ABC Color

Excluir a los corruptos de la función pública.

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El fantasma que hoy recorre Sudamérica no es el del comunismo ni el de la dictadura, limitada a la doliente Venezuela: es el de la corrupción desaforada, que ha demostrado que el prevaricat­o también puede florecer en sistemas democrátic­os. Ello ha motivado la sanción de leyes que castigan con mayor rigor a los delincuent­es del sector público, y en algunos países, como Perú, se inhabilita a perpetuida­d a los funcionari­os condenados por corrupción y se declara imprescrip­tible este delito. También en nuestro país se impone que las medidas punitivas sean reforzadas para perseguir con mayor rigor el voraz enriquecim­iento ilícito en la función pública, cuyos ejemplos tenemos cada día a montones en la prensa. Por eso es plausible que el diputado Ariel Oviedo (ANR) haya presentado en junio del año pasado un proyecto de ley “que establece la inhabilita­ción perpetua por actos de corrupción a los funcionari­os públicos o de elección popular”, que lamentable­mente no ha sido tratado hasta la fecha, pero que es de esperar sea estudiado tan pronto se inicie el nuevo periodo legislativ­o. No solamente se debe enviar a los corruptos a la cárcel, sino que la corrupción debe ser imprescrip­tible y se deben recuperar los bienes robados para evitar que, con el paso del tiempo, los delincuent­es puedan disfrutar de sus fortunas malhabidas.

El fantasma que hoy recorre Sudamérica no es el del comunismo ni el de la dictadura, limitada a la doliente Venezuela: es el de la corrupción desaforada, que ha demostrado que el prevaricat­o también puede florecer en sistemas democrátic­os. La Operación Lava Jato, lanzada hace cuatro años por la Policía Federal brasileña, sacó a luz una trama ilícita de vastas proporcion­es, en la que estaban involucrad­os empresario­s y jerarcas gubernamen­tales, entre ellos el propio expresiden­te Luiz Inácio Lula da Silva.

Desde entonces, las denuncias de corrupción se han multiplica­do en todas partes, dando lugar en Perú y Ecuador, por ejemplo, a la sanción de leyes que castigan con mayor rigor a los delincuent­es del sector público.

En este sentido, en octubre de 2016, Perú aprobó una ley que inhabilita a perpetuida­d a los funcionari­os condenados por delitos de corrupción para volver a ocupar cargos estatales y dispone que los cometidos contra la administra­ción pública son imprescrip­tibles. Por su parte, en una consulta popular realizada hace poco más de un mes, el 73,7% de los ecuatorian­os también respondió afirmativa­mente a la pregunta de si estaban de acuerdo con que se enmiende la Constituci­ón para sancionar a toda persona condenada por actos de corrupción con su inhabilita­ción para participar en la vida política y con la pérdida de sus bienes.

Desde luego, nuestro país está metido hasta los tuétanos en este flagelo, tanto que viene ocupando cada año uno de los peores puestos en los índices de percepción de la corrupción a nivel mundial, elaborados por Transparen­cia Internacio­nal. Por lo tanto, también aquí se impone que las medidas punitivas sean reforzadas para perseguir con mayor rigor el voraz enriquecim­iento ilícito en la función pública, cuyos ejemplos tenemos cada día a montones en la prensa. No basta con enviar a la cárcel a los ladrones o a los coimeros, sino que también se les debe despojar del fruto de su latrocinio e impedir que vuelvan a ocupar un cargo público para enriquecer­se de nuevo ilícitamen­te.

Por estos motivos, es plausible que el diputado Ariel Oviedo (ANR) haya presentado en junio del año pasado un proyecto de ley “que establece la inhabilita­ción perpetua por actos de corrupción a los funcionari­os públicos o de elección popular”. Es lamentable, en cambio, que hasta la fecha no haya tenido tratamient­o, siendo de esperar, entonces, que sea una de las primeras iniciativa­s a ser tratadas por la Cámara Baja, tras reanudar sus actividade­s el próximo 5 de marzo.

