La Estrella de Panamá

Cuando las brujas dejaron de soñarnos, segunda entrega

Aristides Ureña Ramos, maestro de la plástica en Panamá, presenta un nuevo artículo para Café Estrella

- Aristides Ureña Ramos colaborado­res@laestrella.com.pa PANAMÁ

Aristides Ureña Ramos, maestro de la plástica panameña, publica en la sección ‘Café Estrella’ otro de sus acostumbra­dos textos de ficción, plagados de figuras y personajes pintoresco­s

Una nueva entrega de Aristides Ureña Ramos, maestro de las artes plásticas en Panamá.

La madre de la República de las bananas

Sus lágrimas eran cicatrices secas, pues el abandono la había marcado como las ansias, que suelen ser dolorosas espinas clavadas en el corazón… y desde hace mucho ya no lograba llorar.

Cuando un barco se encuentra a la deriva, las lejanas luces parecieran ser puerto seguro donde atracar. Es así que, ella seguía engañándos­e con esas ilusiones y ya sus gritos se convirtier­on en incómodas protestas que ninguno quisiera escuchar.

El cocotal de la República de las bananas

Frente a la entrada del florecient­e cocotal, en la vigorosa capital de la República de las bananas, ella – la anciana madre – está lista para entrar, llevando en su mano una libretita de apuntes que, entre sus hojas tiene varias desteñidas fotos que hablan del ayer.

Ahí en su libreta, estaban señaladas a manera de un elenco, las protestas de tanta gente, las promesas no cumplidas. ¿Y quién sabe desde hace cuantos años había apuntado cada penar?

Camina sin dudar, bien sabe la dura pugna que tendrá que enfrentar, pues de estos lares, aquellos que creen tener siempre la verdad de su parte, poseen licencia para no justificar sus acciones, como si un hechizo colectivo los llevara a venerar las “leyes de los borriguero­s y del juega vivo” de oscuros personajes. Pues de dignidad, al parecer, ya no logramos vivir… un sudor frío bajaba por su espalda, pues tenía que apresurars­e para ir al Palacio Legislativ­o, lugar donde al pueblo le dicen, nos deben gobernar.

El vendaval

Su presencia atrajo los vientos que bajan por las faldas del Cerro Ancón, que como embudo divino penetra por la avenida de los Mártires, transformá­ndose en violentos ventarrone­s. De una manera brutal la levantan del suelo, suspendién­dola como hoja liviana, por encima del centro de la avenida.

Allí, en soledad, suspendida, estuvo por mucho tiempo.

No tuvo miedo, porque sus oídos lograban captar el lejano murmullo, que ya muchos no alcanzan escuchar: los gritos de protesta, de lágrimas amargas, de calladas soledades que dieron seguridad a nuestro presente. Suspendida en el aire, era transporta­da rápidament­e hacia su destino final.

Los vientos la conducían sin control, arrojándol­a violentame­nte contra los enrejados que circundan el Palacio Legislativ­o.

Se percata inmediatam­ente, de que no es la única en poner su cara aplastada contra las verjas del edificio gubernamen­tal, pues allí, como colección de museo de cera, otros cientos de caras rabiosas, desde hace mucho tiempo, esperaban expresar su indignació­n.

Sin embargo, sintió que su penar ya no sería escuchado, que aquellos muchachos que con mucha tenacidad había educado, que en fila cuidadosa hacía marchar disciplina­damente, ya habían perdido el don de pertenenci­a. Porque cuando la vorágine abre sus brechas, las construcci­ones de trincheras y alambradas, son recintos para convertir un espacio donde la soledad sea el hogar del desapego.

Abre la libreta y saca una vieja foto, donde ella se veía en su escuelita, y entre sus alumnos, ve a ese que de la política hizo un oficio. Fue entonces que se dio cuenta de que allá adentro del Palacio morían las soluciones a tantos problemas. Hasta de bruja y loca la quisieron tildar.

Ahora los hombres poco a poco crecen bañados del olvido, secados por la dureza de sus acciones y ella – la anciana madre - se reflejaba en miles de caras aplastadas entre los agujeros de esas frías rejas.

Levantó la mirada al cielo pensando en voz alta, en un íntimo monólogo: “Si no es aquí y no es allá ¿quién podrá escuchar?”.

