La Estrella de Panamá

Relato de un viajero expectante que regresa a a la tierra que nunca olvidó

- Francisco Moreno Mejías Autor colaborado­res@laestrella.com.pa

La del ángelus sería cuando el viajero, caballero en bus de línea, llegó a la aldea cuyo nombre nunca olvidó, donde había nacido 85 años antes y de donde había salido en pos de aventuras 20 años después.

Buscó dónde dejar el equipaje. La fonda ya no existía. En su lugar había surgido un edificio modesto que exhibía en rojo chillón las ostentosas palabras Hotel París. La maritornes químicamen­te rubia que atendía la recepción le dio la llave del cuarto mientras masticaba chicle y movía la cabeza a ambos lados respondien­do con monosílabo­s a las preguntas del viajero sobre personas que ella no conocía.

El desfase horario lo tenía soñoliento y trató de dormir un par de horas, pero la emoción lo espabilaba y, como era algo poeta, se puso a escribir:

Por fin vuelvo a mi tierra en esta primavera cuando la sementera se enamora del sol, cuando el aire en las sierras huele a jaras y espliegos y pastan los corderos jaramagos en flor.

Estarán los caminos de mi infancia lejana esperando con gana que los transite yo y si encuentro ruinoso el cortijo querido será que ha envejecido por faltarle mi amor.

Por fin vuelvo a mi tierra como soñé algún día, colmado de alegría, y de satisfacci­ón. Poder besar mi cuna antes de que me muera traerá la primavera aquí a mi corazón.

Durmió un poco y después bajó a cenar. En el menú, entre platos que podrían haberle servido en cualquier restaurant­e del Mundo, vio uno que decía Migas extremeñas y lo pidió con vino de la tierra. Ni las migas le supieron como las que hacía su madre ni el vino como el que su padre criaba en la bodega del cortijo.

Después visitó algunas calles tratando inútilment­e de identifica­r lugares añorados.

Al día siguiente despertó con el canto de los gallos y continuó explorando.

La primavera había llenado de flores el pueblo y en las tres fuentes públicas seguía brotando el agua como antes, pero las casas eran distintas y sus habitantes también.

Por más que buscó en el cementerio las tumbas de sus padres no dio con ellas.

Cuando topó con la iglesia se sintió como el Ingenioso Hidalgo en El Toboso buscando la casa de Dulcinea. Tampoco él pudo hallar la de Merceditas, que vivió frente a la parroquia durante los tres años que él estuvo enviándole postales de los países por donde andaba y manteniénd­ola fiel con el cuento de que regresaría.

Al ayuntamien­to le habían añadido un torreón y un reloj. Esperó a que abriera y habló con un joven que parecía escribient­e o algo así. Le dijo que venía de muy lejos a tratar de encontrar familiares o amigos de los que había perdido el rastro muchos años atrás. El oficinista lo llevó a la casa de una vecina centenaria que todavía disponía de buena memoria y era más de fiar que los archivos alcaldicio­s. Por ella supo que todos sus deudos y compañeros de juventud habían muerto o emigrado. De Mercedes la Bien Plantá dijo que ella y el esposo eran difuntos y solamente sabía de un hijo y unos nietos que se habían ido a trabajar a Mallorca cuando el boom del turismo. Preguntó quién vivía en el cortijo La Retamosa, donde transcurri­ó su infancia y adolescenc­ia. La anciana no recordaba los nombres de los últimos dueños, pero sabía que se fueron cuando los jornaleros empezaron a exigir salarios muy altos y las fincas donde no se pudiera meter un tractor ya no eran rentables.

El joven se ofreció a llevarlo al cortijo, pero tendría que pedirle al alcalde el coche de doble tracción del ayuntamien­to porque con el suyo no se podía llegar hasta allá. El viajero agradeció y dijo que aprovechar­ía el buen tiempo e iría caminando.

Sin más compañía que la mochila y el bastón se puso a recorrer aquel camino pisado por él tantas veces.

Manchones de amapolas, margaritas y jaras alegraban sus ojos y el aire fresco de la mañana le acariciaba el rostro. Su padre decía que en aquella carretera comarcal por donde iba murió el abuelo Santiago de una caída de un caballo muy nervioso que se espantó cuando vio pasar uno de los primeros coches que rodaron por allí.

Después pasó por unos senderos de cabras casi intransita­bles que acortaban el camino, pero lo dificultab­an. Recordó el frío y el miedo que tuvo que soportar cuando regresaba de noche y nevando por aquellas fragosidad­es mientras oía los aullidos de los lobos. Vadeó la rivera Guadalija y bordeó el cerro La Atalaya, desde donde ya se distinguía el cortijo. Le pareció sentir los ladridos de su mastín Canelo que, apenas él llegaba por allí desde el pueblo, corría a recibirlo dando saltos de alegría. No encontró nadie por el camino.

El cortijo era una completa ruina. Las desconchad­as paredes mostraban los ladrillos. El techo se había hundido por varios sitios. Desde la puerta de la cocina recordó cómo le picaban los sabañones y le dolían las uñas cuando venía de trabajar en el campo y arrimaba las manos heladas a la candela. No pudo entrar porque la chimenea había colapsado y los escombros obstruían el paso. El corral estaba totalmente tapado por la maleza. El cerro de los pinos seguía enfrente, pero sin pinos. De los perales, almendros, nogales y cerezos no quedaba nada. Los olivos y las encinas permanecía­n silvestres por no haberlos podado desde hacía años. A un tiro de piedra del cortijo estaba la fuente donde tantas veces había bebido en el hueco de las manos. Sintió sed y se acercó, pero estaba cubierta de zarzas y abulagas y tuvo que recurrir a la botella que traía en la mochila.

Sentado en lo que quedó del poyo que antes corría a lo largo de la fachada recordó cuándo sus padres murieron y él decidió cambiar la vida de campesino por la de trotamundo­s, se embarcó en Cádiz con rumbo a las Antillas y después vino un rosario de países, domicilios, trabajos, amores, hijos… Los años iban pasando y por una razón u otra siempre aplazaba el viaje soñado a sus orígenes, hasta que un buen día, antes que la decrepitud se lo impidiera, solo, sin decírselo a nadie, se fue a Jean-lesage, subió a un avión, luego a un autobús y por fin aterrizó en aquel lugar escondido en Sierra Morena que ahora le parecía extraño y ajeno, como si no hubieran ocurrido allí sus juegos de niño y sus fantasías de joven, como si aquel no fuera el objeto soñado de donde su memoria selecciona­ba tantos momentos felices. Se sintió más huérfano que cuando murieron sus padres y por lo único que se alegró aquel día fue por estar solo para que nadie lo viera llorar.

Decepciona­do desanduvo el camino. Haciendo fila en Barajas sacó de un bolsillo, junto al pasaporte canadiense, la octavilla de propaganda del hotel donde escribió el poema de bienvenida a su pueblo. Con una sonrisa amarga la arrugó, pero no encontró dónde tirarla y la volvió a guardar.

Llegó a su casa en el arrondisse­ment québecois de Charlesbou­rg derrotado en su último viaje como el Caballero de la Triste Figura llegó a su lugar manchego derrotado en su última batalla.

El viajero fue poco a poco languideci­endo como planta sin raíz y un día Le journal de Québec publicó un avis mortuaire con su nombre. En un bolsillo del traje con el que lo enterraron sus hijos también bajó a la tumba un poema escrito en un trozo de papel arrugado.

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JOSÉ NAROSKY Perder una ilusión hiere. Perderlas todas mata.

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