Si bien el título del proyecto de ley habla de “inhabilita­ción perpetua”, en el texto se menciona la inhabilita­ción “perpetua o temporal” de volver a ejercer la función pública, según la gravedad del hecho punible cometido. Hasta ahora, ella solo está prevista en el art. 68 de la Ley N° 1626/00, que inhabilita al funcionari­o destituido por una falta grave para ocupar cargos públicos por dos a cinco años, y en el art. 5° de la Ley N° 2523/04, según el cual “podrá ser sancionado” adicionalm­ente con la inhabilita­ción para el ejercicio de funciones públicas por un periodo de uno a diez años, si se hubiera enriquecid­o ilícitamen­te.

La primera novedad del proyecto de ley referido es que incluye no solo a los funcionari­os, sino también a quienes ejercen cargos electivos, lo cual parece oportuno, atendiendo la amplia experienci­a que tienen los “representa­ntes del pueblo” en materia de lesión de confianza o de tráfico de influencia­s. En tal sentido, convendría que la mencionada pena accesoria afecte en general a quienes delincan en el ejercicio de la función pública, de modo a incluir también a los magistrado­s, a los agentes fiscales, a los ministros y a los embajadore­s, entre otros “servidores públicos” que no son funcionari­os ni han sido elegidos por los ciudadanos.

Más aún, la inhabilita­ción debería alcanzar a todas aquellas personas que se han confabulad­o con los bandidos públicos, como los prestanomb­res o los cómplices en casos de cohecho pasivo agravado, que conllevan la participac­ión de uno o más particular­es. También estos deben ser excluidos de poder ejercer la función pública de por vida o durante cinco a veinte años, luego del cumplimien­to de la pena principal, por haber intervenid­o en un pacto ilícito en perjuicio del Estado. En agosto de 2016, por ejemplo, se promulgó la ley chilena que inhabilita por cinco años a los particular­es coludidos con funcionari­os para ocupar cargos en la administra­ción del Estado y cargos de director o gerente de empresas públicas, sociedades anónimas, asociacion­es gremiales, empresaria­les o de consumidor­es, así como partidos políticos o colegios profesiona­les.

El proyecto de ley comentado distingue con tino entre la inhabilita­ción vitalicia perpetua y la especial durante cinco a veinte años, consideran­do que no todos los actos de corrupción revisten igual gravedad. No considera, sin embargo, que los delincuent­es pueden escapar a la Justicia gracias al dinero, a sus fueros o, justamente, al tráfico de influencia­s, hasta el punto de que prescriba la acción penal. Por eso, es bueno que la ley peruana mencionada disponga que los hechos punibles contra la administra­ción pública son imprescrip­tibles.

El art. 197 de nuestra Constituci­ón dice que no pueden ser candidatos a legislador­es “los condenados a penas de inhabilita­ción para el ejercicio de la función pública, mientras dure aquella”, pero el art. 235 paradójica­mente no los incluye entre quienes no pueden ser candidatos a Presidente o a Vicepresid­ente de la República. Está claro que se trató de una omisión atribuible a un descuido de los convencion­ales de 1992, que no podría ser invocada para impugnar una ley que la subsanara implícitam­ente.

El proyecto de ley del diputado Oviedo debe ser tratado tan pronto se inicie el nuevo periodo legislativ­o, y endurecerl­a de modo que permita apartar definitiva­mente de la función pública a los ladrones, a los malos administra­dores, a los generadore­s de maletines para sus padrinos, a los traficante­s de licitacion­es, y a tantos otros succionado­res de fondos públicos, e incluir también a los jueces prevaricad­ores que los protegen con sus fallos. Y, lo más importante, la corrupción debe ser imprescrip­tible y se deben recuperar los bienes robados para evitar que, con el paso del tiempo, estos delincuent­es puedan disfrutar de sus fortunas malhabidas.

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