Los vecinos deben denunciar a los ladrones de fondos públicos.
La corrupción es un mal que corroe todas las facetas de la vida de una nación en el mundo contemporáneo. Lamentablemente, en ese contexto el Paraguay ocupa lugar destacado entre los más corruptos, según el índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional. En nuestro país, el cáncer de la corrupción ha inficionado las élites políticas, con metástasis en segmentos de la sociedad civil a ellas asociadas. Como resultado, la claque política gobernante se convierte en una organización criminal dedicada a robar al Estado y a proteger a la mafia del narcotráfico, el contrabando y el lavado de dinero que opera bajo su protección. A la ciudadanía le indigna ver cómo a los funcionarios corruptos de este Gobierno les resulta de lo más fácil y natural hacerse millonarios de la noche a la mañana, sin poder dar respuesta racional a la pregunta: ¿de dónde sacó la plata? Pero en esta cuestión de la tremenda difusión de la corrupción, no toda la responsabilidad debe achacarse a las autoridades, porque mucha les corresponde también a los ciudadanos y a las ciudadanas, ya que, como dijo recientemente en nuestro diario un consultor español: “Vigilemos a los políticos. La responsabilidad no es solo de ellos. Es de todos”.
La corrupción es un mal que corroe todas las facetas de la vida de una nación en el mundo contemporáneo. Lamentablemente, en ese contexto el Paraguay ocupa lugar destacado entre los más corruptos, según el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional. Socialmente, la corrupción es claramente dañina; distorsiona prioridades esenciales en las políticas públicas, genera desigualdades e impide el crecimiento económico. Esto último crea pobreza extrema e inseguridad, obligando a los habitantes a migrar a otros países en busca de trabajo.
En el Paraguay, el cáncer de la corrupción ha inficionado las élites políticas, con metástasis en segmentos de la sociedad civil a ellas asociadas. Como resultado, la claque política gobernante se convierte en una organización criminal dedicada a robar al Estado y a proteger a la mafia del narcotráfico, el contrabando y el lavado de dinero que opera bajo su protección. Vale decir, una conspiración cleptómana capaz de capturar la corriente de recursos económicos de la nación, convirtiéndola en un Estado mafioso, como ha ocurrido con algunos países de la región, y que les ha costado el cargo hasta a más de un presidente de la República. Bajo el Gobierno del presidente Horacio Cartes, en el Paraguay se ha establecido un deliberado sistema operativo de sofisticadas redes dedicadas al autoenriquecimiento y notablemente exitosas en cuanto al logro de tal fin, como lo viene denunciando la prensa desde hace tiempo. A la ciudadanía le indigna ver cómo a los funcionarios corruptos de este Gobierno les resulta de lo más fácil y natural hacerse millonarios de la noche a la mañana, sin poder dar respuesta racional a la pregunta: ¿de dónde sacó la plata? Para estos cleptómanos, robar fondos públicos no significa aprovechar una oportunidad coyuntural que se les presenta, sino que se ha convertido en un requisito profesional de desempeño en la función pública. Ergo, acceder a un cargo público implica patente de corso para enriquecerse ilícitamente. De ahí que un policía en Pedro Juan Caballero, un vista de aduanas en Ciudad del Este, un presidente de un ente estatal y otros parecidos, como consecuencia de las “listas sábana”, en una pirámide gigantesca compuesta de miles de pirámides chiquitas, todos deben a sus superiores los cargos que ocupan, por lo que una parte de las coimas cosechadas, sobrefacturaciones y otros rebusques ilícitos que rinden sus beneficios al funcionario de abajo, obligatoriamente, debe ir a parar a las faltriqueras de los “padrinos” de arriba. Y, ¡ay! de los funcionarios subalternos que no cumplan al pie de la letra con el mandato implícito de “recaudar para la corona”. Son removidos, o marginados. Tal como la ciudadanía lo constata cada día, legisladores, gobernadores, intendentes y funcionarios del Estado capturan tanto dinero como pueden. Y lo que es peor aún, hacen descarado alarde con la riqueza mal habida: turismo lujoso, fiestas despampanantes, asados multitudinarios, mansiones, caballos de raza, etc., pagados con el dinero negro obtenido de contratos como proveedores de bienes y servicios al Estado sobrefacturados, vista gorda a pistas clandestinas para el narcotráfico, contrabando de cigarrillos y
armas al Brasil, lavado de dinero en la Triple Frontera, etc., etc. Si a estos hechos unimos los actores del sector privado y narcopolíticos que intercambian favores con los funcionarios del
Gobierno, la simbiosis de la mafia con el Estado se hace completa. Mediante esta asociación criminal se tejen redes, en las que el rol de los altos funcionarios del Gobierno y legisladores que responden al oficialismo consiste en impulsar leyes y regulaciones que favorezcan a los confabulados a costa del Estado, y en brindar impunidad.
