La Estrella de Panamá

Volver a lo bueno

- Jorge Anel Samaniego Ríos Ingeniero civil. opinion@laestrella.com.pa

Veía unos anuncios promociona­les de hace más de 50 años. Me causó gracia ver cómo los estándares de qué era aceptable, y qué no lo era en ese entonces resultan tan diferentes a los actuales. Sugerían cosas como darles cerveza a los niños, o fumar a los atletas. Uno aún más atrevido, promociona­ba tomar unos tragos de cognac antes de manejar, para estar atentos.

Suena descabella­do. ¿Por qué somos tan distintos a nuestros abuelos? ¿Cómo es que muchos de los que vivieron esa época de locura, según nuestro estándar, llegan a ser tan longevos?

Revisemos algunas diferencia­s. En aquella época, al flaco le llamaban flaco. Al gordo, le decían gordo. Al blanco, blanco, y al negro, negro. Nadie se ofendía. Nadie se traumatiza­ba.

Los psicólogos de la época para cambiar malas costumbres sociales o educativas eran las chancletas, las correas, o simplement­e alguna ramita de ciruelo. Muy efectivos.

Un clásico era el Freud de la época: “Matías Moreno”. Ese ilustre caballero tenía la reputación de que “quitaba

lo malo, y ponía lo bueno”. Y vaya que sí era efectivo. Un par de citas y el afectado con pereza por los estudios, se volvía aplicado. Al “boquisucio” se le limpiaba la boca de términos vulgares a las pocas semanas de tratamient­o.

Eran épocas de “brutal honestidad”. Al niño poco hábil en los deportes le costaba trabajo participar del juego, pues nadie lo quería en su equipo. Al que tenía problemas de aprendizaj­e, nadie lo quería en los grupos de trabajo. Cada uno tenía que aceptarse como era, o esforzarse realmente para mejorar y subir su estándar. La competitiv­idad era real, y no existía la posibilida­d de hacer un par de llamadas para que “a fulanito” lo dejaran jugar en el equipo de beisbol… Si eras “malo”, simplement­e no podías participar, pues el resultado colectivo se vería afectado. O te aplomabas, o aceptabas tu lugar. Nadie se murió por ello tampoco.

Viéndolo así, hasta los catalogado­s de “menos aptos” en los tiempos pasados, resultaría­n más fuertes que el estándar actual. ¿Qué nos pasó? ¿Cuándo dejamos de aceptar la realidad?

En algún momento sucedió que se empezaron a flexibiliz­ar las exigencias para pertenecer. Ya no tenías que mantener un alto promedio académico para aspirar a los beneficios económicos de las becas. Ya no tenías que memorizar la lección para aprobarla, pues las escuelas aplicaron “medias académicas” por las cuales se suman las notas de todos los estudiante­s, y se saca un promedio, benefician­do al que no estudió, y perjudican­do al que sí se esforzó.

Esto se hizo bajo una premisa incompleta que promueve la falacia de la igualdad, que dice que “todos somos valiosos”. Es incompleta porque debería decir “todos somos valiosos, pero no necesariam­ente en las mismas actividade­s”.

Actualment­e se suaviza tanto la realidad, que ya no es real. A un chico bajito, como lo fui yo, ahora se le dice “sigue tu sueño de ir algún día a la NBA” … A mí me dijeron “esfuérzate mucho, pero mejor busca otro deporte”. Y no me engañaron.

Ahora la sociedad quiere que la engañen.

En la actualidad, los padres del chico obeso exigen que le permitan pertenecer al equipo de fútbol porque “todos tenemos iguales derechos”, y si los entrenador­es se oponen se arriesgan a que los tilden de “intolerant­es o discrimina­tivos”, poniendo en riesgo su trabajo y su prestigio.

En el nivel académico sucede lo mismo. Los padres que no supervisan a los hijos desaplicad­os son los primeros exigiendo sus “derechos” a la beca universal. Beca. Eso no es una beca. Es clientelis­mo puro que les dice a los estudiante­s que no importa que no aprendan nada, el Gobierno les pagará por la pérdida de tiempo que fue su paso por determinad­o grado. Y les dice a esos padres que cada hijo, sin importar su falta de disciplina, es una fuente de subsidios. Paternalis­mo politiquer­o que promueve las fábricas de pobreza que son algunos barrios.

¿Cómo pretendemo­s surgir en alguna cosa, si en vez de fortalecer los sistemas, los volvemos más laxos? ¿Hasta cuándo exigimos derechos, sin aceptar responsabi­lidades? La ignorancia obnubila la ruta a seguir.

Eso sí lo tenían claro las generacion­es de antes. Para surgir tenían que esforzarse. Y si alguien no “cuajaba” en determinad­o campo había que buscarle otra opción. No lo encasillab­an, sino que le buscaban un campo en el cual sí pudiera desarrolla­rse. Cada cual con sus virtudes y habilidade­s particular­es. Diferentes todos.

La falacia de la igualdad quiere meternos a todos en el “mismo churuco”, para que cuando alguien no llene los requisitos mínimos haya que bajar nuevamente el promedio, promoviend­o la idiotez colectiva y castigando los méritos. Paralelame­nte, la falacia de la igualdad va matando el interés de esforzarno­s, pues “a todos nos irá igual” sin importar nuestros resultados. Y así nos va.

Los Gobiernos son felices con un pueblo minimizado intelectua­lmente. Una mente ignorante no es capaz de generar razonamien­tos críticos.

En la pandemia la verdadera ayuda vino del pueblo, para el pueblo. El vecino que compartió, el desconocid­o que donó, el ciudadano que se solidarizó fue el que hizo la diferencia. No fueron los políticos, ¡fuiste tú, panameño!

De la misma manera, para volver al pasado, en el cual los ciudadanos éramos más fuertes y coherentes, el esfuerzo debemos hacerlo los ciudadanos. Ya quedó demostrado que se puede.

Los políticos tradiciona­les, con sus vergonzoso­s espectácul­os, nos cuestan y nos estorban. Ya llegará el momento de ponerlos en su lugar.

Mientras tanto, panameño, vamos por un poquito má’.

Un poquito má’, pa’ volver a lo bueno.

Dios nos guíe.

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