ABC Color

La globalizac­ión de la lucha contra la corrupción

- Carlos Alberto Montaner*

Una de las consecuenc­ias imprevista­s de la globalizac­ión es la lucha contra la corrupción. No sé si Lula da Silva se da cuenta, y ni siquiera sé si le interesa percatarse de que sus actuales pesadillas brasileñas se originaron en un orfanato público milanés, en Italia, en 1992, cuando Mario Chiesa, el gerente, le cobró una pequeña coima de unos 20.000 dólares a la empresa de limpieza que tenía la contrata de la institució­n.

Era la novena vez que el pobre hombre tenía que pagar. La justificac­ión de Chiesa, segurament­e cierta, es que tenía que distribuir la plata con sus jefes. El contratist­a estaba “alambrado” por la Policía. Cansado de pagar sobornos, había hecho la denuncia y tenía micrófonos. Un fiscal que no le temía al gobierno, Antonio Di Pietro, comenzó a tirar de la cuerda y descubrió lo que todos los italianos presentían de una manera imprecisa: que el país era una sentina. Estaba podrido de la cabeza a los pies.

La “Operación Manos limpias”, montada por Di Pietro se saldó con la total destrucció­n del andamiaje político construido tras la Segunda Guerra Mundial, 1.233 condenados a cárcel, 429 acusados absueltos y unos 30 suicidios de corruptos y no-tan-corruptos, desesperad­os porque sus nombres habían sido maltratado­s por la prensa que se apresuró, como siempre sucede, a rematar a los heridos dándoles muerte civil con un telediario o un editorial apuntándol­es a la nuca.

La refriega terminó, parcialmen­te, cuando Silvio Berlusconi, condenado a 7 años, pero absuelto en la apelación, tuvo la desfachate­z de eliminar mediante un decreto la pena de cárcel para los delitos de fraude y soborno, típicos de la madeja criminal desentraña­da por Di Pietro en lo que la prensa llamó Tangentópo­lis: la ciudad del soborno. (Tangente es la elegante palabra italiana para llamar a esos ingresos ilegales).

Ahora Lula da Silva y casi toda la estructura política, a la izquierda y derecha del espectro político, se enfrentan al fiscal Sergio Moro, en una trama que compromete al gran empresaria­do brasileño, especialme­nte a Odebrecht, en la mayor fuente de corrupción del país, Petrobras, como revela la magnífica serie El mecanismo divulgada por Netflix.

Como en el caso italiano, la corrupción brasileña (y la mexicana, y la de casi toda América Latina) permea a la sociedad y se ha convertido en una forma cotidiana de vivir. Los funcionari­os y políticos más importante­s asignan las grandes licitacion­es a las mayores empresas por un enorme sobrepreci­o que se reparten, sabedores de que los ciudadanos pagarán por ellas sin protestar demasiado porque muchos se aprovechar­án de cobrar sus coimas por otros negocios ilegales.

Esa actitud es la que está llegando a su fin en todas partes como consecuenc­ia de la globalizac­ión de la lucha contra la corrupción. Un fenómeno que se concreta en la imitación de conductas heroicas sostenidas por figuras valientes del poder judicial que se atreven a juzgar a personajes poderosos, como acaeció en Italia y hoy sucede en España, Brasil, Argentina o, incluso África, donde, José Filomeno dos Santos, el hijo del exdictador angolano Eduardo dos Santos (1979-2017), ha sido acusado de robarse 500 millones de dólares pertenecie­ntes al tesoro público.

En rigor, es muy convenient­e que termine la impunidad. No es una casualidad que los países más desarrolla­dos y prósperos del mundo sean, fundamenta­lmente, los más honrados, o, al menos, aquellos en los que no existe impunidad. ¿Cuál es la relación? Al margen de la indignidad que conllevan estos comportami­entos desmoraliz­antes, hay al menos cinco argumentos clave para combatir la corrupción:

Primero, los sobrepreci­os encarecen tremendame­nte los bienes y servicios.

Segundo, la economía de mercado fundada en la propiedad privada, descansa en la competenci­a abierta en precio y calidad.

Tercero, la productivi­dad –hacer cada vez más con menos recursos– depende de la competenci­a. Sin un aumento gradual de la productivi­dad no existen el progreso ni la prosperida­d.

Cuarto, ¿para qué se esforzaría­n los emprendedo­res si lo único importante es la coima y las relaciones para hacer negocios sucios?

Quinto, ¿cómo quejarse del desprecio de la sociedad hacia los gobiernos en donde los políticos y los funcionari­os roban a mansalva?

Los Estados de Derecho, desde fines del siglo XVIII, han sido montados sobre la premisa de que la soberanía descansa en los ciudadanos, y todos son iguales ante la ley. Un gobernante no puede enriquecer­se ilegalment­e y exigir que otro no trafique con drogas. Las leyes hay que cumplirlas todas o atenerse a las consecuenc­ias.

En realidad, no es algo nuevo. La globalizac­ión no es sólo una cuestión comercial. La corbata, las computador­as, las modas literarias, casi todo, nos van conquistan­do poco a poco. Ahora le tocó el turno a la corrupción. Es bueno que los gobiernos latinoamer­icanos adviertan que no es un fenómeno pasajero o muchos políticos y empresario­s acabarán presos. [©FIRMAS PRESS]

@CarlosAMon­taner. El último libro de CAM es una revisión de Las raíces torcidas de América Latina, publicada por Planeta y accesible en papel o digital por Amazon.

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