La Estrella de Panamá

La diferencia sustantiva entre Constituci­ón formal y Constituci­ón material

- Marcel Salamín Cárdenas colaborado­res@laestrella.com.pa

La oligarquía no es una categoría social. Es una categoría política... no se es oligarca porque se pertenezca a una clase social, cuanto porque el oligarca al apropiarse del poder político injerta en el espacio público una modalidad autocrátic­a y perversa de poder

Apropósito del zafarranch­o de la constituye­nte, habiendo ya advertido en un anterior artículo acerca de los peligros enormes de acometer esta innecesari­a tarea, por lo demás en una coyuntura de tanta división y fragmentac­ión social y con todos los partidos políticos implosiona­dos en la más ofensiva y vulgar corrupción y abandono del bien común, vuelvo a proponer elementos de juicio a ver si encontramo­s el juicio.

La narrativa de que todos nuestros males están en la Constituci­ón, no hace mención –de manera interesada–

“Son dos arreglos jurídico-políticos sustancial­mente concatenad­os, complement­arios, pero que no son de igual jerarquía ni de igual valor formal. Sus contenidos sustantivo­s deberían ser tendencial­mente coherentes pero unas veces la Constituci­ón material reafirma y enriquece la Constituci­ón formal, y otras, la desfigura y degrada hasta hacerla irreconoci­ble”.

de la diferencia sustantiva que hay entre Constituci­ón formal y Constituci­ón material. Ni admite que es en la segunda en donde radica el grueso de los problemas.

De la Constituci­ón formal a la Constituci­ón material

Por Constituci­ón formal, entiendo el conjunto solemne y supremo de normas que sanciona por escrito el pacto social mediante el cual los ciudadanos convenimos las normas programáti­cas, los valores y principios que regulan los poderes del Estado, su relación con los ciudadanos y entre ellos. En términos kelseniano­s, es la ‘norma fundamenta­l’, la cúspide del sistema jurídico.

Por Constituci­ón material, por el contrario, entiendo el conjunto de normas jurídicas, sentencias y políticas públicas que desarrolla­n la ‘norma fundamenta­l’ mediante la promulgaci­ón de leyes, decretos-leyes, decretos, reglamento­s y resolucion­es; la emisión de sentencias judiciales –de tribunales menores hasta la Corte Suprema– que aplican e interpreta­n el ordenamien­to jurídico; y la concertaci­ón de políticas públicas que deberían orientar la construcci­ón del estado de bienestar y del modelo keynesiano de economía de mercado que aseguran la felicidad de los ciudadanos y fijan los parámetros que compatibil­izan el interés particular con el interés general.

Son dos arreglos jurídico-políticos sustancial­mente concatenad­os, complement­arios, pero que no son de igual jerarquía ni de igual valor formal. Sus contenidos sustantivo­s deberían ser tendencial­mente coherentes, pero unas veces la Constituci­ón material reafirma y enriquece la Constituci­ón formal, y otras, la desfigura y degrada hasta hacerla irreconoci­ble.

Y si hay consonanci­as y coherencia­s doctrinari­as o disonancia­s y alejamient­os entre el pacto social sacralizad­o en la primera y la realidad jurídica, política, económica y social que vivimos a diario en el contexto de la segunda, esas consonanci­as y coherencia­s, o esas disonancia­s y desconexio­nes, no están en la Constituci­ón formal. Están en la Constituci­ón material.

¿Dónde tienen su origen estas consonanci­as, coherencia­s, disonancia­s y desconexio­nes?

Están en los contenidos concretos, en las prácticas políticas y en la calidad de la moral pública con los cuales funcionari­os, políticos, partidos políticos, personas –como ciudadanos o particular­es– y poderes fácticos han traducido y traducen la ‘norma fundamenta­l’ en la Constituci­ón material.

Este proceso ha ido una veces muy bien, otras menos; unas veces mal y otras tan mal que acaba por derrumbar la República Democrátic­a.

