El alcalde más loco de Panamá
La Opinión Gráfica
No es asombroso que el inmenso material histórico, literario y corrupto que hemos vivido en Panamá durante 200 años no haya producido ningún premio literario internacional de importancia. Para ser honesto, todos tenemos culpa, porque, desgarradoramente, la costumbre entre nos es tratarnos de locos. Fíjense que el saludo más común entre amigos y conocidos es: “¿Qué pasó, loco?”. O “¿cómo estás, loco?”. Por tal razón, he consultado con algunos de los venerables ancianos que conozco para que me hablasen sobre algunas mañas alocadas de nuestros alcaldes capitalinos y de provincias y he quedado sorprendido por los trastornos de algunos.
La mayoría de los pocos adjetivados las perturbaciones las han demostrado en las rebuscas en dinero o por los efectos psicológicos del puesto o porque nacieron así. El primer caso maravilloso, para mí, porque como primera autoridad de su distrito tomó en cuenta a los animales, metiendo en planilla a su querido burro con un buen sueldo, cambiando feliz el cheque todas las quincenas, sin importarle si el “carga’o” (asi se llamaba el orejudo) comía paja seca o si se mantenía bien hidratado. El curioso caso se dió en la provincia de Los Santos y fue bueno, porque nadie se dio por enterado solo cuando el alcalde, que murió primero, no cambiaba el cheque a su amadísimo burro, que acumuló cheques hasta desbordar el escritorio. Esta anécdota me la contó don Nonín Jaén de Guararé.
Otro caso encomiable, ahora sí, fue el comportamiento del mejor alcalde de Penonomé, quien todavía, a DS gracias, vive cómodamente, a pesar de su avanzada edad. Don Fernández, quien fue el único alcalde del país que, en los tiempos de Torrijos, viajó a Washington como miembro importante de una delegación oficial y quien sigue dando ejemplos de buen panameño, de este señor no existe un solo comentario negativo, ni siquiera de parte de su esposa por la “chaparrita” ni viceversa. Pero este penonomeño de pura cepa acostumbraba a conversar con sus allegados y amistades frecuentemente en cualquier plaza, calle, fonda, restaurante o camino y, si por casualidad algún ciudadano se acercaba a pedirle algo, el alcalde, sin pensarlo, le decía al amigo con quien conversaba: “Deme cinco dólares”, y de inmediato se lo daba al pordiosero y punto, caso resuelto.
Ahora, me salto a varios alcaldes también históricos, para darle el turno a uno que luchó por llegar a la posición de burgomaestre en dos elecciones, hasta lograrlo a duras penas, dando angustiosas brazadas… Y ese sí está loquito, lo descubrí el día que llegó el primer avión con una carga de vacunas contra la peste. Este señor, que no tenía por qué estar allí estorbando a las autoridades sanitarias, saltaba incontrolablemente de un lado para el otro, como lo hacía Victorio en las tarimas, hacía sombras de boxeo delante de los funcionarios y las cámaras de televisión, calistenias y ranitas, como para demostrar que estaba en óptimas condiciones físicas.
Le dije a la que se imaginan, “este tipo está loco”. Y lo corroboré ahora en estas semanas del abril de 2022, que están recogiendo firmas para echarlo del puesto por el que tanto nadó. Digo, sí está tocado, porque insiste, cuan atribulado, a saltar y saludar ante los aplausos perversos de sus copartidarios, que saben que lo van a botar, pero que se burlan indolentemente de su liviana demencia... ¡Así tampoco, loco!