Persecución política
En los años que llevo observando el mundillo político de Paraguay, no recuerdo que ningún candidato colorado a la presidencia haya dejado de señalar el carácter “eterno e imbatible” del Partido Colorado y tampoco que dejara de prometer la continuidad en el poder, lo que debería representar estabilidad política y laboral para todos los que integran el ejército de funcionarios, militares, policías, fiscales y jueces, afiliados a esta agrupación política.
Pero somos testigos de que, paradójicamente, esas mismas personas que hicieron esa promesa son las que después, en función del poder, dejan cesantes en su trabajo a los funcionarios colorados, suspenden las afiliaciones o expulsan a sus correligionarios. Es lo que se conoce en la jerga colorada como “persecución política”, aunque el rótulo quede un poco grande ya que poco después, pasadas las internas, cada uno vuelve a su puesto como si no hubiese pasado nada.
Una de las razones que invalidan el empleo de la trágica frase “persecución política” es que tanto el empleador como el empleado saben que el puesto del cual fue sacado un “enemigo” para colocar en su lugar a un “amigo” es, en realidad, una cuota que alcanzó a alguien superior al empleado en la repartija de una torta anterior a la fiesta que se está celebrando.
El superior se desubicó en el posicionamiento político y dejó expuesto a su seguidor, un funcionario que accedió por necesidad laboral al cargo que es una retribución al apoyo electoral dado en su momento al superior.
Es así como las denuncias de las “persecuciones políticas”, tan sensibles para la gente que verdaderamente las padeció en los tiempos terribles de las dictaduras, pierde valor en boca de quienes hoy las invocan a sabiendas de que la pérdida del empleo de un correlí, dispuesta por otro correlí, no es sino un “juego sucio” de la interna para definir un resultado, luego de lo cual se soluciona, de acuerdo con el lugar en que haya logrado ubicarse el padrino de la víctima.
Con este sencillo pero perverso método, la casta política lubrica el cada vez más ruinoso aparato de la clientela que se foguea en el arte de cobrar, generalmente sin trabajar, sin exigir nada riguroso a cambio más que un precario contrato de algunos meses y paga que muchas veces ni siquiera llega a equipararse con el sueldo mínimo. Esto explica también el desinterés de los sindicatos en ellos.
El procedimiento no es totalmente determinante para la definición electoral, pero resulta eficiente para lograr su efecto, el miedo a perder el empleo y la intimidación para alinearse al oficialismo. Como todo ser pensante, el estomago de pendiente del Estado gusta pensar por propia cabeza, discutir con adversarios, inclusive oponerse al oficialismo, hasta que ve rodar las primeras cabezas en otras instituciones. Es cuando resulta casi seguro que no dará ocasión a que suceda lo mismo donde él se encuentra.
Alinearse o preparar valijas para la llanura espera a todos en vísperas de las internas coloradas. Y como no hay ideas para discutir, menos propuestas o planes de gobierno, la agenda política está ganada por episodios de “persecución política”, que no revela otra cosa más que la intención de sacar fuera de foco el verdadero rol de la política para reducirla a la triste misión de agencia de empleo y a dar resonancia a las disputas entre padrinos sobre la estabilidad laboral.
Los políticos de nuestros tiempos se han especializado en gestoría de oportunidades, casi nunca legales y menos legítimas, pero casi todas ellas vinculadas a la generosidad del Estado y más particularmente a las “circunstancias favorables” que ofrece el presupuesto frente a las previsiones visionarias de los legisladores interesados en cubrir los claros con los más capaces de su partido o movimiento.
Los políticos que fungen de padrinos nunca caen como lo hacen los simples funcionarios, para quienes antes era cuestión de afiliarse. Ahora, además de la papeleta, necesitan adivinar en qué lugar asegura pasar las internas sin perder el trabajo. ¿Cómico o triste?