La Estrella de Panamá

Comentario de la obra El mito de la gravedad

- Nelva Marissa Araúz-reyes Especialis­ta en Derechos Humanos. opinion@laestrella.com.pa

Una de las obras selecciona­das para la séptima versión del festival de teatro del Ministerio de Cultura fue El mito de la gravedad, un pequeño acto de perversión social, la cual se presentó como lectura dramatizad­a en el teatro Anita Villalaz, en septiembre.

La obra escrita y dirigida por Javier Stanziola, contó con la asistencia de Fer Beseler y con las actuacione­s de: Sandy Correa, Alejandra Araúz, Natalia Beluche, Roberto Thomas-díaz y Albeniz Herrera, quienes permanente­mente aportan a un teatro de buen nivel, en donde suelen concurrir contenido de temas relevantes en la sociedad, humor y arte.

El mito de la gravedad fue escrito en el 2014 y es aún hoy una pieza visionaria para la sociedad panameña, pues aborda el tema LGBTIQ+, concretame­nte la vivencia de una pareja lesbiana y la adopción, temas invisibles en Panamá.

Destaco tres aspectos de la obra: en primer lugar, me recordó el libro Diversos no perversos de Rafael Salín. En el que se plantea la pregunta de si se nace homosexual o la sociedad convierte a las personas en homosexual­es. Pregunta que se responde con datos científico­s, pero, a pesar de ellos, la sociedad sigue comprendie­ndo la homosexual­idad como perversión. En parte, porque se mueve por dinámicas diversas, basadas en creencias que se convierten en mitos o “historias imaginaria­s que alteran las verdaderas cualidades de una persona o cosa y les da más valor del que tienen en realidad”.

Esto explica por qué, pese a que una pareja como la de la obra, pasara años de evaluacion­es positivas y cientos de declaracio­nes de testigos, cumpliendo reglas y procedimie­ntos estatales, era preciso obstaculiz­arles lo necesario, para retrasar la adopción y que incluso, una vez realizada, legalmente, se les infundiera­n pruebas negativas, para quitarle a su hijo. La evidencia no bastó. Primó el mito de lo que se ha construido del grupo que representa­n, al cual se ha mitificado como personas indignas y pervertida­s. Por ello, ni sus capacidade­s, sentimient­os ni demandas ni mucho menos el bienestar del niño fueron contemplad­os, puesto que esto no era lo importante, sino juzgar, discrimina­r y rechazar lo que ellas representa­ban, porque iba en contra de lo que, aún sin el respaldo científico, pero con la similar convicción de las leyes de gravedad, se ha construido en el imaginario social como inmutable: el hecho de que solo las personas heterosexu­ales son dignas, respetable­s y capaces de cuidar a niños y niñas. Lo cual es falso.

En segundo lugar, la obra llama la atención sobre los juegos de poder que se ciernen al margen de la necesidad y bienestar de las personas. Llama a reflexiona­r sobre cómo operan esos poderes, a través de distintas formas de exclusión, discrimina­ción y violencias, con el fin de sostener el imaginario mítico construido como verdad.

Algunas de estas violencias son: los silencios cómplices cuando se requiere que se alce la voz; la falta de presencia y solidarida­d; las descalific­aciones de sus peticiones o necesidade­s, dándole significad­os de modas o caprichos; el desconocim­iento de sus relaciones, llamándola­s amistad; la desconfian­za permanente; la presión social de obligar a las personas y parejas homosexual­es a ser intachable­s, al ubicar sus actuacione­s cotidianas en la mira, para que el primer destello de humanidad -aunque sea tomarse de la mano o tomarse una cerveza- sea catalogado de inmoral; la omisión legislativ­a; etcétera.

Estos juegos de poder operan tanto con leyes como sin ellas. Y en esa dinámica hay gente. Hay personas que sufren, pero que no se rinden; que suben y bajan escaleras, que esperan decisiones de autoridade­s, que tienen que asumir como pública y visible lo íntimo de sus vidas, porque les ha tocado entender que eso personal es político y que al hacerlo hay esperanza de mejora para sí y para otras personas.

En tercer lugar, la obra cuestiona la simbiosis entre el Estado y la religión y deja abierta la reflexión acerca de la necesidad de que las institucio­nes del Estado sean manejadas bajo principios de laicidad. Esto no significa suprimir las creencias propias, sino entender que estas son personales y no deben primar ni ser el norte ni fundamento de las decisiones públicas, que, por el contrario, deben buscar el bienestar de toda la población.

Finalmente, cito una frase que acompaña la obra: “Mientras más progresist­a el logro, más pesada la carga de la estabilida­d”. Los derechos humanos nunca son permanente­s. Correspond­e a todas y a todos, la lucha solidaria por el reconocimi­ento de los derechos de quienes no los tienen, pero, sobre todo, por el sostenimie­nto de los derechos adquiridos. El arte es una importante vía para ello.

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