Ejemplar actuación de la Justicia brasileña.
El expresidente Lula da Silva, el más popular político brasileño de los últimos tiempos, ha sido condenado a nueve años y medio de cárcel por uno de los cinco cargos de corrupción que se le imputan. Fue hallado culpable de recibir un apartamento tríplex en el balneario de Guarujá ofrecido por la constructora OAS a cambio de influencia para obtener contratos con Petrobras. La Justicia brasileña, tradicionalmente muy pasiva –como la nuestra–, ha despertado de su letargo asumiendo el rol que le corresponde en un Estado democrático como lo es Brasil. Las investigaciones del escándalo de Petrobras han sido conducidas por Sergio Moro, un joven juez federal, quien encabeza una fuerza de tarea de la Policía Federal y fiscales del políticamente independiente Ministerio Público. En nuestro país, plagado también de corrupción, todavía no surgieron ni jueces ni fiscales con coraje para investigar a nuestros expresidentes y sus gavillas. Pero no debemos perder la esperanza de ver que surjan también Moros en nuestra hoy sometida Justicia, para enviar a la cárcel a los mandatarios, funcionarios y políticos ladrones que esquilmaron y esquilman las arcas públicas.
El expresidente Luis Inácio Lula da Silva, el más popular político brasileño de los últimos tiempos, quien en su momento fue ensalzado como el artífice del milagro socioeconómico que le valió a Brasil
ponderación universal, ha sido condenado a nueve años y medio de cárcel por uno de los cinco cargos de corrupción que se le imputan. Fue hallado culpable de recibir un apartamento tríplex en el balneario de Guarujá (São Paulo) ofrecido por la constructora OAS a cambio de influencia para obtener contratos con Petrobras.
Lula fue presidente de Brasil por dos períodos consecutivos, de 2003 a 2010, y bajo su gobierno se montó la mayor trama de corrupción en la historia del Brasil, con varios esquemas que suman miles de millones de dólares, con epicentro en la petrolera estatal Petrobras, cuyo detonante fue la operación “Lava Jato”, que produjo el deslizamiento de la placa tectónica que dejó al descubierto el vasto esquema corrupto que involucró a políticos encumbrados, altos funcionarios del Gobierno, poderosos empresarios como Marcelo Odebrecht y Othon Luiz Pinheiro da Silva, un prominente almirante retirado de la Marina brasileña.
Desde que afloró el escándalo y en la medida en que se fue desenredando la madeja de corrupción, la mayoría de los brasileños tuvo la convicción de que Lula fue un cómplice en el esquema delictivo calificado por los fiscales como una “conspiración criminal” de la que el expresidente fue el “comandante máximo”, y que apuntaba al sostenimiento en el poder del Partido de los Trabajadores (PT), del que el mismo fue cofundador.
La Justicia brasileña, tradicionalmente muy pasiva –como la nuestra–, ha despertado de su letargo asumiendo el rol que le corresponde en un Estado democrático como lo es Brasil desde 1988, con la Constitución establecida tras el fin de la dictadura militar. Las investigaciones del escándalo de Petrobras han sido conducidas por Sergio Moro ,un joven juez federal, quien encabeza una fuerza de tarea de la Policía Federal y fiscales del políticamente independiente Ministerio Público. Este equipo multidisciplinario ha investigado y comprobado múltiples casos de corrupción de alto nivel, incluyendo los que involucran al ahora condenado Lula da Silva.
La condena del expresidente así como la del poderoso empresario Odebrecht constituyen un mensaje de que la Justicia brasileña está empeñada en acabar con la cultura de impunidad prevaleciente
en el país, la que se ha acentuado durante los gobiernos de la izquierda populista liderada por el PT. Pese a la crisis de confianza en el Gobierno y
la clase política, los cimientos institucionales del país permanecen intactos, en particular la Justicia, que continúa batallando contra las dominantes élites políticas, demostrando la clase de autonomía que se espera en una democracia que funciona.
La vara de la justicia de Moro está asestando un duro golpe a la tradición de impunidad prevaleciente entre la clase política, al tiempo de ofrecer a los ciudadanos comunes una esperanza de reforma.
La crisis institucional derivada de la corrupción engendrada y protegida por más de una década por los gobiernos de izquierda de Lula da Silva y Dilma Rousseff ha sido un desafío para la democracia de ese país y, a la vez, una oportunidad para demostrar al mundo que en Brasil ciertamente hay corrupción, como en otros países de la región, pero que, a diferencia de muchos de ellos, hay también Justicia que la castiga con rigor. El hecho de que la fuerza de tarea de policías y fiscales liderados por el juez Moro haya tenido la voluntad y el valor moral para investigar con serena actitud a los más poderosos personajes políticos y hombres de negocios demuestra que la corrupción puede ser combatida con éxito hasta en el más alto nivel del Gobierno y de la sociedad.
Después de un siglo de robo a los pueblos de América por parte de gobernantes corruptos, dictadores o no, que arrasaron con los fiscos, las constituciones y las leyes de nuestros países, el juez Moro del Brasil está dando un ejemplo de entereza moral y coraje al condenar por nueve años y medio nada menos que al símbolo internacional más esgrimido por la izquierda continental, Lula da Silva.
Aquí, en nuestro país, plagado también de corrupción, todavía no surgieron ni jueces ni fiscales que tengan el coraje de animarse a investigar a nuestros pasados expresidentes y sus respectivas gavillas. Sin embargo, no debemos perder las esperanzas de que, en algún momento del futuro, las ciudadanas y los ciudadanos paraguayos tengan la enorme satisfacción de ver que surgen también Moros en nuestra hoy sometida Justicia, que envíen a la cárcel a los mandatarios, funcionarios y políticos ladrones que esquilmaron y esquilman las arcas públicas.