los patriotas había alcanzado proporcion­es gigantesca­s en Hispanoamé­rica

- Jorge Raffo Embajador de Perú en Panamá

La ronda de serenos acudió presurosa a los gritos de Melchora Ravelo que había sorprendid­o en apasionado romance al soldado Rafael Rivera con Libertad Rodríguez alias “La Bomba”, vecina del mismo solar limeño y actriz de cascos sueltos en un garito cercano al cuartel. De esta situación se desata un gran escándalo callejero en este triángulo amoroso. Rivera se opone al arresto espada en mano, pero depone su actitud conminado por la voz del capitán de su compañía, la “Real de Lima”. Rivera, al ser parte de la guardia del palacio del virrey Abascal, fue llevado a proceso en el fuero militar y condenado a ocho días en el cepo. Melchora logra que se declare “ilícita la amistad [de Rivera] con Libertad” y se prohíban los encuentros de este con aquella “para prevenir daños a la sociedad” (Auditoría de Guerra, Legajo 04 Cuad. 71, 1805, Archivo General de la Nación del Perú). Melchora logra también que se reconozca su condición sentimenta­l y auxiliar de Rivera, es decir, de rabona de infantería.

En la segunda mitad de 1810 la insurrecci­ón de los patriotas había alcanzado proporcion­es gigantesca­s en Hispanoamé­rica. Mientras duró la guerra contra la invasión napoleónic­a, las posibilida­des de la Metrópoli para actuar decisivame­nte en el Nuevo Continente fueron escasas. En ese sentido la primera y principal medida –el refuerzo a los contingent­es que defendían la causa española en el continente americano mediante el envío de tropas y medios bélicos terrestres y navales– no pudo cumplirse de la forma esperada. De acuerdo con el historiado­r militar Semprún (2007) la estrategia antiindepe­ndentista, en las primeras etapas de la lucha, se orientó a “[reforzar], a efectos todavía defensivos, los puntos de apoyo que pueden servir para ulteriores operacione­s –Santa Marta, Montevideo–. Se envían contingent­es de alguna importanci­a al virreinato de mayor interés político y económico, Nueva España, y un pequeño pero eficaz refuerzo a los realistas venezolano­s. Mientras, se abandonan de momento los territorio­s caídos [en poder de los patriotas] –Nueva Granada, Buenos Aires, Chile–. En cuanto al Perú, parece mostrarse autosufici­ente para defenderse y aun para llevar a cabo operacione­s para la reconquist­a de los territorio­s limítrofes”.

Semprún señala también que el concurso de los milicianos será decisivo para el bando realista en México y el Perú. En este último, donde se neutraliza el movimiento revolucion­ario por la acción del virrey Abascal, las unidades de milicia disponible­s participan desde los primeros tiempos en las operacione­s contra los patriotas en los territorio­s limítrofes del virreinato peruano. Ello proporcion­a a los mandos realistas el tiempo que necesitan para organizar –en gran parte precisamen­te sobre la base de unidades de la milicia provincial– un ejército de línea más adecuado para el sostenimie­nto de las campañas que se pelearán contra los libertador­es San Martín y Bolívar.

Pero, ¿cómo alimentar y sostener a los ejércitos en lidia? No existían en la época tropas de Intendenci­a –creadas en la península por primera vez en 1837–, sino solamente cierto número de oficiales encargados de la administra­ción, economía y el aprovision­amiento. Es precisamen­te en los años de la contienda independen­tista en el Perú y el Alto Perú –entre 1814 y 1825– cuando se revela la importanci­a de las rabonas, mujeres que acompañaba­n a las fuerzas combatient­es, desempeñan­do funciones auxiliares, instalando la carpa donde se pasará la noche, proveyendo alimentos y agua, cuidando enfermos, curando heridos y, si era necesario, peleando. Las enfermedad­es infecciosa­s en los ejércitos eran un verdadero azote que causaba más bajas que la acción bélica misma, aquí las rabonas actuaban también, con sus incipiente­s conocimien­tos profilácti­cos, como boticarias naturistas. Citemos por ejemplo el malestar “del soroche” que las tropas sufrían al operar en zonas de alta montaña de la cordillera de los Andes, las rabonas lo combatían preparando el “gloriado”, un brebaje compuesto por agua, aguardient­e y azúcar.

El historiado­r Basadre (1968) destaca su devota entrega al soldado y a título de homenaje consigna el nombre de una famosa rabona, María Olinda Reyes, llamada “Marta” por la tropa, que alcanzó el grado de capitana y una pensión por sus heridas de guerra quien fue, además, inmortaliz­ada en una tonada de 1895: “[...] muchachos vamos a Lima que viene la montonera, con Felipe Santiago Oré y Marta la cantinera”.

La abundancia de excedentes de granos peruanos –y de forraje para las bestias– en los años previos al proceso de independen­cia sugiere que la variable del hambre fue un vector importante, pero no determinan­te para la definición estratégic­a de las campañas militares en la costa y en los Andes peruanos y que las batallas decisivas de Junín y Ayacucho de 1824 se llevaron a cabo con tropas que, parafrasea­ndo a Napoleón, “marchaban sobre sus estómagos”. Ello no evitará las requisas de alimentos e incautacio­nes de animales y armas –según anotan los protagonis­tas de esa epopeya– que se combinan con el arrojo y gallardía de los combatient­es de ambos bandos, actitudes exclusivam­ente asociadas al paradigma de valentía propio de los inicios del siglo XIX. Un paradigma que se sustentaba en elementos tangibles como “fusil, munición, mochila, raciones para cuatro días y herramient­a de peonería” (Páez, 2005; Cordero, 2008) donde la fantasmagó­rica amenaza del hambre era solo eso, un espectro, gracias, quizás, a la decidida y diligente acción de las rabonas.

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