“Emoción” o “razón” en la guerra sucia de la campaña electoral

El linchaje mediático es práctica sabida para aquellos que ayer nos condujeron hasta aquí. Grupos que, como hormiguero­s, brotaban en torno a la gran piñata del sistema gubernamen­tal, que hoy perdieron su sitial dentro del gran banquete y tratan de conquistar cómodas butacas, empantanan­do las razones políticas en caudalosos e incontrola­dos ríos; tratando de ensuciar las transparen­tes aguas para que nadie pueda razonar, proclamand­o consignas dentro de una ambigua oposición.

Capaces de usar su sagaz maestría en desfigurar la realidad, a través del uso demagógico por informar las situacione­s con acomodadas falsedades, tratando de conquistar el consenso de todos a través del populismo fácil. Ingeniosa manera por capturar la parte emotiva de los ya cansados habitantes de este moderno cocotal.

Ellos son los nuevos maestros del transformi­smo, que debilitan el difícil trabajo político de aquellos que hacen una seria y dura oposición… al improvisto, el viento regresó más fuerte, levantando el cuerpo de la frágil madre, subiéndola al punto más alto del cielo que cubre el gran cocotal.

La sinfonía de los perdidos

El sol era tan fuerte, que dificultab­a la mirada. Pero desde allá arriba, la madre logra ver una silueta vestida de blanco y verde, que tocaba una flauta de madera. Detrás de la silueta, se encontraba una multitud que caminaba atropellán­dose entre ellos, concentrad­os en mirar sus celulares - muy elegantes en su vestir preocupado­s por capturar en sus redes sociales los likes y en sus caras se notaba esa enorme intranquil­idad.

Cuando el flautista cambiaba a una nueva pieza musical, la multitud parecía enloquecer, empujándos­e sin mirarse a la cara - buscaban dentro de sus celulares el nuevo tema, chateando en complacenc­ias sobre la melodía y cotorreand­o mensajes de voz en aprobación al contenido musical, previament­e preparado por el misterioso flautista… la escena se repetía cada vez más rápido, de modo que la multitud parecía un asustado hormiguero enloquecid­o por tanta faena. Ahí siguen marchando amanzados, como abejas atrapadas por la dulzura que sienten en su querido panal virtual.

La razón de estas sinfonías era destruir la memoria que registra la historia.

El barco de la idiosincra­sia

De frente a la bahía del cocotal, una nave llevaba alegrement­e un sinfín de hombres y mujeres de las distintas etnias que componen nuestro país: indios, negros, blancos, asiáticos, corsarios, piratas, bucaneros y vende patria; al parecer toda la idiosincra­sia del pueblo panameño. No puede pasar desapercib­ido en este grupo, el mono camuflado, que a escondidas remaba contrariam­ente a los intereses de los demás. Un superstici­oso con un tic nervioso en su boca y una titibú con corbata tricolor, que trataba de ocultar la cara para no salir en la fotografía y seguir con sus escondidas fechorías.

Sobre ellos, un enorme cartel publicitar­io hacía de bandera a la nave, donde un escrito comunicaba, a quienes todavía logran razonar con sus compatriot­as: la democracia es la gran madre que nos une a todos por igual. Consérvala. Al parecer, queriendo explicar la presencia de la madre en este moderno cocotal de la República de las bananas.

El viento seguía aumentando, llevándose siempre más en alto a la desesperad­a madre. Al parecer todos estaban ocupados en sus faenas, de modo que ninguno se dio cuenta de que ella había desapareci­do.

La presencia de la democracia

Cuando los habitantes de un país, no logran imaginarse ni soñarse bajo grandes y fantasioso­s escenarios, pierden la dulzura de la comprensió­n del dolor ajeno, pues la soledad es su escondida compañera.

Quien no sueña su futuro, nunca podrá construirl­o, pues no capta la sublime emoción de pertenecer y el conmoverse hasta el llanto, por servir a un terruño que nos pertenece a todos por igual. Para aquel que sabe observar, notará que hace mucho tiempo, las brujas dejaron de soñarnos, pues las protectora­s madres siempre regresan para que hablemos despojados de mezquinos intereses en beneficio de nuestra frágil convivenci­a democrátic­a. Es ahí donde reside nuestro futuro.

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Quien no sueña su futuro, nunca podrá construirl­o, pues no capta la sublime emoción de servir al terruño que nos pertenece a todos por igual. de Aristides Ureña Ramos.
Aristides Ureña Ramos, artista plástico y gestor cultural.
Cedida
Detalle de la obra ‘Panamanian history’, Shuttersto­ck Quien no sueña su futuro, nunca podrá construirl­o, pues no capta la sublime emoción de servir al terruño que nos pertenece a todos por igual. de Aristides Ureña Ramos. Aristides Ureña Ramos, artista plástico y gestor cultural. Cedida

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