Como botón de muestra está el caso de la ley que intempestivamente, siete años antes de su vencimiento, prorrogó el contrato de concesión de un tramo de la Ruta 7 al consorcio Tape Porã, integrado por la selecta rosca vial de la que forma parte el padre del ministro de Obras Públicas y Comunicaciones, Ramón Jiménez Gaona. Más recientemente, el decreto que modifica la ley de preservación ambiental firmado por el presidente Cartes, y que le permite la deforestación total de miles de hectáreas de bosques de uno de sus establecimientos ganaderos ubicados en el Chaco. Así por el estilo, van sucediendo las cosas bajo este Gobierno de la claque que pretende seguir succionando los recursos del Estado, aun cuando sea otro el Presidente de la República. A la luz de lo que acontece en nuestro país con la corrupción, la
ciudadanía se pregunta: ¿cómo es posible que, viviendo en democracia, ocurre que desde el Gobierno se roba impunemente al fisco? Sucede que aunque la moderna democracia fue ideada como medio para garantizar un Gobierno centrado en el interés público, en el caso nuestro nos confrontamos con la paradoja de que, aunque corrupto, el régimen dictatorial de Stroessner lo fue menos que muchos Gobiernos democráticos que le sucedieron. Pero en esta cuestión de la tremenda difusión de la corrupción, no toda la responsabilidad debe achacarse a las autoridades, ya que mucha les corresponde también a los ciudadanos y a las ciudadanas. Como bien lo dijo el consultor español Antonio Solá en una entrevista concedida a nuestro diario el pasado domingo 22
de octubre: “Vigilemos a los políticos. La responsabilidad no es solo de ellos. Es de todos”. Expresó además que “hay que auditar, pedir cuentas” a los gobernantes. Y nosotros agregamos que todos los ciudadanos deben ser controladores, teniendo el ojo sobre los diputados, senadores, directores y funcionarios de aduanas, intendentes, concejales, gobernadores, ministros, y hasta sobre el presidente de la República. No es posible que en una ciudad, en un barrio cualquiera, no llame de inmediato la atención que un vecino de modesta
condición que entra en la política o en la función pública, de repente aparece con una fortuna incalculable cuyo origen no puede justificar con el salario que gana por más buen administrador que sea. Se trata de esos funcionarios que meteóricamente aparecen con estancias, construyen o compran mansiones y vehículos lujosos, realizan turismo costoso, fiestas fastuosas o crean grandes empresas. Esta es una realidad que los bandidos les arrojan todos los días en la cara a los ciudadanos de bien que viven y tratan de progresar con lo que ganan, y debe ser revertida si pretendemos dejarles un país un poco mejor a nuestros hijos. Para ello, es urgente y
necesario que en cada cuadra de cada ciudad o pueblo, cada vecino sea un guardián anticorrupción, dispuesto a denunciar al primer bribón en cargo público que se dedique a robar la plata del pueblo.