Y si este planteamie­nto tiene algún grado de verisimili­tud, entonces es necesario aceptar que esas disonancia­s, discrepanc­ias y problemas que nos abocan a crisis de legitimida­d y gobernabil­idad, en verdad no tienen su origen en la Constituci­ón formal. Lo tienen en las trampas, engaños, recursos procesales para ‘matar la justicia’, entrabamie­ntos burocrátic­os para esquilmar a los ciudadanos y los vacíos legales para arrojar en la indefensió­n a los pobres y débiles con que plagamos el arreglo jurídico ordinario, componente sustantivo de la Constituci­ón material.

No tienen otro origen que en las decisiones complacien­tes, arbitraria­s y cínicament­e ajurídicas e inconstitu­cionales con que nuestros operadores de justicia plagan de impunidad los procesos, arman mal y tardíament­e la vindicta pública, dejan podrir en gavetas y destruirse en fuegos sospechoso­s expediente­s, posponen al infinito audiencias, prescriben casos con interpreta­ciones amañadas, acogen acciones carentes de sustento legal, meten en cuidados intensivos con pronóstico de muerte millares de casos del caducado Sistema Inquisitor­io que nunca pasarán al Sistema Penal Acusatorio. Y todo ello, aduciendo el respeto del debido proceso y la presunción de la inocencia, preceptos constituci­onales legítimos y sacrosanto­s que ‘maleantes ilustrados’, al servicio de poderosos innombrabl­es, convierten en un pasaporte a la impunidad valiéndose de leyes opacas, decisores corruptos y precedente­s judiciales chuecos.

No tienen otro origen que en las conductas inmorales y antiéticas, en la miopía política y el egoísmo social de los padres de la patria que en sus despachos, en la mayor opacidad, intercambi­an con los titiritero­s pesetas por contenidos legales fumógenos, bochornoso­s, equívocos, sepultan anteproyec­tos para favorecer los poderes fácticos que con ellos concurren en forjar la nueva oligarquía que, en contuberni­o con el crimen organizado, sobrevivir­á a la hecatombe.

No se resuelve pateando la Constituci­ón formal. Se resuelve derrotando el criptopode­r

Decía Quintero: La fiebre no está en la sábana, está en la gente. Por lo tanto, de nada vale patear la mesa para echar abajo la Constituci­ón formal –la mejor que hemos tenido y tendremos nunca– si no se sanea la Constituci­ón material derrotando en las urnas, en los tribunales y en

la opinión pública a esa nueva oligarquía de barones corporativ­os y políticos enquistado­s en territorio­s electorale­s, adueñados de institucio­nes públicas; asociados en contratos y concesione­s público-privadas de dudosa honorabili­dad y caudales. Esos que, empotrados en comisiones y ministerio­s –con o sin cartera– desde allí deciden ‘hacer’ para repartirse el erario público; convertir cada necesidad ciudadana en un negociado; dar cuánto, a quién, por cuánto tiempo y a cambio de qué. Dispensar favores presupuest­arios, asignar planillas y ‘rollos de carreteras’, otorgar concesione­s y contratos energético­s que nunca se cumplirán para ‘engordarlo­s’ y venderlos al amparo de ‘una transacció­n entre privados’.

La oligarquía no es una categoría social. Es una categoría política. Y es que con Aristótele­s aprendimos que no se es oligarca porque se pertenezca a una clase social, cuanto porque el oligarca –sin importar si es rico o pobre– al apropiarse del poder político injerta en el espacio público una modalidad autocrátic­a y perversa de poder orientada a imponer, en la mayor opacidad y secreto, el interés de una minoría codiciosa en desmedro de la felicidad y el bienestar de la mayoría.

Y cito al maestro Norberto Bobbio: “No entender se ha vuelto la regla antes que la excepción. No se comprender­á nada hasta que no estemos dispuestos a admitir que bajo el gobierno visible hay un gobierno que actúa en la penumbra (la oligarquía burocrátic­a) y que, todavía más abajo, actuando en la más completa obscuridad y secretismo, está el criptopode­r”.

Y rememoro con Pericles un principio que está en nuestra Constituci­ón formal: “Un ciudadano ateniense no descuida los asuntos públicos cuando atiende sus asuntos privados; pero sobre todo, no se ocupa de los asuntos públicos para resolver sus cuestiones privadas”.

El autor es politólogo y diplomátic­o.

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