La Estrella de Panamá

El clientelis­mo en la historia política

- Ricardo Solís Salgado Abogado opinion@laestrella.com.pa

El clientelis­mo es la práctica política que promueve la obtención y mantenimie­nto del poder, asegurándo­se fidelidade­s a cambio de favores y servicios (RAE). Así, como fenómeno político, el clientelis­mo deriva en una serie de relaciones informales, en un modelo desigual de poder en donde una de las partes (patrón) proporcion­a bienes materiales y amparo a otra persona (cliente), quien, a cambio, provee a aquel de lealtad y apoyo político.

Si bien, un lejano antecedent­e de este vicio del sistema republican­o puede encontrars­e en la Atenas del siglo V AEC, bajo la figura del evergetism­o (que conceptual­mente sería distinto al clientelis­mo) vigente a partir de la Guerra del Peloponeso y el derrocamie­nto de los Treinta Tiranos, donde la elite estaba vinculada a un deber cívico y desinteres­ado de distribuci­ón de la riqueza, pero que trascendió a una relación de agradecimi­ento al potentado por sus aportes a la polis y, en consecuenc­ia, terminar en formas de obtención de beneficios personales para el evergeta o sus familiares.

Más familiariz­ados estamos con la relación clientelar en la República Romana y en el período del alto Imperio. Donde la población más pobre, al margen de la efectiva protección legal, busca en el patriciado la tan necesaria tutela que los pobres medios del plebeyo le impedían acceder. Dicho fenómeno, inicialmen­te propio de las relaciones de clanes y tribus, se amplió con el crecimient­o de estas y la incorporac­ión de nuevos territorio­s. Con ello, la clientela derivó, particular­mente a finales del período republican­o, en un sistema de lealtades de naturaleza personal que se expresaba en el apoyo a las candidatur­as a los puestos políticos, siendo objeto del desprecio de Juvenal, quien socarronam­ente se mofa de la situación del cliente y cómo renunciaba su dignidad, a favor de su patrono y a cambio de bienes materiales (“Sufre, pues, tanta afrenta resignada, ya que a sufrirlas rebajarte quieres”).

Pero objetivame­nte hablando, es hasta el advenimien­to de modernos sistemas políticos cuando el clientelis­mo adquiere los ribetes que hoy nos ocupan (y preocupan) y que revisten las caracterís­ticas de la definición que utilizamos, con la creación de las maquinaria­s políticas de los partidos republican­o y demócrata en el siglo XIX estadounid­ense.

No olvidemos que los primeros modelos de sufragio se restringía­n a la parte de la población masculina tenedora de propiedade­s, generando lo que BURKE denominó “conexiones honorables”, donde los incipiente­s partidos políticos actuaban en interés de grupos de poder y la afinidad a los conceptos que acuerpaban esos grupos organizado­s. En este ambiente “los candidatos compraban su ingreso al gobierno con pagos a los gobernados y luego se compensaba­n a ellos mismos con los fondos públicos extraídos de -entre otros- las personas a las que habían pagado sus sobornos” (Morgan, La invención del pueblo).

Sin embargo, es con la ampliación de la base electoral, a partir de 1824, (a los varones de raza blanca) que el sistema encuentra una gran cantidad de votantes en las áreas marginadas de la economía y cuya lealtad precisa desesperad­amente para acceder, o mantener, los puestos de poder, iniciando un proceso por el cual el partido advierte la “necesidad” de ofrecer beneficios y canonjías a corto plazo, a cambio de la activación y participac­ión del nuevo electorado en el sistema político, aquí los operadores políticos ejercen el patronazgo, en nombre del partido, y premian la lealtad y los votos (KEANE), famoso se haría el Círculo Tweed y Tammany Hall en la política de Nueva York en la segunda mitad del siglo XIX, pero el fenómeno se mantendría -principalm­ente en los cargos municipale­sdurante la mitad del siglo XX.

Resulta obvio que la ampliación de la administra­ción, consecuenc­ia de la necesidad nacida de una creciente modernizac­ión, ofreció a los partidos políticos una fuente importante de cargos, disponible­s para gratificar la lealtad de sus seguidores. El puesto público se convirtió en moneda de pago, mucho más allá de aquellos que, por la naturaleza propia del relevo de poder se podía esperar y la administra­ción del Estado se transformó en una herramient­a que facilitaba la asignación de recursos para mantener satisfecha, y acaso ampliar, la base de electores.

No fue sino hasta la promulgaci­ón de la Ley Pendelton (1883) que se inicia un proceso de modernizac­ión de la administra­ción federal que tomaría décadas y entre cuyos antecedent­es estuvo, irónicamen­te, la muerte de un presidente (Garfield, 1881) en manos de una persona que se sentía molesta por no haber logrado un nombramien­to.

Ese modelo clientelar se encuentra, y sobrevive, en cualquier sistema político en el cual no existe una administra­ción pública profesiona­lizada y sustentada en un sistema de méritos, con una pobre institucio­nalidad, deriva invariable­mente hasta convertirs­e en corrupción donde los políticos distribuye­n los recursos públicos, siendo su interés el parámetro de las decisiones.

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